El problema más grave al que se enfrenta la sociedad posmoderna, hedonista y socialdemócrata es la ausencia de élites. La marcha de la Historia, si es que va a algún sitio, está determinada por la sucesión de oligarquías. Guerras y revoluciones, pronunciamientos y transiciones, no han tenido otro objeto. No es ni bueno ni malo de por sí, sino real, y su valoración depende de las circunstancias y del contenido de lo que muere y de lo que nace, de lo que pervive o se transforma. Los ejemplos históricos desde 1789 son innumerables.

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Los cambios de régimen se han producido por la conjunción de varios factores, y ninguno de ellos es económico. Ninguna revolución se ha levantado en el momento más duro de una crisis, sino inmediatamente antes o después, cuando se consolida la recuperación. El análisis de los marxistas, ya sean declarados o embozados, por tanto, carece de validez. Y menos todavía cuando lo adornan con la jerga leninista y trotskista que oculta la manipulación del pueblo por parte de una oligarquía para ejercer la dictadura. De hecho, las revueltas del hambre, o los motines, han sido acciones colectivas históricas que, en la mayor parte de los casos, solicitaban más protección al poder o el fin de las injusticias de un administrador local.

El primer factor, por tanto, es la debilidad. Los sistemas no caen cuando son fuertes, con una estructura administrativa poderosa, un ejército y fuerzas de seguridad implacables, un sistema educativo que funciona como una máquina orwelliana de adoctrinamiento, y un dominio de los centros de producción y distribución. Cuando uno o varios elementos de este conjunto no funcionan en el sentido de consolidar a la oligarquía que lo creó, se produce el fallo.

La élite asume el gobierno de recambio

Es en el momento en el que la élite asume el papel de gobierno de recambio, y llama a la toma de conciencia sobre el envejecimiento del sistema, al que culpa de los problemas. La ambición se hace carne y los miembros de la élite ejercen su influencia en los grupos, sectores e instituciones. El choque entre la oligarquía y la élite, que despunta de forma natural por su capacidad y mérito, se ha saldado históricamente de dos maneras: la absorción o la sustitución.

El choque entre la oligarquía y la élite se ha saldado históricamente de dos maneras: la absorción o la sustitución

La circulación de las élites, como sostuvo Vilfredo Pareto, permite explicar la intensidad del cambio político. La nueva élite se desarrolla de forma espontánea en el seno del pueblo, absorbiendo virtudes y defectos. Su calidad viene determinada por la intensidad y límites del Estado sobre la sociedad. Un pueblo sometido a un Estado omnipresente y todopoderoso, que anula la personalidad del individuo, que lo convierte en irresponsable de su destino y formación, de su progreso o pobreza, de su calidad de vida, producirá recambios generacionales dentro del mismo sistema. No habrá élites, sino aspirantes a oligarcas.

No hay élites, solo oligarquía y becarios

Esas élites, que vemos hoy en España en la llamada “nueva política”, nacen dentro de lo que Gaetano Mosca denominaba “clase política”. No tienen formación exterior, ni experiencia dilatada, ni reconocimiento público previo, sino ambición y oportunismo. No hay detrás de ellos un verdadero proyecto transformador, sino eslóganes y críticas que les permiten sustituir a la oligarquía en el poder. Han adaptado su organización, discurso e imagen a aquellos resortes que saben que concitan un mayor número de aplausos. Hay quien habla de populismo como ese llamamiento al pueblo “sufriente” como coartada para hacer oposición a la oligarquía, y no les falta razón.

No hay detrás de la «nueva política» en España un verdadero proyecto transformador; solo eslóganes y críticas

Sin embargo, esos nuevos políticos españoles carecen de todas las dotes que históricamente han señalado a un grupo como élite. De esta manera, no solo se han degenerado el sistema y la oligarquía, sino también la sociedad y la élite que cobija. El agotamiento es general, el paradigma otrora intocable, sacrosanto y de supuesta garantía de progreso es cuestionado e incluso despreciado. La esperanza popular, en consecuencia, se traslada al día de mañana, a un nuevo orden, aunque no sepa qué es, ni cómo llegará, ni si será mejor, pero que supone la negación o corrección de lo existente.

Inmersos en el caos posmoderno

En ocasiones dicha solución se produce en un momento crítico y revolucionario, de caos, de esos que se sabe que algo está muriendo y lo nuevo no acaba de nacer. Es cuando se puede producir una “convergencia de centros”, expresión afortunada de François Furet para describir la salida francesa al marasmo de su Revolución, y que podría aplicarse a la Transición española entre 1975 y 1978.

Hoy estamos inmersos en un caos posmoderno, en el que lo que creíamos bueno resulta despreciable, cuando todo, incluso un semáforo o una galantería se han convertido en campo de batalla política o de delito. Un paradigma se cae, y otro, con formas y fondos totalitarios, fundado en algo tan básico como “Esto es la verdad y siempre lo será”, amenaza con una revolución también posmoderna.

Debería haber surgido una élite capaz de sustituir a la oligarquía, pero solo tenemos aspirantes a oligarcas

En esta circunstancia es cuando debería haber surgido en una élite capaz de sustituir a la oligarquía, pero solo tenemos aspirantes a oligarcas. Es una situación, por ende, inédita: sistema agotado y ausencia de sustitutos de entidad. Solo tenemos cansancio en una parte de la sociedad, furia en otra, y becarios con ínfulas creados por la misma oligarquía. Esto no había ocurrido antes en la Historia porque jamás un Estado, el llamado del Bienestar, se había convertido tan fácil y profundamente en una deidad.