Está el mundo pendiente de los flecos del informe del Investigador Robert Mueller para dar con el motivo para acabar con la impensable carrera política de Donald Trump. Sobre todo quienes, como pronto veremos, tienen en su mano la posibilidad de iniciar un procedimiento de recusación (impeachment) contra el sucesor de Obama. Eso lo tiene que hacer la Cámara de Representantes, que tras las últimas elecciones (las de mitad de mandato de noviembre de 2018), tiene una mayoría demócrata. Es improbable que el procedimiento vaya más allá, porque tendría que superar la votación de dos tercios del Senado.
Esa mayoría cualificada para declarar a Donald Trump inapropiado para seguir con la primera magistratura del país no se va a dar. Y no porque haya una exigua mayoría republicana, sino porque el propio informe no le acusa de ningún delito, y lo más que se le podría achacar es obstrucción a la justicia.
De modo que nos entretenemos con la recusación, alimento de analistas, esperanza de incautos, escaparate de políticos, y gloria del sistema político estadounidense. Pero Donald Trump es sólo el número 45 de una lista de presidentes que incluye, lo hemos dicho ya, a San Barack Obama. Pues, ¿no es el Nobel de la Paz un título de santidad laica? Como el comité del Nobel no lleva dos milenios en el negocio, podemos entender que en ocasiones se equivoque gravemente. Y no lo digo por Obama, sino por concederle esta gracia a personas humanas terroristas.
Quien tenga al demócrata en un altar quizá tenga dificultades para aceptar que su santidad esté en entredicho. Falta, por incomparecencia, la labor del defensor del diablo. Su falta la están cubriendo el normal funcionamiento de las instituciones, las públicas y las privadas como es el caso de (parte de) la prensa.
El Fiscal General del Estado, Bill Barr, está investigando el motivo por el que el Departamento de Justicia, un organismo a medio camino entre nuestro Ministerio y la Fiscalía, dedicó dos años de trabajo e ingentes recursos a investigar la posible (pero, digámoslo, harto improbable) conspiración rusotrumpiana para retorcer el sentido del voto de los estadounidenses.
Barack Obama creó un auténtico panopticón, un aparato de “vigilancia”, espionaje para los amantes de la verdad, que alcanzaba de forma masiva a la población estadounidense
No importa si en el empeño del Fiscal General hay un gramo o dos de venganza. Los motivos no importan. Importa que allí, incluso los organismos que investigan para luchar (entiéndase) contra el crimen, pueden ser fiscalizados y sometidos al escrutinio de otras instituciones.
En particular, lo que se investiga es si varios organismos, como el FBI, la CIA o el propio Departamento de Justicia espiaron ilegalmente a ciudadanos de los Estados Unidos.
Como estas instituciones son en principio reacias a facilitar los documentos que las puedan incriminar, el Fiscal del Estado ha tenido que recurrir a la firma del presidente Trump para exigir su desclasificación. Por otro lado está la actuación del Inspector General del Departamento de Justicia, Michael Horowitz, nombrado por el presidente Obama. Va a publicar un informe del que todos esperan, y algunos temen, que haga una descripción de comportamientos criminales.
No lo quieren llamar “espionaje”, porque suena muy duro pensar que el Gobierno espía a sus propios ciudadanos. Pero es lo que hace el gobierno de los Estados Unidos; un comportamiento que en el caso de los ciudadanos se llama “espionaje”, pero que cuando lo hace el Estado, se utilizan otros términos, como “vigilancia” o “investigación subrepticia”; estos son los nombres oficiales.
La situación se complica por el hecho de que en los Estados Unidos hay unos juzgados secretos, juzgados que actúan en la sombra para que las órdenes de registro que emiten causen todo el efecto sorpresa. Las sombras protegen a los justos pero también a los criminales, y dejo al lector que piense cuándo está el gobierno en uno u otro lado. Hay algo contradictorio en el ocultamiento de lo público, pero el gobierno es capaz de decirnos que actúa por el bien común, así que tampoco vamos a extrañarnos ahora.
Los Juzgados de Vigilancia de Inteligencia Extranjera, (Foreign Intelligence Surveillance Court, FISC), se crearon en 1978 para emitir órdenes de registro o detención de espías de otros países. Una de las sospechas es que este instrumento, una vez creado, y contando con que actúa en las penumbras, se haya utilizado para realizar “investigaciones subrepticias” de ciudadanos estadounidenses.
Estas sospechas están fundamentadas en un hecho extraordinario, y al que los medios de comunicación europeos, y desde luego los españoles, no han prestado mayor atención. Y es que Barack Obama creó un auténtico panopticón, un aparato de “vigilancia”, espionaje para los amantes de la verdad, que alcanzaba de forma masiva a la población estadounidense. Si no le suena que Obama haya hecho eso, es porque nuestros medios de comunicación ocultaron eficazmente cuál fue el secreto que desveló Edward Snowden. Las pruebas que facilitó el chivato Snowden permitieron describir a Glen Greenward y otros periodistas cómo el simpático presidente negro, con la implicación de algunos gigantes de internet, tomaba nota de las comunicaciones de, potencialmente, todo el mundo conectado con los Estados Unidos. Lo cual incluye, claro está, a los propios estadounidenses.
Como Obama es un genio de la comunicación, desborda una simpatía e inteligencia que causan admiración, es negro y, sobre todo, es demócrata, nosotros se lo hemos perdonado. Piensen por un momento que esa maquinaria la hubiese creado el hombre de pelo anaranjado. Hoy estaríamos recordando su recusación. Trump lo único que ha hecho es heredar el panopticón de Obama, y a nadie, aparte del atentamente suyo, parece preocuparle.
Los Estados Unidos, que tumbaron un presidente por espiar a su partido rival, no han hecho lo mismo con Obama. Y eso que con su juguetito espió a los miembros de la Cámara de Representantes; a los de su partido y a los republicanos. También espió a la prensa, como se acreditó en el caso de la agencia de prensa Associated Press. Vamos a recordar ese caso, porque hay novedades. De ahí la oportunidad de este artículo.
Obama lanzó una campaña en contra de las filtraciones a la prensa. Y para hacerla efectiva espió a funcionarios, representantes elegidos democráticamente, y medios de comunicación. Sabíamos que el Departamento de Justicia (DoJ) había controlado las comunicaciones de 21 teléfonos durante dos meses. Hoy sabemos que son 30. Y sabemos que el DoJ estudió demandar también a la cadena de televisión ABC News, y a los diarios The Washington Post y The New York Times.
Lo sabemos por una información de la Columbia Journalism Review, que añade: “De manera inquietante, el informe no se acerca a explicar por qué las citaciones se dirigieron a las líneas troncales de las principales oficinas de AP, líneas que potencialmente podrían revelar comunicaciones con fuentes confidenciales en todas las actividades de recopilación de noticias de AP”.
John Merline, que cita a la CJR, menciona también un artículo de James Risen en The New York Times, elocuentemente titulado “Si Donald Trump ataca a los periodistas, dale las gracias a Obama”. En el artículo, escrito cuando se sabía quién sería el sucesor de Obama, Risen señala que “en los últimos ocho años, la Administración ha procesado nueve casos de filtraciones, comparado con sólo tres de todas las Administraciones anteriores juntas”. Y añade: “Se utilizó con regularidad la Ley de Espionaje, una reliquia de la I Guerra Mundial hecha para cazar rojos, no para procesar espías, sino para ir contra los funcionarios que hablaban con periodistas”.
El Gobierno de los Estados Unidos tiene la facultad para espiar virtualmente a cualquier persona. Actúa contra aquéllos que son una amenaza para su poder, lo cual deja fuera a la práctica totalidad del rebaño, pero quienes están en posición simplemente de contar lo que hace, se han convertido en un objetivo para él; al menos en la era Obama.
Bien, esto ocurre a un océano de distancia. Pero la tecnología está ahí, y la voluntad de no pocos de controlarnos para asegurarse de que no nos desmadremos, también.