Del mismo modo en que no pasa año sin al menos una masiva pitada al himno nacional o un aquelarre con la quema de la bandera española, no suele transcurrir mucho tiempo sin que salte al debate mediático un conflicto generado por chistes o chanzas que menosprecian a algunos colectivos, hieren algunas sensibilidades o directamente ofenden a determinadas personas. A veces hay una relación entre estas bromas y los aludidos símbolos, como pasó con aquel cómico, cuyo nombre deliberadamente eludo, que estaba tan resfriado que no tuvo más remedio que sonarse los mocos en antena con el trapo que tenía a mano, casualmente la bandera nacional.

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Hay quienes se divierten mucho con estas provocaciones y quienes las consideran intolerables ultrajes que deben ser perseguidos ante los tribunales. Entre los que jalean la gracia de turno y los que de buena gana encerrarían entre rejas por una larga temporada a los transgresores se establece una dinámica de confrontación sin punto alguno de encuentro. Lo curioso del caso –y en esto me gustaría demorarme en este comentario- es que estas posiciones maximalistas son perfectamente intercambiables con solo mudar el motivo o sentido de la broma en cuestión.

En el fondo, si lo piensan un momento, no hay nada extraño en esta situación. Nos pasa a cada uno de nosotros a escala individual. A nadie le gusta ser objeto de befa ni sentirse ridiculizado y mucho menos cuando este cachondeo es público o trasciende la escala íntima. Es ley de vida que la misma broma que nos hace mucha gracia referente a un conocido o a un personaje público, nos molesta o zahiere si se dirige contra uno mismo. Lo que quisiera argumentar aquí es que la misma contención que aplicamos en la vida cotidiana debe ser norma de conducta en la esfera pública. Espero saber explicarme.

Ofensas, claro que hay, las ha habido y las habrá. Pero no hagamos el juego a los ofensores mostrándoles nuestra fina piel de ofendiditos. Obviamente, siempre queda el amparo individual ante los tribunales, pero incluso este debe ser el último recurso. En esta, como en tantas cosas, se echa de menos una actitud adulta o madura

Para comenzar y como es obvio, una de las características que distinguen a la democracia de la dictadura o la tiranía es la admisión de la crítica a todos los niveles. Una famosa novela de Milan Kundera, La broma, toma como punto de partida, como ya también indica el propio título, la burla (por otro lado bastante ingenua) que hace el protagonista del régimen socialista instaurado en su país. Cuanto más pétreo es el sistema político, más solemnidad y menos bromitas. La risa y hasta la simple sonrisa cuestionan el poder y se convierten en elementos subversivos. Un amigo mío solía decir: “ya que no podemos con Franco, riámonos de él”.

El recurso humorístico tiene una larga tradición en todas las culturas y bajo los más variopintos sistemas. Confieso que si algo me sorprende de las controversias actuales es el desconocimiento supino que muestran buena parte de los participantes sobre este particular, como si fuera un problema de hace un par de años a esta parte. El llamado adanismo, que mejor debería denominarse simple ignorancia, es un mal que afecta a nuestro mundo hasta extremos sonrojantes. ¿Les sonarán a estas gentes los nombres de Quevedo, Góngora o los ingeniosos epigramistas del Siglo de Oro? Por cierto, también algunos de ellos pagaron con la cárcel su osadía.

Se trata, por decirlo ya francamente, del problema de las funciones y límites del humor, que en este plano se fusiona hasta confundirse con los límites de la crítica. ¿Hasta dónde se puede llegar? ¿Debe haber limitaciones? En caso afirmativo, ¿quién las marca? Si no, ¿todo vale? Algunas de estas cuestiones nos interpelan hoy con la misma contundencia de antaño. En otros aspectos, las coordenadas actuales son bien diferentes: así, por ejemplo, en lo relativo a los conceptos caballerescos de honor u honra, por citar un elemento que hoy paradójicamente podría constituir motivo de cachondeo suplementario.

Pero fíjense en que esta última alusión es particularmente significativa del simple trastrueque de roles que antes apunté: mientras que en el ámbito masculino la protesta honorable (“¡Exijo una satisfacción!”) está en franco retroceso, una progresista militante como nuestra ministra Irene Montero no duda en interponer una demanda ante los tribunales en defensa de su honor por unas coplillas que han mancillado su impecable trayectoria feminista. Complementariamente, muchos cómicos adscritos a un paradójico multiculturalismo radical exigen para otras religiones un respeto inversamente proporcional al que dispensan al credo católico.

El baremo que muchos usan para calibrar el respeto debido a sus personas, costumbres e ideas no solo es distinto sino opuesto al que emplean para los demás. Esto sucede en todos los campos ideológicos y recalco lo de todos porque las excepciones vienen representadas solo por las individualidades tolerantes que se hallan también en todas partes. Abundan hoy día las agrupaciones que al socaire del progresismo, la igualdad o una secular discriminación han conseguido blindar sus proclamas e incluso su más que sectaria praxis, en un ejemplo sangrante de esta ley del embudo. Cada vez en mayor medida no nos permitimos (¿autocensura?) una broma contra esos colectivos –feministas, gitanos, discapacitados, homosexuales y un largo etcétera-.

Es verdad que la broma rara vez es ingenua o incluso inocente. El humor de verdad jamás lo es. A su vez, complementariamente, debe reconocerse que también a menudo el agravio gratuito y rencoroso se intenta travestir de humor para legitimarse, cuando no pasa de ser mera ofensa y deliberada provocación. Entonces, cuando el agredido reacciona, le colgamos el calificativo despectivo de ofendidito. ¿Han reparado en que, curiosamente, el ofendidito siempre es el otro? Como en los monólogos de Gila, detectamos en los otros poco sentido del humor, no como aquel padre al que le habían matado el hijo, pero… ¡lo que se había reído!

Así las cosas, el problema desde mi punto de vista no radica tanto en establecer los límites del humor como en determinar la función, alcance y horizonte de la crítica para que esta no se convierta en simple insidia. El humor juega sus bazas necesariamente en un contexto preciso, no tiene sentido más que en unas circunstancias determinadas. Incluso la provocación humorística se atiene a esas normas, solo que juega a romperlas, como pasa con el humor negro. En cambio, la crítica ofensiva no reconoce más referencia que ella misma y la consecución de su objetivo destructor, al que supedita todo lo demás.

Pese a ello, la respuesta democrática no puede consistir en acallarla, determinación que por otra parte sería tan ingenua o absurda como ponerle puertas al campo. ¿Alguien cree por ejemplo que cuando Willy Toledo se ufana públicamente de cagarse en Dios y de que le sobra mierda para la Virgen está haciendo un simple ejercicio humorístico? Y así, cientos o miles de individuos y colectivos que se amparan en la libertad de expresión y en el supuesto sentido del humor para herir o socavar sensibilidades y creencias distintas a las suyas. Pero eso sí, cuidadito con que esas bromas o descalificaciones vayan contra la corrección política que defienden. ¡Ah, entonces los ofendidos (¿ofendiditos?) son ellos!

En determinados países está prohibido sostener determinadas posiciones ideológicas y políticas, como el llamado negacionismo. Tomando ese modelo, no han sido pocas las iniciativas de algunas democracias para sancionar legalmente algunas opiniones, como ahora quieren hacer aquí con la llamada apología del franquismo. El problema de prohibir lo que no nos gusta es obvio, que tarde o temprano termina golpeándonos a todos. Aparte de ello, en una sociedad como la que vivimos la provocación deliberada resulta siempre rentable en términos de impacto mediático.

Ofensas, claro que hay, las ha habido y las habrá. Pero no hagamos el juego a los ofensores mostrándoles nuestra fina piel de ofendiditos. Obviamente, siempre queda el amparo individual ante los tribunales, pero incluso este debe ser el último recurso. En esta, como en tantas cosas, se echa de menos una actitud adulta o madura. Ahora determinados colectivos se quejan con frecuencia por supuestas ofensas y piden la protección de los poderes públicos que, por supuesto, acuden solícitos a prestarla (si el denunciante es afín). Así, poquito a poco, casi sin darnos cuenta, vamos limitando nuestro ámbito de libertad, delegando nuestra responsabilidad individual en ese Estado paternal que tanto nos quiere y nos cuida. Y, por supuesto, que hace todo ello por nuestro bien.

Foto: Engin Akyurt

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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).