La reciente aparición del libro de Andreu Navarra Ortega y Gasset y los catalanes (Fórcola) es un buen motivo para reflexionar sobre uno de los aspectos cardinales del planteamiento nacionalista. Me refiero a ese que convierte en un absoluto la pulsión nacionalista. Las naciones son el hecho natural por antonomasia. Todos en el fondo somos nacionalistas, pues se trata de una aspiración inherente al ser humano por el hecho de serlo. Por tanto, lo racional y, por supuesto, democrático sería el respeto de cualquier nacionalismo, porque todos los sentimientos nacionales tienen el mismo derecho a existir.
De acuerdo con esas premisas, las proclamas sedicentemente antinacionalistas se hacen en virtud o defensa de un nacionalismo alternativo. Por concretar ya en el asunto que nos va a ocupar, si Ortega y Gasset se opuso al Estatuto de 1932 y a la autonomía catalana en general, ello solo pudo ser por una razón fundamental: el filósofo madrileño era un nacionalista español. No podía entender –literalmente hablando- que hubiera otra nación que España. En su caso, con un agravante: era un nacionalista español de tintes explícitamente castellanistas (Castilla hizo a España y Castilla la deshizo).
De ahí a hablar de un Ortega prefascista o protofascista hay un paso y, de hecho, esa es la tesis de algunos analistas como Anselmo Sanjuán. Debo apresurarme a aclarar que no es el caso de Andreu Navarra ni del libro que me sirve como referencia, que es obra ponderada en líneas generales, bien documentada y muy respetuosa –en el más completo sentido de la palabra- con todos los planteamientos ideológicos. Pero pese a ello o precisamente por ello, transita sobre algunos sobreentendidos o lugares comunes que resultan reveladores de los complejos y equívocos que operan en el escenario hispano cuando se abordan tales asuntos.
De todos los prohombres de aquel momento histórico, probablemente era Ortega uno de los que menos ilusiones se hacía acerca de la capacidad para solventar ‘de una vez para siempre’ el problema de la organización territorial del Estado
Para empezar sorprende el título. No es “Ortega y el problema de Cataluña” o, lo que sería más exacto, “Ortega y los catalanistas”, sino Ortega y Gasset y los catalanes, contribuyendo así a esa distorsión, tan usual como poco inocente en nuestro ámbito político, de tomar la parte por el todo. Como cuando se dice “grupo catalán” o “minoría catalana” para designar a los diputados o senadores catalanistas, como si ellos representaran a toda Cataluña o como si no tuvieran derecho a ser considerados catalanes los que no son catalanistas.
Aunque el autor del libro, como he dicho, intenta ser ecuánime, comparte en sus líneas esenciales ese substrato ideológico tan extendido en nuestro ámbito progresista o en la simple corrección política, según el cual toda objeción -o mera matización- a la intrínseca pluralidad de las Españas le convierten a uno de los sospechosos habituales, ya saben. Por tanto, si Ortega no reconocía el hecho diferencial catalán se colocaba a sí mismo ya como punto de partida en una posición casi insostenible, esa que merece la reprobación usual de centralista, autoritario, reaccionario o españolista.
De nada vale que el filósofo hable de “la redención de las provincias”, de la necesaria descentralización o incluso de regionalismo. No, no es suficiente, nunca será suficiente. Advierte Navarra: “que nadie dude de que Ortega es un nacionalista castellanista”. Su nacionalismo será “dinámico, integrador, pero no suave: Castilla ha de mandar”. Ya comprenderán que no puede haber rescate de ese pecado original. En el mejor de los casos podrá decirse que Ortega será un gran filósofo, pero mal historiador y peor político: al no entender la pluralidad ibérica, simplemente no entiende España.
Más aún, el nacionalismo orteguiano es tan rancio que ni siquiera reconoce, al modo de Azaña, por ejemplo, la existencia de un “problema catalán”. Es verdad, para él no hay en puridad espacio para un problema catalán distinto o desgajado del auténtico problema que integra todo lo demás, el problema de España. Y el problema de España no es el reconocimiento de los hechos diferenciales sino todo lo contrario, las tendencias centrífugas que él denomina particularismos, compartimentos estancos, disgregación, insolidaridad. O el término clave: invertebración.
Frente a los nacionalistas en general y los catalanistas en particular, que reivindican la identidad y la autonomía (hoy podríamos traducir por autodeterminación e independencia), Ortega pone el énfasis en la integración. Integrar voluntades, recursos y aspiraciones en un gran proyecto nacional, ese es el gran objetivo orteguiano. El filósofo acepta la diversidad regional pero a ese nivel, es decir, no para competir de tú a tú con el Estado sino para someterse a él en aras de un ideal superior que redunde en beneficio del conjunto de catalanes, vascos, castellanos, andaluces, etc., o sea, los españoles.
Sin duda el planteamiento orteguiano era, como todos, hijo de su tiempo. Él le llamaría con más propiedad prisionero de su circunstancia. El papel preponderante que asigna a Castilla es en gran medida un reflejo fiel del diagnóstico que se hacía en su momento del mal de España, corregido y aumentado en su caso por un elitismo que era piedra angular de su cosmovisión histórica, social y política. La decadencia hispana procedía en su opinión directamente de la abdicación del papel rector que debían desempeñar las elites. Ese papel correspondía a Castilla, pero Castilla había fallado en su cometido.
Los nacionalismos alternativos en el solar ibérico habían surgido como consecuencia de la debilidad de la cabeza rectora, esto es, del Estado. La propensión de aquellos al poder soberano delataba precisamente esta carencia de liderazgo efectivo. Pero por eso mismo el surgimiento y las exigencias de proclamas regionalistas no constituían un mal absoluto, sino un aldabonazo a la conciencia nacional. Las reclamaciones regionales tenían que sacar a Castilla de su modorra y al Estado de su impotencia. Si esto es ser nacionalista español, es obvio que Ortega lo era hasta la médula.
Ahora bien, si con la perspectiva y sensibilidad actuales, atemperamos por un lado el elitismo y corregimos por otro el castellanismo un tanto pedestre de nuestro filósofo, tendríamos que desembocar en una constatación difícilmente discutible: que en el famoso debate parlamentario del Estatuto de autonomía catalán del año 32 Ortega llevaba más razón que Azaña e incluso, me atrevo a decir, que la mayoría de los políticos e intelectuales de aquellas Cortes. Tenía razón en su momento y la que entonces no tenía, el tiempo (es decir, todo lo que sucedió después, en especial en el año 34) se la terminó dando.
De todos los prohombres de aquel momento histórico, probablemente era Ortega uno de los que menos ilusiones se hacía acerca de la capacidad para solventar de una vez para siempre el problema de la organización territorial del Estado. De una vez para siempre, ¿recuerdan? Eso mismo se dijo tras la muerte de Franco, con la Constitución del 78, con los diversos Estatutos de Autonomía y con las sucesivas reediciones de estos. Siempre la misma ilusión, aquella que brillaba por su ausencia en las palabras clarividentes del filósofo: de solución, nada. Lo máximo que cabe esperar es la conllevancia.
Otra cosa distinta es si ese -llamémosle- pesimismo orteguiano se lo puede permitir un político en ejercicio. Es probable que no y, desde luego, si es uno como los de nuestros días, rotundamente no. En cualquier caso, todos los rasgos sucintamente apuntados delatan a un pensador que se enfrenta a un problema político con un sofisticado utillaje intelectual. Ortega, obviamente, no acertó en todo, pero desde mi punto de vista sí en lo esencial. Sus cautelas y reservas con respecto a las fuerzas centrífugas estaban bien fundamentadas. Comprendo que incluso hoy el militante catalanista necesite caricaturizarlo como otro nacionalista militante. Ya lo dice el refrán: piensa el ladrón que todos son de su condición.
Imagen: Ortega y Gasset