He parado con mis huesos en una remota isla del Atlántico para descansar del confinamiento. Ya no puedo más. Me veo impedido en continuar la grotesca farsa de proteger a la humanidad quedándome en casa. Ni que fuera un superhéroe, ¡carajo! Me valgo con perdonarme a mí mismo. Ahí os quedáis. Me revelo ante el rancio puritanismo de esos que aplican la Ciencia como si fuera un libro de instrucciones y contra la demencia social de tener que ser superhéroes por decreto. Leo a Ovidio y creo reconocerme en su causa. Pobre desgraciado. Favorecido por los más grandes del Imperio vió su influencia truncada tan pronto arremetió en Ars Amatoria contra los rectos principios del Emperador. Exiliado a lo más recóndito del Imperio su soledad se vió acrecentada ante el descrédito de las costumbres bárbaras. Al igual que él, aquellos que oponemos con nuestro pensamiento, palabra y obra las sacrosantas estupideces del confinamiento vemos nuestra gracia aplaudida por los pocos y defenestrada por los muchos.
Así me ví y aquí nos vemos. Veinte segundos me dura, sin embargo, el éxtasis. El tiempo de poner pie en tierra es suficiente para darme cuenta que de lo que creía escapar me persigue; y aún peor, me encuentra. En algo, sin embargo, nos diferenciamos del viejo Ovidio. El primero se sabía exiliado a pesar de desconocer las tormentosas razones de su desgracia, nosotros aspiramos a conocer bien los motivos, y nos creemos, en cambio, “normalizados” (lo más perverso de este lockdown no es su extensión cuanto que una vez que todo esto acabe no nos merezca regresar a la vida anterior).
Este exilio hacia adentro no es contra el mundo, como podría parecer, sino contra nosotros mismos. Nos exiliamos de la dignidad ante el moribundo, del encuentro con el extraño, de la libre expresión de nuestros rostros y de cualquier empresa que nos proyecte hacia el mañana
El poeta podía hallar consuelo a veces exhortando clemencias en favor de su inocencia y en otras cínicas sacudidas como esa que le propina al Emperador “¿Dónde está la alegría de clavar tu acero en mi carne muerta?”. Nosotros, en cambio, hemos convertido el destierro en un refinado auto-exilio de Doritos y Netflixt lo que al desgaste natural de tal combinación se le añade la censura auto-impuesta de tener que disfrutar con aquello mismo que nos embrutece. Ni el mismísimo Dante acompañado de Virgilio hubiera soñado un infierno tan bien hecho.
Miro a mi alrededor y no encuentro vías de escape. Incluso la minúscula isla me parece un psiquiátrico de mascarillas y miradas inquisitoriales. Las preocupaciones que amenazaban mi buen ánimo encuentran energía renovada en el océano. Lo peor es esa sensación de ansiedad de no encontrar ningún espacio donde recuperar la entera humanidad ¡Quiero volver a ser persona! El futuro se congela y con ello el pasado queda atrapado en una vorágine destructiva de remordimientos y secuelas. No debería haber hecho esto, quizás hubiera sido mejor concentrarme en aquello; todo un disparate emocional con el fin de resistirse uno a verse disuelto en la más angustiosa de las incertidumbres. Por eso la voluntad humana cabizbaja tiembla incapaz de sobreponerse al estallido de indecisiones que nublan el día a día. La ansiedad, que hoy es la causa más recurrente de las consultas psiquiátricas, no es más que la voz del espíritu pidiendo auxilio.
Los clásicos hicieron uso de la tragedia para recordarnos que el miedo no evita la muerte sino la vida. Para ello nos acostumbraron al consuelo aunque la diferencia se hace hoy notable entre el poeta y nosotros. Nuestro exilio no se entiende hacia afuera como le ocurrió al bueno de Ovidio sino hacia adentro. Muchos se pavonean confiados en que el aislamiento social es un ejercicio de solidaridad humana (yo me cuido, yo te cuido); pero no es cierto. Es un ejercicio de los humanos por despojarnos de nuestra humanidad; de convertirnos en un trozo de carne que busca por medio de la inmolación evitar lo inevitable llevándose por delante cualquier rastro de decencia. El cuerpo apela a la supervivencia. Él no espera mejorarse, se basta con estar sano. El espíritu es inconformista aspira siempre a lo mejor y encuentra en ello su propia felicidad. El cuerpo obedece y el espíritu se revela. Al corporeizar la sociedad solo conseguimos atraer hacia nosotros la filosofía de la obediencia; esa desnaturalización de la cosa pública que implica dar gracias donde se debería exigir ¿O es que esto no ocurre cuando se insinúa la instauración de la renta mínima donde el ciudadano ve perdido todos sus derechos cuando se cree infeliz de ganarlos? La condescendencia de la autoridad (favorecida por el clamor popular) subvierte el ejercicio racional de las normas dejando al ciudadano desprotegido ante la arbitrariedad del poder.
Este exilio hacia adentro no es contra el mundo, como podría parecer, sino contra nosotros mismos. Nos exiliamos de la dignidad ante el moribundo, del encuentro con el extraño, de la libre expresión de nuestros rostros y de cualquier empresa que nos proyecte hacia el mañana. Los planes se retuercen en un eterno ahora y sin posibilidad para recular aunque solo sea un minúsculo instante de nuestra vida, se esfuma cualquier posibilidad de esperar que algo bueno o malo nos sobrevenga. Y ya me dirán ustedes qué queda del hombre sin esperanzas. Una cáscara vacía, un libro sin lectores, una verdad en minúsculas. Nuestro poeta lo sabía muy bien al advertirnos que incluso allí donde no se ve tierra por ningún lado, la esperanza evita que el náufrago desista de mover sus brazos. Levanto la vista del ordenador y el único horizonte que diviso es la espesa niebla de la mañana posada sobre la mar. Sobrevivamos a toda costa y no nos quedará nada con lo que celebrarlo.
Antonini de Jiménez, Doctor en Ciencias Económicas.
Foto: Ansgar Scheffold.