En estos días de dolor, desesperación y angustia, en los que quizá algunos de los lectores de Disidentia tengan ya a hermanos, padres, hijos, amigos o conocidos enfermos o, incluso —ojalá que no— alguno haya pasado por el duro trance de perder a un ser querido, no está de más que recordemos las sabias palabras de Pascal, filósofo del siglo XVII que supo aunar en su obra filosófica dos aspectos de la condición humana que muchos han querido presentar como antitéticas: el sentimiento y la racionalidad. Y es en estas horas oscuras que hemos de aferrarnos a esa doble naturaleza que nos configura como lo que somos: seres sintientes y racionales.
En su obra póstuma Pensamientos Blaise Pascal establece una bella analogía entre el ser humano y una caña. Ambos son muy frágiles, pueden quebrarse muy fácilmente. No es necesario, como dice Pascal, que el universo entero se conjure para aplastar una criatura tan lábil, como decía Ricoeur. “Un vapor, una gota de agua son suficientes para aplastarla…”. En estos días diríamos que un microscópico agente infeccioso que necesita de otros seres vivos para replicarse es capaz de poner patas arribas los fundamentos del orden social, económico y político del planeta tierra. Junto a esta afirmación tan pesimista como sincera, Pascal añade un matiz a su desoladora descripción de la naturaleza humana. El hombre es una caña, pero es también una caña pensante. Esta racionalidad del hombre le otorga una dignidad muy superior a aquello que es capaz de matarlo. El ser humano puede saber que es una criatura finita. Conoce pues su condición, lo que le otorga diríamos una ventaja estratégica frente al universo que no lo sabe.
Nuestra condición de seres sintientes nos hace admirables. Somos capaces de sacrificarnos, incluso en nuestra propia vida, por ayudar a aquellos que sentimos cercanos. De hecho, en tiempos de grandes catástrofes en la mayoría de nosotros se amplía lo que el filósofo Richard Rorty llamaba la lealtad hacia nuestros semejantes, y que según él está en el origen de nuestros juicios morales. Por empatía somos capaces de hacer cosas heroicas por nuestros semejantes. Así, en estos días nuestras vidas de llenan de héroes anónimos que actúan de una manera desinteresada, poniendo en riesgo su propia vida por los demás; sanitarios que acumulan inagotables jornadas de trabajo en condiciones verdaderamente difíciles y que sin embargo nos traen un pequeño rayo de esperanza en medio de tanta desolación; vecinos que se acuerdan de sus congéneres de mayor edad y a los que intentan ayudar haciéndoles la compra o simplemente dedicándoles parte de su tiempo en conversaciones telefónicas o a través de otros medios telemáticos; miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado que exponen su salud patrullando nuestras ciudades en labores de desinfección y asegurando que el confinamiento se ajusta a lo dispuesto por las autoridades.
Ciertos medios de comunicación, instigados desde el poder político responsable de este caos organizativo que está amplificando la pandemia, trasmiten la consigna-excusa con la que exonerar al Gobierno de cualquier responsabilidad pasada, presente o futura
Algunos periodistas que informaron de lo que se nos venía encima cuando hacerlo era exponerse a la mofa general, y que lo siguen haciendo con la mayor profesionalidad, alejándose de la tentación amarillista que busca rentabilizar las grandes tragedias en forma de incrementos de la audiencia. Periodistas que no temen decir la verdad de lo que está ocurriendo pese a que eso suponga estar sujetos a críticas provenientes de otros compañeros de profesión, para los cuales el periodismo se reduce a ser una mera correa de trasmisión de las consignas de la autoridad política de la que depende en último término su sustento.
Junto a esta faceta sintiente también en nosotros mora una racionalidad que hace que seamos esas “cañas pensantes” a las que se refería Pascal. Tenemos en nuestra mano tomar conciencia de nuestra propia finitud y hacer que el sacrificio de muchos de nuestros congéneres no sea baldío. Tenemos no sólo la posibilidad sino el deber de cambiar nuestra percepción de la realidad. Debemos cambiar nuestra mentalidad, adquirir consciencia de la fragilidad de nuestra existencia. Abandonar los discursos políticos que nos infantilizan y nos enfrentan por razones espúreas. Exigir que nuestros políticos sean unos servidores de la res publicae y no unos meros vividores de la cosa pública. Debemos permanecer atentos para evitar que la propaganda y la mentira oculten las responsabilidades políticas e incluso penales de lo que está sucediendo. Ciertos medios de comunicación, instigados desde el poder político responsable de este caos organizativo que está amplificando con su incompetencia la pandemia, trasmiten la consigna-excusa con la que exonerar al Gobierno de cualquier responsabilidad pasada, presente o futura.
La crisis sanitaria era imprevisible, de forma que cualquier intento de exigir alguna responsabilidad por lo ocurrido incurriría en lo que en la epistemología se llama un sesgo retrospectivo. Que traducido a un lenguaje llano y fácilmente comprensible, tal y como se muestra en el refranero popular, quiere decir: “ a toro pasado, todos adivinos”. Según esta explicación epistémica cualquier análisis retrospectivo de lo que es imprevisible es ventajista, espúreo y epistémicamente inaceptable. Ahora que el comisariado informativo, servil al gobierno incompetente y falaz, saca a colación la teoría del conocimiento para tapar sus vergüenzas, no está de más acudir a dos clásicos. Uno Maquiavelo, lectura de cabecera según parece de un vicepresidente tan arrogante como incompetente. El otro un autor inglés del siglo XIX al que ya me he referido en un post anterior, William Kingdom Clifford
Maquiavelo en un célebre pasaje de El Príncipe, que a buen seguro el señor Iglesias conoce a la perfección, analiza cual es la mejor forma de hacer frente a la fortuna, ese elemento imprevisible de la acción política que puede dar al traste con los más ambiciosos planes políticos. Según el pensador florentino hay quienes piensan que estando gobernado el mundo por el azar y por Dios, los hombres, por mucho que se apliquen en ejercer la virtud política de la prudencia, jamás podrán impedir que el azar gobierne nuestro destino. El propio Maquiavelo reconoce haber sucumbido a dicha tentación en algunos momentos de su vida. Sin embargo, el florentino admite que la historia, magister vitae en la tradición latina, le ha enseñado que el azar no anula completamente nuestra voluntad. Que es posible que el “azar sea el árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero la otra mitad, o casi, nos es dejada a nuestro control”. Maquiavelo compara los efectos catastróficos de la fortuna con los efectos destructores de unas riadas torrenciales para las que no se han previsto diques de contención. De la misma manera con la fortuna ocurre algo semejante. Cuando no hay una virtud preparada y ejercitada para hacerla frente, dicha fortuna dirigirá su acción especialmente destructora hacia donde “sabe que no se han construido espigones y diques para contenerla”.
William Kingdom Clifford en la Ética de la creencia analiza las implicaciones éticas que tiene el formarse creencias erróneas sobre la realidad. En concreto en su célebre escrito comienza proponiendo un ejemplo ficticio de un armador de un navío, que consciente del mal estado en el que éste se encuentra, decide no obstante permitir que éste salga a navegar. Como consecuencia de su falta de diligencia epistémica se produce una gran tragedia, con un gran número de víctimas. Con este ejemplo Clifford nos avisa de que nuestras creencias distan de ser algo tan ingenuo e inocente como pensamos. En determinadas circunstancias formarse según qué opiniones tiene trágicas consecuencias. Cuando ciertos políticos, comunicadores o supuestos expertos contribuyeron con su frivolidad y falta de diligencia epistémica a que la opinión pública se forjara creencias superficiales y temerarias sobre el COVID19 contribuyeron en buena medida a que, como dice Maquiavelo, el COVID-19 desplegara su acción destructiva especialmente en aquellos sectores de la sociedad más vulnerables.
En estos momentos de grave crisis no se exige de la mayoría de nosotros grandes muestras de heroísmo. Nuestro cometido no va a consistir en diseñar planes de contención de la expansión del virus, encontrar una vacuna que inmunice a la mayoría de la población de futuras amenazas provenientes del COVID-19, ni tampoco en interminables jornadas laborales intentando que el país no colapse o en sanar al mayor número posible de infectados. En nosotros, como cañas pensantes que somos, radica la responsabilidad de actuar como seres racionales y sintientes. Ejerciendo la solidaridad con nuestros semejantes y no haciendo dejación de nuestra racionalidad, ya sea dando pábulo a bulos malintencionados o admitiendo la exoneración de quienes han cometido gravísismos errores.