Tras el decepcionante resultado obtenido por el PP en las recientes elecciones, abundan las hipótesis sobre cuáles han podido ser las causas de tamaño desajuste entre expectativas y resultados. En lo que sigue, trataré de apuntar algunas consideraciones que entiendo merecerían atención por los responsables del partido si es que, como sería exigible, abordan un análisis riguroso del asunto que, en buena lógica, debiera conducir a modificar muy a fondo algunas de las premisas políticas sobre las que el PP parece edificar su actuación.
El primer punto tendría que referirse, de forma necesaria, a una circunstancia difícilmente discutible, a saber, que el PP no conoce de manera suficiente la realidad política sobre la que opera, pues, de conocerla, no habría cabido un error de apreciación tan grave que, de manera obvia, ha afectado al planteamiento mismo de la campaña (la famosa “derogación del sanchismo”) y, desde luego, a varias de las iniciativas de propaganda sobre las que se ha desenvuelto, además de que ha establecido una base común en la que resultaba muy difícil cualquier diferenciación de Vox y potenciaba los efectos negativos que esa identificación podría tener, y ha tenido, entre aquellos electores a los que se quería ganar recordando que Feijóo había votado en 1982 a Felipe González.
Se trata, en el fondo, de atreverse a promover mejores ideas que el adversario, de mostrar piedad por los que más sufren, de prometer y practicar una ética más exigente que fortalezca la esperanza en nuestra capacidad para labrar un futuro atractivo
Para empezar por lo más obvio, el PP se ha aconsejado de expertos sociológicos y electorales muy poco objetivos y, al fiar en ellos, se ha equivocado de manera grave. Como no es la primera vez que esto sucede, cabe preguntarse si en algún momento cesará esta apuesta nefasta para los intereses del partido. Con ser esto grave, no es lo más importante. Al abordar una operación tan rotundamente “anti”, el PP ha cometido dos errores muy graves, uno de apreciación y otro de estrategia. Los resultados electorales pueden leerse sin demasiado esfuerzo de la siguiente manera: “no hay en la sociedad española la poderosa ola antisanchista en la que el PP pensaba afianzar su éxito” de forma que esa llamada a los votantes se basó en un supuesto sociológico falso y ha tenido, además, el no pequeño mérito de movilizar a aquellos adversarios que tal vez podrían haberse quedado en su casa con una campaña no tan agresiva para sus convicciones e intereses.
El PP no ha sabido advertir que ese tono no es el que más convenía para derrotar a un rival herido, pero no muerto, lección que la derecha ya debiera haber aprendido por los muchos casos en que esa precaución se había mostrado muy oportuna. Si a la izquierda le conviene la tensión y los cinturones sanitarios, tal vez sea porque al centro y a la derecha no le va bien ese clima. En este punto la derecha ha renunciado, además, a utilizar la importante virtud cívica que nace de la tolerancia liberal e invita a no exacerbar los ánimos ni los extremos, a hacer política, conversación y convivencia en lugar de dedicarse al “no es no” y a los preparativos de guerra. No se quiere decir, de ningún modo, que haya que perdonar los errores del adversario, sólo que si no se exponen de manera persuasiva se puede producir un efecto rebote nada aconsejable.
Que el PP pueda equivocarse de este modo acerca de la sociedad en la que vivimos deriva de que siendo una máquina muy extensa, compleja y diversificada funciona casi en exclusiva como un ingenio muy centralizado que genera órdenes, pero es muy ineficaz para recibir información sobre lo que en verdad preocupa a sus votantes. Sirve muy bien para poner a los más beligerantes en orden de batalla, pero no sabe aprovechar la información que podría obtener de una red tan abundante y diversificada en la que predominan las personas menos excitables con la promesa de una victoria. Como me decía un afiliado recordando el lamento de Larra, militar en el PP es para ponerse a llorar.
No haber ocupado ni un minuto en hablar de los problemas que de verdad afligen a sus votantes, y a los que podrían serlo, como la brutal subida de la vida, el empobrecimiento real de nuestras economías, la falta de perspectivas de empleo y creación de empresas productivas, los abusos administrativos, bancarios y de grandes empresas, el deplorable rendimiento del sistema educativo, los agujeros de la sanidad, etc., ha contribuido a que los electores vean al PP como una organización que va a lo suyo (“ganar, ganar y ganar” como decía Luis, el genio de Hortaleza) mientras se desentiende de cualquiera de los asuntos que el CIS, y ahí no marra, muestra una y otra vez como principales preocupaciones de los españoles.
Esa falta de atención a sus bases ha llegado a ser gravísima en territorios tan importantes como Cataluña o el País Vasco en los que el PP se ha convertido en una pequeña oficina delegada de Génova, incapaz, por tanto, de inspirar la menor política interesante para sus conciudadanos. Este fenómeno es consistente, además, con la tendencia del PP a convertirse en una federación de partidos regionales, de forma que la efectividad real de un PP nacional ha tendido a quedar convertida casi en pura tramoya, como se ha visto, por cierto, en la caótica gestión de los pactos regionales.
Al conjunto de personas que alguna vez ha votado al PP, que ha llegado a superar los diez millones de votos en varias ocasiones, les mueven ideas comunes, pero también intereses diversos y si el partido no sabe elaborar unas políticas que sean capaces de recoger un denominador común de esa rica pluralidad se verá condenado a perder parte importante de esos votos, unas veces por la derecha, otras por el centro. Lanzarse a capitanear una supuesta ola de rechazo a Pedro Sánchez no ha sido un gran acierto no solo por la cortedad del resultado sino porque a los electores les seducen más las propuestas positivas que las tareas de derribo y no todos quieren ganar a cualquier precio, sino saber las razones por las que ha merecido la pena pelear el voto sin limitarse al intento de sacar al adversario del terreno de juego.
Hacer una política de propuestas razonables, bien testadas y mirando al futuro es una opción que vale para ganar y, aunque pueda perder, va edificando una cultura sólida que es algo más que rechazo o pura negatividad, algo más que la apuesta enérgica por la victoria a cualquier precio. Se trata, en el fondo, de atreverse a promover mejores ideas que el adversario, de mostrar piedad por los que más sufren, de prometer y practicar una ética más exigente que fortalezca la esperanza en nuestra capacidad para labrar un futuro atractivo. Nada de eso puede hacerse si se ignora cómo son los españoles de hoy y qué cabe esperar para la patria común, de la que nadie puede ser excluido sin merma grave para todos.
Foto: Towfiqu barbhuiya.