La idea de que los partidos políticos puedan tener democracia interna es discutida por muchos politólogos en la medida en que sea cual sea el régimen interno de un partido lo que ocurre dentro de él no está sometido al mismo tipo de garantías que protegen, o al menos lo intentan, las democracias liberales de la época contemporánea. De hecho, hay dos argumentos muy fuertes contra la idea misma de democracia interna, el primero es la queja casi continua que emana de los partidos mismos, el segundo es la evidencia de que no cabe pensar que dentro de los partidos existan a su vez otros subpartidos que, por idéntico motivo, debieran permitir subpartidos aún menores para organizar democráticamente sus elecciones internas, lo cual plantearía una especie de circulo vicioso.

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La doctrina constitucional y el buen sentido exigen, sin embargo, que los partidos sean internamente democráticos, es decir que demandan algo que puede parecer casi imposible y es, en todo caso, un ideal fácil de traicionar en la práctica. Lo único seguro en política es que, al final, siempre mandan unos pocos, lo mismo en las naciones que en los partidos. Lo que se suele llamar la ley de hierro de las oligarquías, advierte sobre la dificultad de las fórmulas que garanticen ese ideal democrático. Sólo una conducta ética y liberal de los dirigentes y los militantes puede conducir a que los partidos cumplan con eficacia su función representativa y no se conviertan en bunkers tras los que se parapetan los dictadores más o menos habilidosos y sus guardias pretorianas.

La falta de democracia interna empobrece la capacidad de análisis de los partidos que acaban por limitarse a repetir slogans vacíos y avejentados, sin la menor capacidad de suscitar entusiasmo

Los que mandan en los partidos tienden a hacer que su poder sea indiscutible y eterno, cosa que choca directamente con la legítima ambición de los que aspiran a dirigir y reorientar el partido y que no tiene nada que ver con la idea esencial a cualquier democracia que es la de que quien lo haga mal pueda ser pacíficamente destituido… y a probar otra cosa.

La democracia interna es un ideal, pero no puede considerarse un imposible porque lo que ocurriría en ese caso es que convertiríamos a los partidos en bandas de la porra, cosa que no disgustaría mucho a unos cuantos que todos tenemos en la cabeza y no es necesario dar ejemplos. Como se trata de un ideal su realización admite grados y es más fácil ver lo que ocurre cuando no existe en absoluto, o cuando ese ideal se oscurece por carencias muy obvias, que definir en forma precisa el modelo.

Lo primero que ocurre cuando no existe democracia interna es que el partido se convierte en un mito, se absolutiza su realidad para condenar a los infiernos a cualquier adversario externo (¡son fascistas!, ¡quieren acabar con el progreso! ¡son enemigos de la humanidad!) y echar por la borda a cualquier discrepante interno (¡quieren destruir el partido! ¡están trabajando para el enemigo!, ¡son traidores!). Lo primero que se nota en un partido en el que falta democracia interna es que no hay órganos de control, que no se respetan los estatutos y que el debate que debiera dar vida al partido y permitirle ganar apoyos cada vez más amplios se sustituye por una fidelidad cerril y fanática a lo que diga el líder y las cohortes que lo rodean.

El incremento del fanatismo es el primer resultado de que la democracia interna desfallezca. Con ello se empobrece el debate social, se fomenta la polarización y la política se reduce a la aniquilación del adversario, es decir que la falta de democracia interna en los partidos se traduce en la pérdida de vitalidad de la democracia misma, y acaba arruinando las posibilidades de que la política se convierta, como debería, en un factor de bienestar, riqueza y libertad. Cuando el fanatismo se convierte en virtud no se trabaja por la convivencia, sino que se propicia la guerra, el discrepante es un enemigo y debería ser aniquilado.

Los partidos pierden representatividad cuando se olvidan de cultivar la democracia interna. En lugar de estar abiertos a la realidad, a lo que sus electores sienten, piensan y quieren, se convierten en una especie de maestros Ciruela (el que no sabía leer y puso escuela) y se empeñan no en representar, que es su función principal, por eso se habla de democracias representativas, sino en dictar a la sociedad lo que debe pensar. Así acaban siendo una especie de agencia de publicidad de sus ocurrencias (y de sus gilipolleces que suelen abundar más) y se dedican a emporcar las redes sociales, a hacer caricaturas de todo lo que no comparten, y acaban por comportarse como idiotas atrevidos.

Cuando un partido cae en el cesarismo, en la fidelidad perruna al líder y a sus lindezas, se reduce a ser una oficina de agitación y propaganda, que puede ser muy aplaudida por sus fanáticos, pero es despreciada por las personas que consiguen conservar la cabeza sobre los hombros. Lo que acaba sucediendo es que el partido pierde cualquier credibilidad, como ha ocurrido recientemente, por ejemplo, con los sindicatos que apenas han sido capaces de llevar a la calle a unos pocos cientos de personas cuando pretendían protestar nada menos que contra los que proponen la congelación de las pensiones: no les han creído ni sus propios empleados, los famosos liberados sindicales.

Aduzco el ejemplo de los sindicatos porque lo que ocurre en los partidos sin democracia interna es que acaban siendo partidos de empleados, como los llamó Manuel Jiménez de Parga, es decir partidos sin la menor vitalidad ni representatividad que viven de perpetuar unos intereses ideológicos caducos y solo consiguen conservar un mínimo de energía a base de demonizar al adversario.

La falta de democracia interna empobrece la capacidad de análisis de los partidos que acaban por limitarse a repetir slogans vacíos y avejentados, sin la menor capacidad de suscitar entusiasmo. A base de no enterarse de lo que pasa en la realidad de la vida económica, social y cultural se convierten en máscaras ridículas que no convencen a nadie.

Al practicar una selección de sus miembros basada en la sumisión al que manda lo que promueven es una militancia de muy baja calidad intelectual y moral que acaba haciendo de la política un oficio que no puede confesarse sin rubor. Esta rueda de incompetentes entusiastas es cada vez más agobiante para la mayoría de los ciudadanos y cunde la convicción de que la dedicación a la política no puede ser una actividad noble y desinteresada.

Es muy fácil hacerse una idea de cuál es el grado de democracia interna en los partidos: si las expulsiones son moneda corriente, mal vamos, si no hay debates y sí muchos aplausos, peor me lo pones, si vemos como los más tontos y venales hacen carrera rápida y pasan por ser elementos brillantes… hay que empezar a preocuparse de verdad. En España tenemos muchos motivos para estar seriamente preocupados a la vista del numeroso grupo de personajes chuscos, necios y ridículos que ocupan cargos de relumbrón. Como dicen los catalanes deberíamos hacérnoslo mirar.

Foto: Miguel Henriques.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web