Si de los gobernantes dependiera, su permanencia en el poder sería ilimitada, nunca acabaría o lo haría a causa del aburrimiento, siempre muy tarde. En sistemas que lo permiten, la duración en el machito tiende a ser indefinida, como pasa con las llamadas dictaduras de izquierda o en los sistemas que se han derivado de ellas, pero en democracias en las que la elección popular juega un papel, el desgaste limita la permanencia, porque aumenta el hartazgo de los oponentes y disminuye el entusiasmo de los partidarios. Tener partidarios y cuidarlos bien tiende a ser una garantía de durabilidad, de forma que los gobiernos se preocupan de no disgustarlos, aunque sus políticas perjudiquen mucho a quienes se les oponen, porque con eso ya cuentan.
Aparte de la muerte súbita, solo el abandono prematuro de los partidarios es capaz de acabar con presteza con un político que se las prometía largas y felices. Por esta razón, los gobiernos temen como al mismísimo demonio la aparición de situaciones que no tenían previstas, porque si es fácil equivocarse con lo esperable, acertar con lo inesperado no está al alcance de todas las fortunas.
Sánchez ha perdido numerosos apoyos, porque no hay nadie que pueda encontrar el más ligero argumento capaz de defenderla
El fracaso estrepitoso de Pedro Sánchez en las elecciones madrileñas tiene todo el aire de un ajuste de cuentas ciudadano con un gobierno que, en la práctica, se ha quedado sin partidarios a causa de su pésima gestión de una larga y dolorosa pandemia. Lo que ha hecho Sánchez con la Covid19 no tiene ninguna defensa razonable: es casi imposible encontrar a una persona que crea que nuestro presidente lo haya hecho muy bien, porque desde el primer momento ha estado asumiendo una posición equivocada que nunca ha variado en la buena dirección. Las distintas etapas de este sufrimiento colectivo nunca le han servido para rectificar sino para hacer más evidente un protagonismo sin sustancia que nadie ha podido compartir con naturalidad.
Recordemos las etapas del continuado despropósito. Primero la imprevisión, el negacionismo de la pandemia y la irresponsabilidad ante datos y noticias que indicaban con claridad que nos enfrentábamos a una situación ya muy grave mientras el gobierno seguía apostando por una normalidad surrealista. A continuación, toque de queda, Sánchez se disfraza de Churchill/Maduro (con sus interminables soflamas cotidianas), nos encierra a cal y canto y trata de ocultar que ni tenemos mascarillas, se dijo que no servían, ni tampoco la menor capacidad de reacción: ¡es la guerra! se nos decía y Sánchez aseguraba que la ganaría.
Superada la primera fase de gran mortalidad, en medio de la estupefacción general por las mentiras (como la de la inexistente comisión científica), la censura de imágenes, la incesante propaganda, y los continuados desaciertos, Sánchez se atrevió a proclamar una inverosímil victoria (”Hemos vencido al virus”), al tiempo que ideaba un plan para quitarse de en medio tras prolongar el estado de alarma durante largos meses. Como nunca le faltan palabras, decidió que entrábamos en la cogobernanza, forma taimada de ocultar la ausencia de cualquier plan y disimular el desconcierto reinante.
Sin entrar en cuestiones constitucionales, el hecho es que el Gobierno ha sido incapaz de enviar al Parlamento el instrumento legal conveniente para la larga batalla contra el Covid19, y ha dejado en manos de las regiones el control, reservándose la capacidad de propinar capones a quienes, a su olímpico parecer, no se portasen bien, es decir a Madrid. Como la propaganda es el único nervio de su Gobierno, Sánchez anunció un extraordinario plan de vacunación tratando de ocultar que, por enormes que fuesen sus méritos, que no es el caso, este maná de las vacunas vendría, cuando se pudiese, de Europa, y sería aplicado por la sanidad pública gestionada por las CCAA, sin que Sánchez tenga que poner sus milagrosas manos en nada.
Para no aburrir, cuando se ha visto, tras más de quince meses de sufrimiento económico y de angustia personal, que el panorama podría empezar a despejarse, el Gobierno de Sánchez trata de hacerse presente en el escenario patrocinando medidas de gran trascendencia y profundo calado científico, como decidir que el cierre nocturno de los locales de diversión y similares, sea a las dos y no a las tres, tal vez hayan averiguado que los virus experimentan a esas horas de la madrugada un especial ritmo de actividad.
Con esta política, Sánchez ha perdido numerosos apoyos, porque no hay nadie que pueda encontrar el más ligero argumento capaz de defenderla. Como es natural, sus partidarios siguen existiendo, no pueden alardear de ningún éxito en este difícil asunto, pero necesitan que Sánchez siga en Moncloa y se apresurarán a conseguir que una capa espesa de olvido caiga sobre esta historia tan desdichada. Sánchez sigue a lo suyo, asegurando que no tiene un minuto para otra cosa que las vacunas, lo que puede significar que se prepara un gran evento para cuando le toque pasar por la fila, porque es muy difícil imaginar cualquier otra intervención en un asunto tan pautado a su margen.
Parece que Canalejas dijo en alguna ocasión que la agilidad es una gran virtud para subir a los árboles, pero no para gobernar, y Sánchez es, sin duda, un político ágil, verboso, atrevido, dice que resistente, pero le va a costar mucho borrar de la memoria del público una ejecutoria tan escasamente ejemplar. Tiene merecida fama de mentiroso, de manera que su propaganda para embellecer el recuerdo de este largo año de infortunios, no va a ser suficiente, y eso es lo que se ha notado en las elecciones del pasado mayo, en que se vio a un Sánchez dispuesto a arrasar pero que hubo de esconderse raudo en cuanto le advirtieron que pintaban bastos.
Puede intentar arreglar el desaguisado con algún éxito resonante en materias lejanas a la salud, aunque, de momento, no parece que lo vaya a conseguir ni con su habilidosa gestión del cabreo marroquí, ni con su generosa actitud ante los indultos, con su empeño en convencer a los españoles de que él tiene la clave para volver al redil a los descarriados independentistas, aunque sea a costa de convertir a los jueces en reos y a los supremacistas catalanes en mártires de la libertad, porque muchos de sus antiguos partidarios no le volverán a comprar un coche de segunda mano.