La última película de Steven Spielberg, un divertimento infantil titulado «Ready Player One» ha golpeado en las taquillas como una galerna. En sólo tres días ha hecho ya más de cien millones de dólares (sobre un coste de producción de 175) y se las promete como el blockbuster del año aprovechando que las próximas Navidades la factoría Disney entregará un título menor de su saga Star Wars, un biopic de Han Solo pero sin Harrison Ford y, por lo tanto, sin demasiado interés. En el cine, como en la vida, lo personal lo es todo.
Ready Player One arranca como la enésima distopía hollywoodiense de estos tiempos que vivimos que son, por un lado, de máxima prosperidad pero, por otro, de absoluta confusión y falta de confianza en el futuro. En el año 2045 Estados Unidos estará lleno de pobres viviendo en parques de caravanas, pero no en descampados a las afueras de las ciudades, sino formando tétricos barrios de roulottes apiladas una sobre la otra como las viviendas sociales de la era Roosevelt, aunque sin obedecer a planificación alguna del Gobierno federal. Un mañana infame en el que la depauperada población sólo disfruta de una vía de escape: conectarse a un videojuego de realidad virtual online llamado Oasis.
Pobreza, aislamiento, desempleo y orfandad en el mundo real, pero, a cambio, en el virtual, en Oasis, es Percival, alguien reconocido
El protagonista, Wade, un huérfano de unos 16 años, vive en una de esas caravanas junto a su tía y un rufián que le hace la vida imposible. Pobreza, aislamiento, desempleo y orfandad en el mundo real, pero, a cambio, en el virtual, en Oasis, es Percival, alguien reconocido, un diestro jugador que domina todos sus resortes y conoce hasta los más recónditos secretos de su creador, un informático medio autista de nombre James Halliday.
El desafío para todos los jugadores que Halliday dejó antes de morir desata la acción y permite que Spielberg despliegue su bien conocida habilidad para los fuegos artificiales en pantalla. Podría haberse quedado la cosa ahí, pero no, tras una película de apariencia e intenciones inocentes, de puro nirvana para los niños de 12 años, al director se le ha colado una crítica mordaz y seguramente involuntaria, pero no a la sociedad del año 2045 -que nadie sabe como será- sino a la de 2018.
Tras una película de apariencia e intenciones inocentes, al director se le ha colado una crítica mordaz y seguramente involuntaria, pero no a la sociedad del año 2045 sino a la de 2018
El elemento central de toda la historia es el escapismo de una sociedad que vive en la adolescencia perpetua. Oasis no existe más que en un servidor al que todos se conectan. Lo hacen voluntariamente, nadie les obliga. El director evita entrar en cuestiones políticas. Estados Unidos es pobre por no se sabe bien qué guerras «del ancho de banda» (sic), pero no hay mención alguna a una tiranía, una guerra devastadora, o a la consabida tragedia del fin de los recursos imprescindible en toda distopía que se precie. ¿Por qué no salen a buscarse la vida y superar así ese estado de miseria? Simple, son todos menores de edad y prefieren estar encerrados en la habitación con la consola. Puesto así seguro que nos resulta más familiar.
Habría incluso alguna pregunta más que hacerse como, por ejemplo, ¿por qué escapan en 2045? Por la misma razón que muchos lo hacen en nuestro mundo. El mundo real es desagradable mientras que el virtual puede ser lo que a uno le plazca, todo es cuestión de ajustarse las gafas VR, enfundarse un traje háptico y vivir una segunda vida imaginada pero satisfactoria. A Percival, el juvenil héroe de «Ready Player One», no le parece mal que así sea, lo que provoca su desvelo es que ese metaverso esté en manos de una malvada empresa privada o, mejor dicho, de un directivo diabólico que aspira a apoderarse de la red para que los accionistas ganen dinero.
Dentro de Matrix se está bien, hay que salvarlo porque es el perfecto salvavidas contra la realidad
El villano es un simple ejecutivo no el creador de ese metaverso, a quien los guionistas divinizan en forma de friqui bueno, inadaptado pero genial, que sólo pretendía que la gente disfrutase con sus videojuegos. De este modo la justificada ansiedad del protagonista se transmuta en una admiración sin límites por el creador de la droga digital que le impide ser una persona normal y acceder a la edad adulta. La distopía no lo es tanto si se está dentro, es incluso una distopía cordial y respetable. Dentro de Matrix se está bien, hay que salvarlo porque es el perfecto salvavidas contra la realidad. Toda una metáfora.
Si este artículo le ha parecido un contenido de calidad, puede ayudarnos a seguir trabajando para ofrecerle más y mejores piezas convirtiéndose en suscriptor voluntario de Disidentia haciendo clic en este banner:
–
Debe estar conectado para enviar un comentario.