La teoría económica ha ido descendiendo hacia sus elementos primigenios, hasta alcanzarlos con la llamada “revolución marginal”. A partir de ahí, ha estudiado, con distintas metodologías y distintas visiones antropológicas, las acciones concretas de las personas. Por descontado que los autores se centraron sobre todo en cómo actuamos en ese proceso que llamamos mercado. Y pronto una parte de la profesión se vio fascinada por lo que entendió que eran fallos del mercado.

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Esa profesión, la económica, dio por lo general un salto al vacío; un non sequitur: Si el mercado tiene fallos, la solución es recurrir a la acción del Estado. Los pensadores de esta disciplina tardaron décadas en plantearse lo siguiente: si la economía estudia las acciones humanas desde un punto de vista formal, no sociológico, ¿por qué excluir ese análisis de las acciones vinculadas al propio Gobierno? Y es así como nació la Public Choice. Los economistas se habían hecho tan keynesianos que incluso habían asumido la idea inmaculada del funcionario probo, bienintencionado y sabio que tenía de él John M. Keynes. La Public Choice acabó con ese mito, sometió a la acción política al cedazo del estudio económico, y comenzó a obtener resultados feraces, que no sólo respondían a la lógica planteada, sino que explicaban algunos rasgos del comportamiento político.

Es un traje hecho a medida de los intereses ideológicos del Gobierno, pero que no encaja ni con la España de hoy ni con la de nunca. Es un conjunto de ocurrencias de un grupo de tecnócratas, expertos en manosear datos que ya son antiguos, y que no tendrán ninguna relevancia en un lustro; no digamos en seis

Uno de ellos es el de la miopía de los políticos, que son incapaces de ver más allá de las próximas elecciones. Para hacer este viaje no hacen falta las alforjas de la Public Choice, le estoy oyendo. Y tiene razón. Pero esta rama de la economía ha sacado esa observación de una conversación entre amigos, y la ha incrustado en la literatura científica.

Por un lado, tal como dicen Mitchell y Simmons en Beyond politics, “la razón por la miopía de los políticos es simple: los votantes también son miopes”. Hay razones poderosas para esa miopía. Según miramos a un futuro más lejano, el reparto de beneficios y costes se desdibuja mucho. Por otro, la primera ley del político es conseguir el poder, y mantenerse en él. Y eso depende de lo que ocurra en las próximas elecciones. Las que vengan después son un futuro muy lejano. Los políticos miran con miopía, además de con presbicia, a los problemas que plantea la sociedad.

Esto es lo que explica, por ejemplo, que nadie quiera reformar las pensiones. Reformarlas pasa por hacer que los trabajadores aporten más y, sobre todo, que los pensionistas reciban menos. Es decir: adaptar el sistema a lo que es capaz de pagar. La insostenibilidad del sistema repta lentamente, con una cadencia de décadas (cada vez menos), mientras que las elecciones sólo alcanzan, típicamente, a los próximos cuatro años a lo sumo. Y nadie quiere arruinar una fiesta con malas noticias; menos una “fiesta de la democracia”.

Los empresarios, sin embargo, se plantean todo tipo de horizonte temporal. Hay empresas que se hacen planes que van más allá de la vida laboral previsible de sus dirigentes. Un empresario es una persona que mira el futuro, e incluso el más inmediato es un paso para el que le sigue un poco más allá, en una estructura de decisiones y plazos que puede llevarle a mirar mucho más allá del horizonte.

Eso no quiere decir que desde la política no se puedan hacer planteamientos que van más allá de las siguientes elecciones. De hecho, vemos que ello ocurre con frecuencia. Pero, si nos fijamos bien, esos planes a largo plazo tienen dos características esenciales: Fijan un conjunto de objetivos específicos para años múltiplos de diez, y no proceden de instituciones estrictamente democráticas; típicamente, vienen de Naciones Unidas o alguno de sus tentáculos, o de la Unión Europea.

Pero ¿y los países? ¿Pueden mirar ellos a un futuro propio y lejano? Esto es, formalmente, lo que ha planteado el Gobierno español, de nuevo con una fecha redonda: el año 2050. Pero el planteamiento es como todo lo que hace el gabinete de Pedro Sánchez: vacío, torticero, y efectista. Pero con un efecto que apenas dura unas horas; ni siquiera El País abrió portada con los planes de Sánchez para la España de dentro de 30 años.

Nada de ello implica que no sea posible, o conveniente, o incluso necesario, que una parte del debate público no sea sobre cómo puede ser España en un futuro del que no todos los que estamos hoy aquí vamos a participar. De hecho, es bueno que eso ocurra, por varias razones.

La primera es que no se hace, y dar el paso de incluir el debate sobre un futuro lejano tiene todo el sentido. Porque hay procesos que llevan mucho tiempo, pero que nos afectan a todos. La segunda es que por el mero hecho de hacer ese tipo de planteamientos, comenzamos a mirar a nuestras instituciones de otro modo. ¿Están preparadas para lo que viene? ¿Se pueden mejorar? ¿En qué sentido? La tercera es que permite que no toda la conversación verse sobre los intereses específicos e inmediatos de hoy, y hablemos de los intereses más generales. Y la cuarta es que se levante la proscripción que recae sobre hablar de España.

El planteamiento del Gobierno ha sido fallido. Tal como se produce políticamente, no podía ser de otro modo. Pero lo importante es saber por qué. La primera razón es que, del amasijo de frases y gráficos que constituye el informe presentado por el Gobierno, lo que se trasluce es una imagen de lo que sería un país ideal dentro de la estrecha visión progresista del propio Gobierno. Es un traje hecho a medida de los intereses ideológicos del Gobierno, pero que no encaja ni con la España de hoy ni con la de nunca. Es un conjunto de ocurrencias de un grupo de tecnócratas, expertos en manosear datos que ya son antiguos, y que no tendrán ninguna relevancia en un lustro; no digamos en seis. Bien, no se trata de una planificación del futuro, pero tampoco sirve como previsión de lo que queremos ser, porque nuestras ideas sobre lo posible y lo deseable cambiarán también dentro de diez, veinte años.

Antes de que se extendiese internet, no podíamos saber cómo iba a evolucionar la estructura económica, cómo iban a cambiar los usos, cómo sería la forma de relacionarnos. ¿Qué tecnologías pueden surgir de aquí a 30 años? ¿Qué pueden saber los tecnócratas? Esto lo ha señalado Javier Benegas en su último artículo: “¿España 2050 es realmente una iniciativa para definir lo que queremos ser los españoles o más bien una rígida guía sobre lo que debemos ser?”.

El futuro está abierto, y el intento de cerrarlo en un documento es ridículo. Lo que es necesario es preparar a España para asumir todos los cambios que puedan producirse. Y que no se pueden adelantar, porque dependen de una información que todavía no se ha creado. Nada de ello es posible si el sistema político español no es capaz de hacer dos cosas. Una, crear un espacio de debate social, de la sociedad con los políticos, y de los políticos entre ellos, fuera de las luchas políticas del momento, y en este terreno de lo que cabe esperar. Y dos, la predisposición a alcanzar acuerdos amplios.

El Gobierno ha hecho lo contrario en ambos casos. Luego lo previsible es que, si de Pedro Sánchez dependiera, la España de 2050 sería como la de hoy, o peor. Parir un desideratum progresista es una receta imposible para un futuro posible.

Foto: Pool Moncloa/Fernando Calvo.


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