En 2014 se cumplieron trescientos años del mito fundante del nacionalismo catalán: la toma de la ciudad condal de Barcelona por parte de los seguidores de Felipe de Borbón, nombrado sucesor al trono de sus reinos hispánicos en el último testamento del rey Carlos II. Este acontecimiento histórico, enmarcado en el seno de una guerra civil sucesoria entre dos pretendientes a las coronas hispánicas, ha sido deformado por la historiografía catalana nacionalista para presentarlo como el fin de su independencia política milenaria.

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Los mitos políticos, como señalaran autores de la talla de Manuel García Pelayo o Ernst Cassirer, tienen la función de construir imaginarios colectivos que hagan posible la construcción de identidades nacionales. En el caso catalán esta reivindicación del culto a la nación perdida en 2014 abrió la senda a dramáticos acontecimientos que culminaron un intento de golpe de estado de octubre del año 2017.

Más que un mito, que como ponen de manifiesto autores como Gustavo Bueno o Lucien Lévy-Bruhl contiene una forma de proto-racionalidad, la narración nacionalista catalana de lo acontecido entre el 25 de julio de 1713 y el 11 de septiembre de 1714 (las fechas del denominado asedio de Barcelona) constituyen un mitema, una noción vaga, imprecisa, oscura y que sólo busca confundir, para presentar una visión anacrónica, romántica y ultra nacionalista de un hecho histórico preciso.

La cuestión sucesoria, entroncada con la lucha por la hegemonía europea entre Francia y otras potencias europeas, originó una cruenta lucha civil que terminaría con la definitiva toma de Barcelona por parte de los Borbones. No está en mi ánimo rebatir muy exhaustivamente las diversas teorías historiográficas que se han esbozado en relación a dicho suceso, ya sean de corte «españolista» o «catalanista». En cualquier caso, hay dos hechos, a todas luces incuestionables, primero que la provisión sucesoria de Carlos, tío abuelo de Felipe, se hizo en unos términos incumplidos por éste. La institución de sucesor en sus reinos se hacía condicionada al mantenimiento de los fueros e instituciones de cada uno de ellos.

Es frecuente encontrar en las fuentes catalanas referencias a la unión dinástica de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla en términos muy favorables y de concebirla en clara analogía con la unión de los condados catalanes con respecto al resto de los diversos reinos que componían la corona de Aragón

Desde este punto de vista, tienen «razón» los nacionalistas, cuando consideran que la abolición de sus instituciones de autogobierno, por los decretos de nueva planta, fue una violación de las leyes del reino, esto es, las que desde los tiempos de los canonistas, se consideraban indisponibles a la voluntad del príncipe soberano. Sin embargo, desbarran o mejor dicho, cometen un «anacronismo» cuando hacen depender el desmantelamiento de su sistema institucional, de un afán «castellanizador» de la rama borbónica. La sedición y la traición se consideraban graves afrentas contra el soberano (debemos entender que estamos en el contexto del absolutismo) y en segundo lugar el período que va entre los siglo XV-XVII, es el período de la consolidación de una nueva forma política, la estatalidad, que se caracterizó por una fuerte uniformidad y concentración de poder.

Felipe intentó aplicar a sus reinos peninsulares aquello que los borbones habían realizado en la Francia del siglo XVII. No había ningún afán «castellanizador» o ningún intento de acabar con la «estatalidad» catalana, pues dicha noción jamás existió en ninguno de los reinos peninsulares. Esto es algo evidente para cualquier persona que haya estudiado mínimamente la historia de las instituciones hispánicas, aunque parece bastante «desconocido» para nuestros indoctos políticos. Cualquier lectura nacionalista de la existencia de una estatalidad en España, nacida de la obra de los reyes católicos, según los nacionalistas españoles, o de la existencia de una milenaria estatalidad catalana, no es más que un anacronismo con el que trasladar problemas actuales a momentos pretéritos de nuestra historia común.

En segundo lugar, esgrimir la idea de que en 1714 se ventilaban cuestiones «nacionales» en el campo de batalla es otro grosero anacronismo. Cualquiera mínimamente versado en ciencia política sabe que el origen de la palabra nación, es latino, procedente del verbo deponente, «nascor», que hace referencia al origen o a la procedencia. Su uso en sentido étnico o de procedencia, se encuentra en Cicerón y autores medievales como Liutprando de Cremona. Sin embargo no adquiere naturaleza política hasta los albores de la revolución francesa, cuando el pensador francés Emmanuel Sieyès, lo convierte en el eje sobre el que va a pivotar su moderno concepto de representación política. Luego en el siglo XIX y al albor del romanticismo adquirirá las connotaciones de construcción de un estatalidad étnica, que tiene hoy en día para los nacionalismos periféricos hispanos. Nadie, por lo tanto, dentro de los partidarios de la causa de los Augsburgo, incluyendo a Rafael Casanova, se planteaba luchar por algo tan «moderno» como la idea de nación, ya sea la catalana o la española. Luchaban sencillamente por los derechos soberanos de quienes consideraban sus legítimos reyes. La primera batalla “nacional” en términos modernos hay que situarla en el contexto de la revolución francesa, en Valmy (1792) cuando el ejército francés luchó contra los austriacos en defensa de su nación revolucionaria.

Propiamente no se puede hablar de una nación política española hasta la aprobación de la constitución española de Cádiz o, con ciertos matices, con la aprobación del denominado Estatuto de Bayona. Sin embargo sí que ha existido una cierta conciencia nacional española y una voluntad, durante el periodo de los reinos cristianos medievales, de recuperar la unidad perdida durante el periodo hispano-visigótico.

Prescindiendo de los orígenes romanos de la idea cultural de España o de la proto-unidad política de la península ibérica bajo el dominio visigodo, el nombre de Hispania, de cuya etimología deriva la palabra España, ha estado presente al menos desde el siglo X dc. Los reyes de León solían autodenominarse con el título de Imperator Totius Hispaniae, quienes en virtud del mito de Covadonga se consideraban herederos de la tradición unitaria visigoda.

En 1135 El rey de León y Castilla Alfonso VII se hace coronar como Imperator Totius Hispaniae, del que los reyes de Aragón, Navarra, Portugal y el conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV, fueron sus vasallos. En las fuentes medievales también se encuentran otras referencias a la idea de España en sentido cultural. Por ejemplo, Isidoro de Sevilla que la compara con la porción más ilustre del globo o la identificación con el paraíso en Alfonso X.

En torno a la controversia sobre si se pueden considerar estas referencias culturales a una idea de España como indicativas o no de la existencia de una conciencia política de algún tipo de unidad es imprescindible la obra clásica de José Antonio Maravall El concepto de España en la Edad Media. Maravall viene a sostener la existencia de una idea cultural y religiosa de unidad entre los diversos reinos cristianos pero no una unidad política.

No obstante ese sustrato cultural común de identidad cristiana permitió que en la baja edad media se dieran las circunstancias para favorecer algún tipo de unidad política ulterior. La labor de los reyes católicos no persiguió tanto construir una identidad política española, como fortalecer los lazos cristianos comunes de los dos grandes reinos peninsulares de finales de la edad media, la corona de Castilla y la de Aragón, cuya identidad propia y diferenciada permanece al mismo tiempo que se potencia una visión estratégica y de conjunto respecto de los intereses de cada uno de ellos (ya sea la expansión mediterránea de Aragón y la lucha contra Francia, la culminación de la reconquista castellana del reino nazarí de Granada o la expansión americana).

Durante la monarquía de los Austrias se reunió un gran conglomerado de territorios, cada uno con sus propias instituciones y ordenamientos jurídicos que se hallaban gobernados a través de un régimen polisinodial. El rey ejercía su autoridad en sus diversos territorios con diferentes dignidades (archiduque de Austria, rey de Jerusalén, duque de Milán, duque de Borgoña, etc.) sin que existiera mayor vinculación entre ellos más que la de pertenecer a la misma dinastía reinante.

Que no existiera una unidad política nacional, en el sentido que el término nación política adquirirá en la revolución francesa, no implicaba que en la edad moderna no existieran discursos y referencias a un acervo cultural común o a una tradición religiosa compartida. De hecho es frecuente encontrar en las fuentes catalanas referencias a la unión dinástica de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla en términos muy favorables y de concebirla en clara analogía con la unión de los condados catalanes con respecto al resto de los diversos reinos que componían la corona de Aragón. Ejemplos de esto último se pueden encontrar, por ejemplo en las referencias elogiosas del canónigo de Gerona Andreu Alfonsello  o en las profecías, que siguen la estela de las de Joaquín de Fiore, de Arnau de Vilanova sobre Fernando de Aragón y su intervención en el conflicto sucesorio castellano. Reflexiones sobre una proto-idea política española se encuentran también en el seno del antimaquiavelismo español de autores como Saavedra Fajardo en su lucha contra la razón de estado maquiavélica.

A la nación española, ya sea esta cultural o política, no le hacen faltan mitemas, como en el caso catalán, para acreditar su existencia. España quizás sea un mito, como el famoso mito de Covadonga, pero desde luego nunca será un mitema.


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Carlos Barrio
Estudié derecho y filosofía. Me defino como un heterodoxo convencido y practicante. He intentado hacer de mi vida una lucha infatigable contra el dogmatismo y la corrección política. He ejercido como crítico de cine y articulista para diversos medios como Libertad Digital, Bolsamania o IndieNYC.