Ahora que estamos a punto de ver la final de un mundial, que ganará Qatar, es decir Francia, lo siento por Messi, es fácil preguntarse por el papel de los árbitros y de quienes los designan. Digo que ganará Qatar porque hay una tendencia muy fuerte a que los países organizadores ganen los Mundiales, a saber cuáles habrán sido los incentivos, las razones y los procedimientos para lograrlo en ese mundo opaco y cínico que gobierna la Fifa.
Qatar ha puesto todo su empeño económico en este mundial y parece claro que uno de sus objetivos ha sido que Argentina y Francia disputen la finalísima con las dos grandes estrellas del PSG (equipo de sede parisina, pero de propiedad qatarí) enfrentadas, un éxito total para la gran maniobra del emirato con el negocio del fútbol. Lo normal es que Argentina, que llegó a la final con cierto número de penaltis en su favor (el de Croacia fue una pura invención), pierda la final porque Kylian Mbappé es bastante más joven que Lionel Messi y tiene más futuro por delante, es decir que supongo que Argentina no marcará de penalti o incurrirá en fuera de juego, sufrirá de aquello que esté en las manos de los trencillas, tal es mi suposición, si es que es verdad que, por detrás del espectáculo, hay un poder absoluto que mueve los hilos. Como el fútbol tiene algo de imprevisible el triunfo de Argentina sería un subóptimo, lo esencial es que haya llegado a la final.
Al deteriorar los sistemas de control y balance del poder del Gobierno se ha hecho posible que un presidente como Sánchez emprenda su loca carrera hacia una especie de poder absoluto
Pasemos ahora al espectáculo de la política, partiendo de que, como en el deporte, debiera ser una contienda en la que no valgan las trampas y en la que, en caso de duda, puedan decidir los árbitros que serán independientes si cumplen con su deber o agentes del que manda si se dejan llevar por el interés.
El escenario político en España es, ahora mismo, agónico, no parece tener una salida clara, porque si triunfan las pretensiones de Pedro Sánchez, que es lo más probable, la democracia española habrá quedado profundamente deteriorada y, si no triunfan, es seguro que la coalición en el gobierno se convertirá en un impugnador total del sistema con el que hasta ahora nos hemos venido manejando.
El Gobierno de Sánchez ha puesto el grito en el cielo porque el PP ha recurrido al árbitro constitucional justo antes de que la izquierda pudiese cambiar su composición de una manera bastante poco respetuosa con el espíritu de la ley de leyes, incluso sin considerar las aviesas intenciones que abriga, algo nada difícil de imaginar.
Por detrás de las quejas de toda la oposición comparece una intención de mantener ciertas reglas que el Gobierno estima, ahora mismo, que atentan a su política y a su manera de entender el ejercicio del poder. El Gobierno procede con base legal, pero está empezando a alterar las reglas del juego y si no se sale con la suya tendrá no solo la tentación sino casi la obligación de pegar una patada a la mesa y de crear una crisis constitucional en toda regla. Volviendo a la analogía con los mundiales, es como si Argentina se negase a jugar la final para demostrar que sabe que todo está amañado, porque cuando un árbitro pierde su independencia ya no está en condiciones de ejercer su función y el juego se convierte en una trampa.
La razón de fondo de toda esta desagradable y peligrosa crisis está en que tanto el PP como el PSOE han venido actuando de manera autoritaria en un marco que no debiera serlo, que en su diseño no lo era. Cuando el PSOE modificó la forma de elegir los miembros del Poder Judicial dio un paso decisivo para eliminar los contrapesos que la Constitución establecía para limitar los poderes políticos del ejecutivo. El PP aceptó e incluso endureció esa reforma que dejaba tocada la independencia del Consejo (no la de los magistrados mismos, desde luego) lo que constituía un aviso a los jueces para que se anduviesen con tiento a la hora de fiscalizar las decisiones de los Gobiernos que lo requiriesen. Sostener que eso sería un sinsentido equivaldría a afirmar que nada de lo que pueda hacer un Gobierno podría ser ilegal.
El paso siguiente ha tenido todavía más trascendencia puesto que el Gobierno y el líder del partido de la oposición le arrebataron al Parlamento su capacidad de proceder al reservarse para sí mismos la capacidad de decir a los representantes de la soberanía nacional qué es lo que habrían de acordar. Es decir que, sin apenas inmutarse acordaron que la soberanía nacional, que reside en el pueblo y se representa en el Parlamento, habría de quedar sometida a los acuerdos de dos personas singulares, que acordarían a su gusto lo que a ellos convenga. La designación de los miembros del consejo del poder judicial de manera opuesta a lo que la CE establecía fue un paso muy grave en la dirección en la que ahora estamos, hacia un callejón sin otra salida que la gresca sin reglas, que la discordia salvaje.
Sin minusvalorar la responsabilidad última del Gobierno al agravar esta crisis tratando de maniatar la libertad de juicio que debiera presidir la labor de los miembros de un órgano como el Tribunal Constitucional, hay que advertir que la dinámica de fondo ha sido atizada tanto por el PSOE como por el PP, en la medida en que ambos comparten una aversión a que nadie pueda controlar sus actuaciones cuando han conseguido formar Gobierno.
Al deteriorar los sistemas de control y balance del poder del Gobierno se ha hecho posible que un presidente como Sánchez emprenda su loca carrera hacia una especie de poder absoluto, hay que esperar que, al menos, con refrendo electoral, como hay que esperar que los electores se den cuenta de lo que nos está pasando y despida en las urnas a un Gobierno tan enemigo de nuestra libertad política y tan amigo de mandar en todo, sobre todo y en toda ocasión. Así espero que suceda si la oposición sabe explicar bien lo que está en juego, pide disculpas por la parte que le toca, que no es pequeña, y presenta al electorado las fórmulas razonables de corregir esta tendencia al autoritarismo sin controles que ahora está explotando Sánchez en su beneficio.
La belleza del fútbol requiere que los triunfos se consigan lo más limpiamente posible. La nobleza de la política en una democracia liberal exige respetar los principios que permitan a poderes distintos al ejecutivo, que también emanan del pueblo y lo protegen frente a la tiranía, controlar las acciones del ejecutivo, misión que empieza en el legislativo que ahora mismo se ha convertido en una mera oficina de los partidos y del Gobierno. Con el Tribunal Constitucional que debe actuar por principios jurídicos y no conforme a disciplina de partido pasa lo mismo, cualquier limitación de sus bien tasadas competencias implica un abuso del poder ejecutivo cuando se pretende absoluto.
Un Gobierno sin límites que no respeta nada ni a nadie, que solo se guía por una su desquiciada voluntad de poder se convierte en una grave amenaza para todos, también para quienes, de manera poco precavida, le hayan otorgado su voto. Puede que ahora Sánchez se salga con la suya en contra del derecho de todos a limitar sus poderes, pero es seguro que los españoles tomarán buena nota de sus abusos, su torpeza y su obscena intención de engañar siempre.
Foto: Pool Moncloa/Fernando Calvo y Pool UE. Bruselas (Bélgica).