De niño me divertían mucho las peleas de todos contra todos que aparecían en muchas películas del oeste. Solían ocurrir en la cantina. La cosa empezaba por una pequeña riña entre dos, pero sin saber muy bien cómo ni por qué, el saloon se convertía en pocos segundos en un campo de batalla donde volaban sillas y botellas. Normalmente la escena se resolvía en clave de comedía y, tras un fundido en negro, se pasaba sin solución de continuidad a otra escena completamente diferente. Siendo adulto uno se da cuenta de que los cineastas de Hollywood nos engañaron un poco. En la vida real no era muy probable que aquello concluyese amistosamente: si el pueblo del salvaje oeste era lo suficientemente salvaje ―y solía serlo―, la cosa solo podía acabar de dos formas: o bien se autoaniquilarían sumidos en una espiral de violencia o bien tendría que ocurrir algo imprevisto que trajera de nuevo el orden a la cantina.
Dado que las crisis de violencia mimética son frecuentes tanto en las cantinas del salvaje oeste como en las comunidades humanas ―y hoy sigue habiendo comunidades humanas―, cabe pensar que ese algo imprevisto ocurrió en todas ellas alguna vez. René Girard, antropólogo francés y profesor de literatura, se dedicó prácticamente toda su vida a indagar en esta cuestión.
Occidente no es antirreligiosos por no tener fe, o al menos no solo por eso. Lo es porque en lugar de re-ligar lo que estaba separado des-liga continuamente lo que estaba unido
El impulso violento y agresivo está presente en todos los mamíferos. Pero el potencial destructivo que encierra no es igual en animales que en personas. En el animal se desata por sexo, alimento o territorialidad, no es persistente y no pone en peligro la supervivencia del grupo: rara vez la lucha entre machos de la misma especie acaba en la muerte de uno de los contendientes. Pero, según Girad, en el ser humano las cosas transcurren de forma diferente: nuestra capacidad para multiplicar los objetos de deseo aumenta las posibilidades de rivalidad y, dotados de voluntad, lenguaje, memoria e imaginación, recordamos los agravios y tenemos la inteligencia y el propósito necesario para urdir respuestas letales. Además, la violencia humana es contagiosa y tiende a desencadenar una espiral de venganza que puede ser devastadora para la convivencia. ¿Cuál fue entonces el hecho que evitó la aniquilación de la especie? Según Girard una vez desatada la violencia de todos contra todos alguien señaló a un individuo como causa de todos los males. La violencia caótica, recíproca y generalizada se convirtió entonces en violencia unánime y ordenada de todos contra uno. Acto seguido se produjo el asesinato colectivo del presunto culpable. En las culturas primitivas el luctuoso acontecimiento actuaba como una eficaz vacuna contra la violencia, al menos hasta la siguiente crisis que sin duda habría de llegar. El beneficio era grande: se apaciguaba el malestar colectivo y se cohesionaba efectivamente la tribu. El grupo se mostraba entonces más dispuesto a la colaboración y mejor preparado para posibles combates contra enemigos exteriores.
Lo sagrado y el nacimiento de la cultura
Para René Girard el sujeto asesinado, en realidad un chivo expiatorio, adquiría entonces una cualidad ambivalente: procuraba miedo, pues amenazó gravemente la convivencia; y procuraba también veneración y respeto, pues fue gracias a su muerte que se recuperó el sosiego. La victima es vista a veces como un monstruo y otras como un dios. Conocido ―o apenas intuido― el mecanismo para cohesionar al grupo e instaurar la paz, la comunidad lo repetirá cíclicamente en forma ritual inaugurando así lo sagrado. No es casualidad pues que la palabra “sagrado” esté emparentada etimlógicamente con “sacrificio”. René Girard ve en este acontecimiento el origen de la cultura.
Según Girard la aparición del cristianismo supuso una especie de mutación de las religiones sacrificiales anteriores y, también, un avance civilizatorio: una religión que, al proclamar la inocencia del único sacrificado y eliminar el sacrificio ritual, borraba el aspecto más cruento de los ritos primitivos, manteniendo, sin embargo, su poder de cohesión y reforzando la auctoritas política desde una instancia trascendente.
El menosprecio de lo religioso en la modernidad
La modernidad ilustrada se construyó en gran medida despreciando lo religioso: los mitos eran fantasías infantiles; los ritos, tan solo la teatralización de los mitos; y las religiones, un conjunto de supersticiones sustentadas por una credulidad disparatada. El intento de buscar un logos al fenómeno religioso fue cancelado. La Razón ilustrada, que se autopercibía brotando del vacío sin ninguna deuda con su pasado reciente, dictaba así sentencia: la religión era una a actitud pueril e irracional que, en nombre del progreso, convenía erradicar. Podríamos decir, sin miedo a equivocarnos, que el desprecio y la incomprensión del fenómeno religioso es el pecado original con el que nace la modernidad. Conclusión que no deja de tener cierta ironía.
Occidente aparece en la historia como el primer intento de desarrollar una civilización sin religión. Pero aunque todo se hizo en nombre de la Razón y a mayor gloria de la Libertad, fue posible gracias a la secularización de ideas y valores que todo occidental cobijaba ya, por la fuerza de la costumbre, entre pecho y espalda: no parece disparatado pensar que dar al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios anticipara la separación entre Iglesia y Estado; asímismo, ser todos iguales en dignidad resulta congruente con la igualdad de derechos tan generalmente asumida.
Las nuevas religiones políticas
En el siglo XX el nazismo y el comunismo surgieron al margen de lo religioso y hoy la insistente voluntad del Estado de aniquilar todo vestigio religioso de la sociedad, ha propiciado la aparición de múltiples pseudorreligiones con gran poder disolvente: animalismo, ecologismo climático, neofeminismo o elegetebeismo son solo algunos ejemplos. Erik Voegelin, filósofo alemán del pasado siglo, desarrolló ampliamente la idea de religiones políticas y, aunque utilizó como referente los totalitarismo del siglo pasado, sus reflexiones sobre el tema muy bien se podrían aplicar a las pseudorreligiones laicas de nuestra época. Las religiones políticas son estructuralmente muy semejantes a las demás religiones, pero las referencias trascendentes suelen ser sustituidas por ideales utópicos de carácter inmanente. Tal circunstancia hace que sus adeptos incidan más en el aspecto social y político que en el espiritual.
Freud decía que lo que se reprime sin ser debidamente asimilado suele resurgir de manera deformada. Y en cierto modo es esto lo que parece que ha ocurrido en la posmodernidad en relación con la religión: el victimismo paranoico de los fieles de las nuevas religiones, que reclama constantemente culpables aptos para el sacrificio, se asemeja demasiado a una regresión monstruosa a religiones primitivas; y la discordia perpetua que alimentan viene a contradecir, escandalosamente, la función apaciguadora y de cohesión comunitaria que toda religión procura. La triste conclusión es que nuestra sociedad cada vez se parece más a la anárquica pelea en el bar del salvaje oeste, donde cada cual sueña con una paz imposible que pasaría por ahorcar a sus culpables preferidos en el viejo árbol de las afueras del pueblo.
Cohesión sin religión: la encrucijada de Occidente
Es raro, pero posible, que una comunidad política perdure sin religión, pero si alberga múltiples religiones fácilmente surge la discordia. Si se trata de religiones políticas la discordia está asegurada. Hoy toda argumentación acaba convirtiéndose en queja resentida. Y las quejas resentidas son siempre preludio de conflictos.
Desprestigiados los ritos, meras supersticiones, y desligadas las costumbres y la tradición de toda referencia trascendente, la sociedad se ha ido diluyendo en un magma de partículas inconexas siervas de su propia subjetividad: el pegamento comunitario que aseguraba antaño la religión ha sido ya definitivamente anulado.
Occidente no es antirreligiosos por no tener fe, o al menos no solo por eso. Lo es porque en lugar de re-ligar lo que estaba separado des-liga continuamente lo que estaba unido: fuimos antaño una sociedad sólida; ahora estamos en estado gaseoso y, si nada ni nadie lo evita, en inminente proceso de desintegración.
Foto: SilentEmotionn.
¿Por qué ser mecenas de Disidentia?
En Disidentia, el mecenazgo tiene como finalidad hacer crecer este medio. El pequeño mecenas permite generar los contenidos en abierto de Disidentia.com (más de 2.000 hasta la fecha), que no encontrarás en ningún otro medio, y podcast exclusivos. En Disidentia queremos recuperar esa sociedad civil que los grupos de interés y los partidos han arrasado.
Ahora el mecenazgo de Disidentia es un 10% más económico si se hace anual.