Esto no es el enésimo artículo sobre Mayo del 68, sino una reflexión sobre las contradicciones de la postmodernidad. Sin embargo, no está de más recordar que el acontecimiento postmoderno fundacional –la revuelta parisina de 1968 que ahora cumple medio siglo- estaba ya atravesado por contradicciones teóricas flagrantes. Algo expusimos ya aquí hace semanas: bajo lemas anticapitalistas, los insurgentes de la Sorbona promovieron en realidad un individualismo hedonista que desligaba el principio del placer del principio de realidad.

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Pero había más incoherencias. Las filosofías de moda en las universidades francesas de la época –el “pensamiento 68” al que Luc Ferry y Alain Renaut dedicaron un famoso libro- eran el estructuralismo, el psicoanálisis según Jacques Lacan, el marxismo interpretado por Louis Althusser y la “deconstrucción” al estilo de Jacques Derrida y Michel Foucault.

Y lo que esas corrientes tenían en común era la pretensión de instruir un proceso a la noción de sujeto. Mientras los niñatos de la Sorbona se levantaban contra “el capitalismo inhumano” (aunque su “inhumanidad” consistía en que “la garantía de no morir de hambre se compra al precio de morir de aburrimiento, según el gurú sesentayochista Raoul Vaneigem), sus profesores desmontaban concienzudamente el humanismo en sus obras.

De hecho, Foucault había proclamado ya “la muerte del hombre” en un célebre pasaje de Las palabras y las cosas: “A todos aquellos que todavía quieren hablar del hombre, de su reino o de su liberación, a todos aquellos que plantean aún preguntas sobre lo que el hombre es en su esencia, […] a todos que no quieren pensar sin pensar también que es el hombre el que piensa, […] no se puede oponer otra cosa que una risa filosófica”.

No es el hombre el que piensa, no es el hombre el que habla: algo (el inconsciente, las estructuras, la clase social, etc.) habla y actúa a través de él: “ello habla” (ça parle). Lo mismo venía a decir por entonces Jacques Lacan, empeñado en erradicar del psicoanálisis los últimos vestigios de la idea de conciencia personal transparente a sí misma y dueña de sí misma.

Según Marx, interpretar “científicamente” es asumir que el sujeto histórico no es el hombre, sino los modos de producción, las clases sociales o las superestructuras ideológicas

El intelectual francés más prestigioso de la época era quizás –como sabe Gabriel Albiac- Louis Althusser. Y bien, Althusser –frente a los francfortianos como Erich Fromm, empeñados en redescubrir un “Marx humanista”- postulaba una lectura estructuralista del marxismo; la retórica humanista del Marx de los Manuscritos económico-filosóficos (1844) habría sido desvarío juvenil.

Tras la “ruptura epistemológica” de 1845, Marx habría propuesto por primera vez una interpretación “científica” de la Historia. E interpretar “científicamente” significa asumir que el sujeto histórico no es el hombre, sino los modos de producción, las clases sociales y las superestructuras ideológicas. La “ruptura epistemológica” de Marx implica –afirma Althusser- “la volatilización de la noción de sujeto [humano]”.

O sea, los revoltosos del Barrio Latino de París que pretendían defender al hombre frente a una sociedad “inhumana” y establecer el “reino del sujeto” llevaban en los bolsillos libros (de Althusser, Foucault, Derrida o Lacan) que afirmaban que el sujeto no existe.

La postmodernidad es un mejunje falsario de retórica humanista para uso del gran público con pensamiento de fondo descarnadamente antihumanista

La postmodernidad parece ser un mejunje falsario de retórica humanista (cuando no directamente sensiblera) para uso del gran público y pensamiento de fondo descarnadamente antihumanista. Sólo que el pensamiento de fondo ahora ya no es el estructuralismo o el psicoanálisis, sino más bien el materialismo cientificista de los Dawkins, Dennett, o el reciente best seller Yuval N. Harari. Por eso resulta tan refrescante encontrar todavía una reivindicación de la naturaleza humana como la que ha propuesto Roger Scruton en On Human Nature (2017).

La naturaleza humana en cuestión

Durante milenios, disertar sobre la naturaleza humana había sido reflexionar sobre lo específico del hombre, lo que le eleva sobre el resto de los seres: sí, el hombre es un animal… pero animal político (Aristóteles), racional, moral, transformador de su entorno, dotado de libre albedrío, capaz de controlar sus instintos; en la perspectiva cristiana, el hombre era además imagen de Dios, llamado a una vida eterna de beatitud o castigo. Gran parte del pensamiento del último siglo ha negado, sin embargo, la naturaleza humana, como hemos atisbado antes.

Gran parte del pensamiento del último siglo ha negado la naturaleza humana; incluso las cualidades naturales que elevaban al hombre sobre los demás animales son ahora desmitificadas

La dimensión sobrenatural (alma, filiación divina, etc.) cae con la secularización; e incluso las cualidades naturales que parecen elevar al hombre sobre los demás animales son ahora desmitificadas, “explained away”, en un empeño reduccionista de rebajarnos las ínfulas. Nos creemos libres, pero en realidad somos autómatas neuronales. Nos creemos sujetos, pero en realidad nuestra mente es una asamblea de algoritmos, un “río de conciencia” bajo el que no existe un “yo” director. El lema filosófico de nuestro tiempo es “no somos más que…” (química, genes, “memes”, “fragmentos de naturaleza arrastrados por sus leyes”…).

Roger Scruton ofrece una posible clave de esta pasión autodenigratoria. Mientras se creyó en la naturaleza humana –o sea, toda la historia hasta hace unas décadas- se consideró también que de ella cabía derivar ciertos imperativos morales: tal es el núcleo de la idea de “ley natural”. Digamos que la naturaleza humana no era algo que se tuviera de una vez por todas, sino algo que había que ganarse y de lo que había que ser digno. Noblesse oblige, humanitas obligat: si se comportaba mal –si no practicaba las virtudes, diría Aristóteles- el hombre no hacía honor a su naturaleza, descendía a un nivel moralmente infrahumano.

Hemos intentado convencernos de que el hombre no es una criatura especial para eludir el deber de comportarnos como hombres

Parece que hemos intentado convencernos de que el hombre no es una criatura especial para eludir el deber de comportarnos como hombres: “La naturaleza humana, que antes era un rasero respecto al que había que dar la talla [something to live up to], se convierte ahora, en cambio, en algo a lo que puede uno rebajarse [something to live down to]. El reduccionismo biológico alimenta este “living down”, lo cual explica que tanta gente se sienta atraída por él. El reduccionismo hace respetable al cinismo y convierte a la degeneración en algo chic”.

Recuperar la noción de sujeto humano

Scruton propone una vía filosófica para la recuperación de la noción de sujeto humano. Es una vía que en realidad ya iniciaron pensadores del siglo XVIII como Vico o Herder en el momento en que las ciencias naturales empezaban a “explicar” (por tanto, a cosificar, a rebajarlo al nivel de los demás objetos del universo) al hombre, y en la que profundizaron en el XIX otros como Dilthey o Simmel. Es la vía del Verstehen, la “comprensión” –que se contrapone a “explicación”- como operación cognoscitiva adecuada a los asuntos humanos.

La “comprensión” es en primer lugar autocomprensión. La ciencia –o, mejor dicho, la ciencia mediada y secuestrada por la filosofía materialista- puede decirme si quiere que “no soy más que” un puñado de genes y neuronas o un “río de conciencia” sin sujeto… pero yo sé que tengo que tomar hoy una decisión difícil, y que me he portado mal con tal persona, y que soy el mismo que hace décadas jugaba en el patio del colegio… Sé que quien prometió fidelidad a mi mujer al casarnos era yo, y no “mis configuraciones neuronales y estado emocional de aquel momento”.

Vico: el conocimiento interno es más digno de crédito que el que puedan proporcionar las ciencias naturales, dedicadas al estudio del mundo exterior

Por más que Foucault o Dennett deconstruyan el “yo”… yo sé que soy yo. Nuestra subjetividad nos consta “por vía interna”, mediante la introspección (lo que Kant llamó “apercepción”). Lo que vino a decir Giambattista Vico es que ese conocimiento interno es digno de crédito, más digno de crédito que el que puedan proporcionar las ciencias naturales, dedicadas al estudio del mundo exterior. Pues uno sólo puede conocer plenamente aquello que uno mismo hace: verum et factum convertuntur (la naturaleza exterior, que no ha sido creada por el hombre, sólo puede ser comprendida imperfecta y superficialmente por él).

La introspección –que acredita nuestra condición de sujetos humanos: ¡sé que soy yo, y que no soy lo mismo que un perro!, aunque el cientificista de turno intente zanjar la cuestión mostrando que sólo diferimos en unos pocos genes- no es sólo digna de crédito: también es extensible analógicamente a otras personas. Puedo presuponer en mis congéneres sentimientos, pensamientos, intenciones análogas a las que descubro en mí mismo: los constituyo así en co-sujetos. La intersubjetividad –el reconocimiento recíproco de la cualidad de sujetos- resulta ser así la entraña del mundo humano, el fundamento de la sociedad.

Despojados de nuestra condición de sujetos por una filosofía deshumanizadora, la recuperamos mediante una praxis social que no puede ser sino intersubjetiva. La moral y el Derecho se basan precisamente en la reciprocidad: porque soy sujeto dueño de mis actos, debo rendir cuenta de ellos. Porque el otro es un co-sujeto en quien presupongo una vida interior similar a la mía, no puedo tratarle como a un perro, y nos debemos mutuamente cierto respeto. Como teorizó Martin Buber, soy “yo” en la medida en que reconozco al otro como “tú”.

El mundo humano se conjuga en primera y segunda persona; el mundo inhumano de estructuralistas y cientificistas se conjuga en tercera persona

El mundo humano se conjuga en primera y segunda persona; el mundo inhumano de estructuralistas y cientificistas se conjuga en tercera persona: es “ello”, “ça”, “it” quien en realidad actúa a través de “yos” ilusorios. Dice Scruton: “Al dirigirte a mí como “tú”, me reconoces como persona y estás pidiéndome que responda reconociéndote también como un ‘yo’”. En el subsuelo de la gramática habitan simas insospechadas de profundidad antropológica, como saben los ideólogos de género que quieren introducir nuevos pronombres y volver a redactar la Constitución española.

Foto Benjamin Davies


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Francisco José Contreras
Soy catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla, donde he ejercido la docencia desde 1996. He escrito y/o dirigido diecisiete libros individuales o colectivos, tanto de cuño académico como dirigidos a un público más amplio. Entre ellos: La filosofía de la historia de Johann G. Herder; Kant y la guerra; Nueva izquierda y cristianismo; Liberalismo, catolicismo y ley natural; La filosofía del Derecho en la historia; El sentido de la libertad: Historia y vigencia de la idea de ley natural; ¿Democracia sin religión?: El derecho de los cristianos a influir en la sociedad; La batalla por la familia en Europa; Una defensa del liberalismo conservador. Activo conferenciante, colaboro regularmente, además de en Disidentia, en Actuall y esporádicamente en Libertad Digital, ABC de Sevilla, Diario de Sevilla y otros medios. He recibido el Premio Legaz Lacambra, el Premio Diego de Covarrubias, el Premio Hazte Oír y el Premio Angel Olabarría. Pertenezco al patronato de la Fundación Valores y Sociedad.