La mayor victoria de la izquierda ha sido, en realidad, un éxito cultural, el convencimiento general de que cualquier medida política que no lleve su marchamo constituirá un retroceso, la machacona insistencia en que la historia avanza inevitablemente por la izquierda.

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Si esa presunción ha sido muy general, en España ha alcanzado niveles insuperables. Hay varias razones que lo explican, la primera de ellas el fondo católico de nuestra cultura muy propicio a abrazar formas de pensar comunitaristas, convencido de que la solidaridad es un deber moral absoluto. Ese prejuicio ingenuamente bondadoso, ayudado por la envidia, se convierte en una mirada muy reticente hacia todo lo que suponga riqueza o éxito empresarial que se ve siempre bajo el signo de la desigualdad, a cualquier cosa que implique competencia y no sea para ver en una pantalla.

Además, el pasado franquista ha concedido a la izquierda dos privilegios, la asunción de un estatismo paternalista y, al tiempo, el comodín de presentar al franquismo, que es un moro muerto, como sinónimo de la derecha, del atraso y la injusticia.

El PP de Rajoy se adaptó al panorama moral imperante, asumiendo como propios muchos de los procedimientos de la izquierda

El Partido Popular (PP) de Mariano Rajoy se adaptó a ese panorama moral asumiendo como propios muchos de los procedimientos de la izquierda, mayor gasto público, socialización avanzada de toda clase de servicios, subidas continuadas de impuestos, etc., es decir no intentó jamás llevar a cabo una política distinta a la de su autoproclamación como mejores gestores frente al carácter disolvente e inestable de la izquierda, un carácter peligroso que intentó hacer visible con su apoyo descarado a Podemos, es decir, con la desestabilización del PSOE por la orilla opuesta.

Las consecuencias de esa estrategia desleal, con sus electores y con la lógica del sistema, las pagaremos durante mucho tiempo, porque ha obligado al PSOE a radicalizarse al arrebatarle prácticamente el campo político propio de una socialdemocracia respetuosa con el sistema institucional y democrático. Es como si después de haber vencido por goleada a José Luis Rodríguez Zapatero se hubiese propuesto resucitarlo.

¿Nueva línea en el Partido Popular?

El colmo de esa defección del rajoyismo ha sido su reacción a la victoria reciente de Pablo Casado, tratando de presentarlo como la extrema derecha, como una vuelta al “pasado” coincidiendo, por tanto, con el argumentario moral de toda izquierda que siempre representa al liberalismo político como la antesala de un retroceso histórico de sus supuestas conquistas.

En su reciente Congreso, el PP ha dado muestras de comprender que su función no puede seguir siendo la gestión ortodoxa de los disparates que la izquierda perpetra

En su reciente Congreso, el PP ha dado muestras de una cierta capacidad de autocrítica, de comprender que su función política no puede seguir siendo la gestión ortodoxa de los disparates que la izquierda perpetra, que debe aspirar a presentarse como una alternativa no solo electoral sino política. Claro es que esa pretensión se antoja ahora más necesaria que nunca precisamente porque el bloque electoral que fundó Aznar y que Rajoy usó para llegar al poder en 2011, está escindido.

Ciudadanos es, en efecto, el resultado electoral de ese doble fenómeno político, el abandono de una alternativa cultural e ideológica por parte del PP, y la concentración de las energías del PSOE en su margen izquierda, un doble proceso de descentramiento del bipartidismo que, por paradójico que parezca, se refleja  en esa convicción tan extendida de que PP y PSOE han sido lo mismo, precisamente porque el PP ha hecho exactamente aquello que habría tenido que hacer el PSOE, y Rajoy lo presentó siempre como una consecuencia inevitable de la normalidad, del sentido común, nada que ver, en fin, con la política.

El PP ha hecho exactamente aquello que habría tenido que hacer el PSOE, y Rajoy lo presentó siempre como una consecuencia inevitable de la normalidad

Pablo Casado se equivocará si piensa que su misión ha de consistir, simplemente, en recuperar el voto perdido, y si cree que, para lograrlo, le bastará con repetir alguno de los mantras que ha empleado en su campaña interna. En un momento en el que, a nivel mundial, es evidente el agotamiento de las propuestas políticas de la socialdemocracia, tratar de presentarse ante los electores con una política sin ambición está, me temo, condenado al fracaso.

En realidad, lo único que tiene perfecto sentido es presentar una alternativa política de carácter genuina y valientemente liberal, lo que no tiene que equivaler, en ningún caso, a una propuesta de deslegitimación del Estado de Bienestar que pueda suscitar recelos o miedos en sectores que sí están muy dispuestos a entender que se necesitan reformas muy de fondo en el modo con el que se emplean los abundantes impuestos que todos nos vemos en la obligación de pagar y que no vería con malos ojos un reajuste de los esfuerzos y un examen atento de los resultados.

Pero hay un frente todavía mucho más importante que el de la reforma valiente de la administración de los servicios públicos, de la sanidad, la educación, la cultura, y los servicios  en general, y que supondría la asunción de un pensamiento genuinamente liberal: la protección de los intereses de los ciudadanos individuales y de los pequeños empresarios, esa red de esfuerzos que pone el país a funcionar cada mañana, frente al concierto de trabas y las limitaciones de acceso que se establece en el pacto implícito, y muchas veces descarado, entre los grandes intereses financieros y la nomenklatura de las izquierdas.

Ese mismo frente de defensa de los derechos individuales está presente en la otra gran cuestión candente de la política española, el secuestro de la igualdad política que se perpetra por la acción conjunta de poco más de cuatro millones de españoles (la suma de nacionalistas vascos y catalanes) frente a los derechos del resto de más de cuarenta millones de españoles no infectados de esa miopía moral que lleva a ver al resto como inferiores y que se empeña en transformar privilegios injustificables en derechos indiscutibles y solo de esos pocos.

Las ventajas de la libertad

Ninguna de estas batallas requiere especie alguna de sectarismo o de impostura embravecida, se trata, sencillamente, de restablecer las evidencias del caso, la desigualdad efectiva que se promueve con un sistema educativo ineficiente y muy costoso, los disparates de la llamada sanidad universal, que luego es incapaz de establecer una tarjeta sanitaria única para toda España, o el abuso irremediable de las tarifas que ocultan algo más que el costo de un servicio ante el que no cabe elección porque está exclusivamente reservado a unos pocos el ofrecerlo en las condiciones que mejor les venga y enteramente al margen de derechos e intereses de los sufridos consumidores.

Si además se atreviese la derecha a discutir el marco sorayesco en el que se forran a nuestra costa las televisiones que no cesan de proclamar las virtudes de nuestras izquierdas, y que jamás informan de los ametrallamientos de Nicaragua, las carestías y carencias  de los paraísos podemitas del Caribe, o de las pantagruélicas mariscadas de ediles y sindicalistas, podríamos estar a las puertas de un verdadero cambio político.

Hay que explicar claramente las enormes ventajas de la libertad, sus benéficos efectos donde quiera que se impone

Hay que empezar a desenmascarar, con las mejores razones, la injustificable identificación de la izquierda con el progreso, la supuesta inevitabilidad y virtuosismo de sus políticas, por romper con esa estúpida convicción, que ha presidido los años de gobierno de Rajoy, para explicar claramente las enormes ventajas de la libertad, sus benéficos efectos donde quiera que se impone.

Democracia liberal significa acabar con los innumerables y onerosos privilegios del poder en todos los ámbitos, y para lograrlo hay que acabar con el espejismo del indiscutible beneficio general, hay que aprender a analizar los servicios en términos de beneficios y costos, conseguir que los ciudadanos despierten del engañoso sueño dogmático que identifica su mejor bienestar personal con el incesante y agobiante crecimiento de una sociedad que se supone universalmente administrada… pero que funciona realmente en beneficio de quienes la controlan con nuestro ingenuo beneplácito.

Foto Rodrigo Ponce de León


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web