En las democracias contemporáneas acaba funcionando siempre un principio de dualidad, algo que no es el bipartidismo, pero se le acaba pareciendo mucho. En esta dinámica influyen muchos factores, y, además, lo hacen en planos diferentes, casi irreductibles. Hay ocasiones, por ejemplo, en que el éxito de unos depende de manera decisiva del atractivo de su líder, mientras que en otras ocasiones el líder es casi irrelevante. En algunos casos, lo decisivo puede ser una atmósfera cultural o una percepción social más o menos extendida de que todo puede ir a peor o, por el contrario, de que las cosas marchan bien (esto no es lo más común, por cierto), y da casi igual quién sea la persona que le pone cara a la tendencia. Cuando la victoria se ha decantado es fácil, sin exagerar, ver qué es lo que ha resultado decisivo, pero sigue siendo difícil sacar enseñanzas generales o, mejor dicho, hacerlo sin que las consejas resulten banales o contradictorias. Tal vez lo único que se pueda afirmar con certeza es que las políticas y los políticos se agotan, y acaban por perder las elecciones, salvo que desde el poder consigan acabar con la democracia para convertir su magistratura en permanente. Esto no suele pasar en algunas partes, pero en otras es bastante frecuente, y que cada cual piense en cómo está el patio a su alrededor.

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Los políticos tienden a guiarse de manera bastante instintiva y con mucha frecuencia desdeñan las teorías y los análisis, y no lo hacen solo por la vanidad de atribuirse los méritos, sino porque están convencidos del papel que siempre juega Fortuna, y tienen miedo de irritar a esa diosa si se abisman en consideraciones demasiado pretenciosas. Por ejemplo, si el actual presidente del gobierno español se hubiese parado a pensar lo ocurrido en las últimas elecciones habría tenido que irse a casa, y eso suele ser lo último que está dispuesto a hacer un político, de manera que ha hecho lo que todo el mundo ha podido ver, dar la sensación de haber obtenido una victoria rutilante y ponerse a amarrarla al precio que fuere.

La actitud de no mirar hacia atrás es en parte explicable cuando el éxito ha acompañado, pero es suicida en el caso de derrota. Dicho de otra manera, para estar en condiciones de alcanzar el poder que se ha perdido es imprescindible comprender con acuidad y suficiencia qué es lo que ha hecho inevitable la derrota, aunque, por desgracia, resulte más cómodo y frecuente echarle la culpa a un buen número de imponderables externos tales como las crisis económicas, los errores de comunicación, la división entre fuerzas similares etc., lo que tiende a confundir las causas con los efectos.

Suele decirse que las elecciones no se ganan sino que se pierden, lo que es cierto casi siempre cuando se está en el gobierno, pero la experiencia enseña que pueden perderse también cuando no se tiene el poder, no sabiendo hacer lo necesario para ganarlas

Cuando se pierden unas elecciones, y más si la cosa es repetitiva, solo caben dos hipótesis, o bien sucede que la sociedad ya no comparte las cosas que decimos, o, por el contrario, ocurre que quienes podrían haber dado su voto, que es lo que, en principio, tenderían a hacer, no creen que lo hayamos merecido, es decir que la propuesta política perdedora ha perdido representatividad y/o ha perdido la confianza de sus electores.

La reacción corriente, y equivocada, de los perdedores suele llevarlos a poner el grito en el cielo y a emprender furibundos ataques al que ha conseguido la victoria electoral. Los líderes perdedores parecen creer que la derrota ha sido injusta y que eso ha sucedido porque no han conseguido mostrar con el realismo debido los horrorosos defectos del adversario, pero no suelen parase a pensar en las razones por las que los millones que les han votado en otras ocasiones, a veces ya un poco lejanas, han dejado de hacerlo. Y esa es la cuestión decisiva, la razón por la cual el partido perdedor representa cada vez menos a los electores que alguna vez le votaron hasta llegar, en el límite, a no representar otra cosa que a ellos mismos. En esa dinámica terrible, los electores perciben que quien fue su partido va únicamente a lo suyo, es decir al propio provecho e interés, porque ha perdido energía representativa y capacidad de conectar con la sociedad civil para convertirse en una fuerza de ocupación a la que muchos paisanos no ven razón alguna para apoyar. Esta interpretación que es, en principio, una posibilidad teórica, debería considerase como una pura evidencia cuando aparecen fuerzas políticas que disputan, con discutibles diferencias, el mismo espacio.

Suele decirse que las elecciones no se ganan sino que se pierden, lo que es cierto casi siempre cuando se está en el gobierno, pero la experiencia enseña que pueden perderse también cuando no se tiene el poder, no sabiendo hacer lo necesario para ganarlas, que no es tanto ejercer la oposición, como trabajar para convertirse de nuevo en la esperanza de los electores, para lo que se precisa, entre otras cosas, recuperar la credibilidad perdida, empezar a construir desde abajo, contar con muchas personas a las que escuchar y tener en cuenta, y hacerlo con esfuerzo, humildad y ejemplaridad. Desgañitarse mostrando lo perversos que son los malos es flor de un día, acaba cansando y no aporta nada nuevo al panorama. Por el contrario, empezar de nuevo el edificio por sus cimientos, volviendo a pensar como piensan y sienten los ciudadanos, aprender de sus deseos, esperanzas y temores es la vía segura para recuperar el poder en una democracia madura. Claro es que eso no puede hacerse cuando se tienen en la dirección del partido personas que piensan que los ciudadanos están locos por votar de la forma que lo han hecho.

La política tiene una fama que no es envidiable, pero cabe hacer mucho porque esa imagen no se deteriore más y se restaure para acercarse a lo que debiera merecer un oficio que a Burke le parecía el más noble de todos. En época del inglés tal vez se pudiera hacer política sin salir de los salones. Hoy ya no es posible, es absurdo pensarlo. Pero algunos políticos parecen pensar que hay un sustituto de esos salones reflexivos e ilustrados y que está en las continuas comparecencias en los más diversos escaparates o en el bombardeo inmisericorde de las redes sociales repitiendo siempre las mismas o muy parecidas vaguedades o bobadas. Se trata de un error mayúsculo, el político que desee triunfar hoy tendrá que escuchar más que hablar, tendrá más que aprender más que enseñar, habrá de saber convertirse en alguien en quien se pueda confiar y eso solo se consigue saliendo de los cotos cerrados de militantes, esa mezcla extraña de empleados y aspirantes, para abrirse de verdad a los electores, para estar en condiciones de llevar a cabo ese ideal que expresa el artículo 6 del Titulo preliminar de la CE de 1978: “Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”.

Si nos fijamos en España, verdad es que el momento puede parecer malo, porque ha llegado al gobierno un partido arrasado por el cesarismo de su líder, y sería raro que alguien pensase que eso podría atenuarse en competencia con el partido estalinista que  le acompaña, pero esa circunstancia tan especial puede hacer todavía más atractiva la figura de un partido que sepa despegarse de los moldes viejos, que aspire a crecer por dentro para poder estar en condiciones de ganar, que se atreva a pedir disculpas por los errores cometidos siendo autocrítico, lo que resulta imprescindible para que se pueda volver a creer en él, y que sepa trabajar bien para llegar a ofrecer un proyecto original capaz de suscitar el apoyo de esos millones que se han quedado huérfanos, desconcertados como mínimo.  Refugiarse en el tran-tran o dedicarse a hacer suyos los objetivos que debieran ser, y son, de todos, hasta tratar de identificarse con la democracia, la Constitución o el Estado será una vía fácil y equivocada.

Platón comparaba, en su última andadura, al político con el tejedor, el artesano que sabe crear una urdimbre poderosa de voluntades y esperanzas. Es y será, sin duda, una tarea larga, dura y complicada, pero nadie debiera pensar que alcanzar el poder en una democracia pueda conseguirse con menos, sin convicción, sin sacrificio, sin paciencia y sin empeño, esperando que salte el turno como en las ventanillas de la burocracia.

Foto: Tom Pumford


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web