Desde los años sesenta del pasado siglo, la historiografía española experimentó un profundo proceso de racionalización. Figuras como Jaime Vicens Vives, José María Jover, Jesús Pabón, José Antonio Maravall, Miguel Artola y Luis Díez del Corral fueron, entre otros, los principales protagonistas de ese proceso. Por desgracia, la racionalización se vio bloqueada por la emergencia e influencia, a partir de los años setenta, del plúmbeo y hórrido materialismo histórico de Manuel Tuñón de Lara y sus acólitos. Sin embargo, la hegemonía historiográfica de Tuñón de Lara duró relativamente poco tiempo; y el proceso de racionalización siguió, con mayor o menor éxito, su curso. Uno de los principales protagonistas de la reiniciación de ese proceso fue Santos Juliá Díaz, recientemente fallecido. Por cierto, su muerte se produjo casi al mismo tiempo que la ignominiosa exhumación del cadáver de su paisano y antagonista político Francisco Franco; lo cual contribuyó a oscurecer la noticia de su óbito y la consiguiente valoración de su trayectoria vital e intelectual.
A mi modo de ver, Santos Juliá encarnó lo que, desde mi perspectiva fundamentalmente conservadora, podríamos denominar izquierda racional. Como señaló Johann Gotlieb Fichte hace ya más de doscientos años, la racionalidad-libertad del ser humano depende de su reconocimiento de la racionalidad-libertad de los otros, cuya existencia es, de hecho, la que eleva, al ser finito, la exigencia de un actuar racional-libre. En ese sentido, Santos Juliá representó a una izquierda con la que se podía debatir. Algo, por desgracia, imposible con pseudohistoriadores o paleohistoriadores como Paul Preston, Ángel Vilas o Alberto Reig Tapia. Santos Juliá nunca utilizó, en el debate intelectual estrategias como el argumento ad hominen, la pseudología o el reductio ad hitlerum.
Ferrolano de 1940, su trayectoria vital fue, según sus propias palabras, la de un “hijo de la guerra”; y resulta inexplicable fuera del contexto de la España de los años sesenta, caracterizada por la modernización sociológica y tecnológica, la progresiva secularización de las conciencias y los intentos de aggiornamento eclesiástico acorde con el contenido del Concilio Vaticano II, al lado, y esto es fundamental, de la creciente disidencia de un importante sector de las juventudes y de los intelectuales respecto al régimen político nacido de la guerra civil. Católico de origen y sacerdote secularizado, su toma de conciencia social y política fue consecuencia de “una realidad de injusticia social, de miseria y de explotación que no tiene respuesta en tu mundo porque inmediatamente ves que la respuesta que te da ese mundo es moralizante e inútil”.
En su madurez, defendió que un proyecto de izquierdas debía desechar cualquier alternativa de cambio radical o revolucionario y aceptar “la democracia como un horizonte irrebasable de la política”, lo mismo que la economía social de mercado, es decir, el capitalismo
De la misma forma, ha resaltado su discrepancia en relación a la “memoria impuesta” por los vencedores de la guerra civil, “que no servía para entender nuestro presente ni para abrir vías de futuro”. Consecuentemente, los dos grandes acontecimientos que marcaron su juventud fueron el Concilio Vaticano II y sus primeras salidas al exterior: “Para los que vivimos la experiencia católica, el Concilio Vaticano II fue de una importancia radical, y lo fue salir de España, el hecho de salir e incorporar a tu biografía la experiencia de una sociedad organizada sobre unos principios totalmente distintos a los que conocimos”. A partir de tales experiencias militó en el Partido Comunista de España y en Comisiones Obreras, mostrándose partidario, en sus primeros escritos, del diálogo entre cristianos y marxistas. Su primer libro, publicado en 1971, estuvo dedicado a La China Roja, que fue víctima de la censura, y cuya trama narrativa reflejaba cierta admiración por el proceso revolucionario maoísta y la figura del Gran Timonel. Idéntico sesgo gauchista tuvo su Introducción a la Historia, un ambicioso intento de interpretación de la trayectoria histórica de la Humanidad desde la perspectiva del materialismo histórico.
Sin embargo, Juliá fue moderando y racionalizando su perspectiva ideológica, política e historiográfica. Sus estancias en las Universidades de Stanford y en el Iberian Center St. Antony´s College de Oxford contribuyeron a ensanchar su horizonte intelectual. A las lecturas juveniles de Marx y de los clásicos del marxismo y del catolicismo de izquierdas, se unieron Max Weber –cuyo estudio le fue recomendado, en un primer momento, por el gran historiador Ramón Carande-, Alexis de Tocqueville, Edward Palmer Thompson, Marc Bloch, Jules Michelet, los representantes de la sociología histórica, etc, etc. Políticamente, Santos Juliá transitó, por emplear la expresión del filósofo británico Michael Oakeshott, de una política de fe a un sano escepticismo político.
En su madurez, defendió que un proyecto de izquierdas debía desechar cualquier alternativa de cambio radical o revolucionario y aceptar “la democracia como un horizonte irrebasable de la política”, lo mismo que la economía social de mercado, es decir, el capitalismo. Lo que había quedado de la izquierda era “la consolidación del Estado social o del bienestar”, aunque se ha de tener en cuenta que “las realidades sociales son mucho más duras y que no son susceptibles de transformación a partir del Estado o del gobierno como se pretendía”. Significativamente, su opinión sobre el comunismo fue muy negativa: “Ninguna experiencia histórica ha sido tan negada por los hechos como el comunismo… ninguna además, en un período de tiempo relativamente corto”. Un escepticismo que se extiende igualmente al campo historiográfico: “Nada de visiones teleológicas de la historia, incluso en su débil versión de la última instancia; nada, pues, de determinismos ni de aceptar el pasado como inevitable”.
Aunque próximo al PSOE, nunca fue un historiador “vulgar”, es decir, más preocupado por la propaganda ideológica que por la ciencia, sino un defensor paradigmático e insobornable de una “historia razonada”, tal y como pedía a mediados del siglo pasado el gran sociólogo y economista Joseph Schumpeter. Nunca fue un intelectual cómodo o acomodaticio, sobre todo cuando los socialistas han disfrutado ampliamente de su hegemonía política. Y es que Juliá concibe el enfoque histórico como fundamentalmente crítico: “la historia es crítica de los relatos míticos, huye de la sacralización del pasado”. Todo lo cual resulta perceptible en su producción historiográfica. Las tesis defendidas en obras como La izquierda del PSOE, Orígenes del Frente Popular o Los socialistas en la política española, han pasado, en buena medida, a ser consideradas como adquisiciones historiográficas generalmente aceptadas. De su inicial interés por la historia de la izquierda socialista, pasó a estudiar las elites intelectuales y sus narraciones, cuya manifestación más sobresaliente fue su libro Historia de las dos Españas y sus biografías de Manuel Azaña, cuyas Obras Completas prologó y editó. Sin embargo, al menos en mi opinión, su mejor libro fue Madrid 1931-1934: De la fiesta popular a la lucha de clases.
Siguiendo su concepción crítica y racional de la historia, Juliá nunca ocultó, en sus libros dedicados al socialismo español, junto a sus virtudes solidarias, el aventurerismo de no pocos de sus dirigentes, en particular Francisco Largo Caballero; sus reticencias hacia los valores de signo liberal-democrático; su apuesta por el corporativismo en la Dictadura de Primo de Rivera; la escasa calidad intelectual de sus proyectos y tendencias ideológico-culturales, basados en un marxismo cientificista, al tiempo que no exento de mesianismo religioso; y sus veleidades revolucionarias a lo largo del período de la II República. No obstante, esa saludable perspectiva crítica se vio matizada por el propio autor cuando se ocupa de la figura de Manuel Azaña, con quien pareció haberse identificado de forma excesiva, soslayando muchas veces los errores, las carencias y el carácter constructivista de su proyecto político.
Pese a sus críticas al régimen de Franco, Juliá reconoció un evidente éxito económico en sus quince últimos años. A lo largo de los años sesenta, se produjo “un crecimiento sin precedentes” de la economía española, que significó “un cambio radical en la historia económica de España”. Fin de la agricultura tradicional, radical redistribución de la producción, crecimiento del producto industrial, etc. Además, el Estado se consolidó, en aquel período, y tuvo un papel central en la industrialización y, como consecuencia de ello, su posterior racionalización burocrática. Sólo con la consolidación del régimen de Franco, según Juliá, el centralismo legal se correspondió al centralismo real, a la par que político. El fracaso del franquismo fue político, porque era irreformable.
No menos valerosa fue su denuncia de las falacias de la denominada “memoria histórica”. En alguna medida, su labor fue análoga a la que en Italia realizó Renzo de Felice criticando elocuentemente la institucionalización de la memoria antifascista como legitimación de la I República. En primer lugar, negó Juliá que hubiese existido, durante la transición, un silencio impuesta acerca de la guerra civil, la represión posterior o el exilio republicano, algo que desmentía la numerosa bibliografía dedicada a esos temas. En segundo lugar, señalaba que la transición tuvo una “larga prehistoria” durante el franquismo. En tercer lugar, sometía a crítica, desde su perspectiva de historiador, el concepto mismo de “memoria histórica”, que, tal como lo entienden sus defensores, era un discurso destinado a reforzar los lazos de identidad de familia, de grupo, de etnia, de raza, de religión, o de nación; pero que, en cualquier caso, ajeno a la función del historiador profesional. Y, en cuarto lugar, denunciaba su objetivo de instaurar, desde el Estado, una memoria antifascista, algo que no sólo se había mostrado ineficaz desde el punto de vista político, sino que era incompatible con la propia existencia de un régimen político democrático, el cual debía de respetar las distintas memorias de los diversos sectores políticos y sociales.
Sin embargo, no era sólo eso; es que la narración defendida por los partidarios de la “memoria” es históricamente falsa. En ese sentido, Juliá insiste en que, sin olvidar para nada la durísima represión protagonizada por los rebeldes tras el final de la guerra civil, hay que tener en cuenta que los crímenes de los republicanos obedecieron a una “lógica propia”, reiteradamente publicitada en los discursos de los líderes anarquistas, comunistas y socialistas de que era “preciso destruir desde la raíz el viejo mundo, prender fuego a sus símbolos y proceder a la limpieza de sus representantes”. La diferencia entre las represiones del bando derechista y la del revolucionario radicaba en que “la República no logró conquistar nuevos territorios y dentro del suyo la limpieza ya había cumplido la tarea que se le había asignado”. Y es que la idea de que el conjunto de los combatientes republicanos fuesen defensores de la democracia no pasaba de ser “un anacronismo sin relación con la historia”. En definitiva, para Juliá los movimientos de recuperación de la memoria histórica eran, en realidad, “movimientos por la reparación y reconocimiento de los asesinados por los rebeldes” y sus argumentos son la negación de la historia, porque son incapaces de dar razón de la violencia revolucionaria. Así, “los asesinados en zona republicana son “fallecidos” que ya han tenido su reconocimiento y de los que no es preciso hablar”, corriéndose el peligro de que las víctimas de las derechas sean olvidadas”.
Esta posición le valió una serie de críticas destempladas provenientes de historiadores de izquierda como Josep Fontana, Francisco Espinosa o Ricard Vinyes, cuyo contenido pone de relieve la sagacidad y el espíritu cívico del historiador gallego.
En definitiva, Santos Juliá Díaz, como historiador y hombre público, fue sensible, desde su perspectiva de izquierda, al deber cívico de propagar entre los españoles una mayor conciencia crítica, racional y realista de un pasado común que hemos de compartir, a partir de nuestros acuerdos y discrepancias.
Descanse en paz.
Foto: Marta Jara