La política no suscita pasiones entre quienes podríamos llamar sus usuarios o jueces, es decir, entre quienes, por principio, tienen la posibilidad de elegir con su voto y no lo hace porque está demasiado desprestigiada, porque se suele pensar en ella bajo el muy discutible principio de que los políticos hacen muy mal lo que sus críticos, casi cualquiera, sabrían hacer de manera eficaz, simple y brillante. El populismo, entendido como el gesto de repudio de los que no gobiernan frente a los que sí lo hacen, se funda de modo muy claro en esta premisa que se ve acompañada de una visión bastante naif del poder como un principio maléfico, algo así como el argumento de quienes culpan de cualquier guerra a los fabricantes de armas, las bestias negras de cualquier pacifista occidental (que, por cierto, que no suelen florecer en otras partes).
Entender la política como un negocio de minorías, es un error explicable pero funesto. Lo primero que una política hace, y nada ni nadie más puede hacerlo, es construir una comunidad, un edificio colectivo que se enraíza en el pasado y se proyecta al mañana común, y la mejor manera de quedar excluido de esa tarea, que es esencial a los seres humanos, es la de ver la política como quien ve un fenómeno natural frente al que se es impotente porque está ajeno a cualquier designio o empeño personal.
No cabe echar la culpa a los políticos si toleramos que nos traten como bobos, que nos engañen repetidamente y que, contentos con lo que consiguen, no sepan dar, al menos de momento, ninguna señal de que se proponen mejorar
Esta visión implica una interpretación de la política que tiende a convertirse, de manera peligrosa, en un hecho demasiado común, es una forma de ver que no solo se extiende, sino que acaba creando su propia verdad, una de esas profecías que fuerzan o favorecen su cumplimiento. Con independencia del juicio que merezca este fenómeno, el que la política se independice del resto de la vida social y se convierta en una actividad de nicho, resulta evidente que su auge tiene mucho que ver con las formas en las que los políticos profesionales realizan su trabajo.
La forma de hacer política que se acaba imponiendo en un país y la idea que los ciudadanos se hacen de ella son dos caras de la misma moneda. Los políticos de profesión pueden sentir preferencia porque su actividad sea considerada como algo a lo que nadie puede aspirar o que ni siquiera se puede tratar de entender, y de ahí la profesionalización de los políticos, la carrera política y la conversión de supuestos gestores en líderes y que, en consecuencia, los ciudadanos se sientan desvinculados de lo que ocurre en la política y se reserven el derecho a despotricar.
Claro es que dejar del todo apartados de la política a los ciudadanos corrientes supone un riesgo porque se podría llegar a producir una abstención electoral escandalosa y eso convertiría a las políticas que se suponen representativas y democráticas en una insoportable farsa. Los políticos profesionales que desean que nadie les moleste en su trabajo, y en España tenemos casos bien cercanos, necesitan movilizar a sus electores, no a los electores sino a los suyos. La contradicción práctica aparece cuando buena parte de esos electores pertenecen al grupo de los que sienten la política como una preocupación absurda y muy ajena y como un ejercicio desastroso.
El remedio más socorrido para el caso está en crear una atmósfera de polarización, llevar a los electores al estado de ánimo en el que se hacen compatibles dos sentimientos contrarios, el de que la política es un desastre, con el de que todavía sería mayor el desastre previsible si no ganasen los nuestros. Acabamos de ver, por poner el ejemplo más reciente y clamoroso, la soltura con la que una política profesional a la que investiga la Justicia por la comisión de delitos en el ejercicio de su cargo se acoge a la excusa de que ha de seguir en el sillón porque no consentirá que acaben con ella las intrigas judiciales y porque, además, hay que enfrentarse al fascismo (¿¡!?).
La polarización ejerce un poder de identificación forzada con el político que puede servir de excusa para que éste olvide del todo sus obligaciones morales y sus funciones representativas, es lo que hace que nuestros diputados y senadores sean de un partido mucho antes que de cualquier lugar, algo que los asimila a los autócratas. Cuando se consigue este efecto se puede hablar a los electores en términos que nada tienen que ver con sus necesidades, sus proyectos o sus deseos, con nada que pueda significar una política en el sentido más estricto del término, un proyecto comprensible y deseable que requiere participación, de modo que el político profesional reducirá la campaña al manejo de las expectativas acerca de que su partido gane y a hacer explícitos sus temores de que pierda. El truco es casi mágico porque consigue que muchos no se hagan la pregunta que sería pertinente: ¿y a mí que me importa?
Metidos en el sendero de la polarización se pueden lograr auténticas maravillas, desde que un partido no tenga el menor programa, o tenga programas alternativos y contradictorios, y se presente como el partido de España, o de Cataluña, de la gente o del progreso, hasta que pueda llegar a reprochar a sus electores que no profundicen demasiado en la guerra cultural lo que, al parecer, esconde el intríngulis último de cualquier política. Da igual que la misma expresión “guerra cultural” sea contradictoria (como lo sería un “amor asesino”) porque lo que pretende es la movilización total, una actitud en la que ya no hay nada de qué hablar con el adversario que es un criminal que solo merece derrota y extinción. De esta forma, lo que sería natural en partidarios del terrorismo metódico se convierte en un arma habitual en manos de partidos que se escandalizarían si fuesen considerados violentos.
En el recurso a la polarización está implícita una renuncia a la política, a cualquier forma de razonamiento, de diálogo y de comprensión, de análisis y de objetividad, de forma que a quien señale problemas o carencias se le considerará un enemigo, y se le expulsará del espacio de debate en el que no cabe otra cosa que la coba y el aplauso. Como es lógico, esta forma de entender la política la devalúa y la convierte, en efecto, en una guerra, en algo muy parecido a lo que ha hecho hoy mismo el ministro de exteriores de Putin al afirmar que “nosotros no hemos invadido Ucrania”.
Es del todo ridículo que formaciones políticas que dicen estar convencidas de que proponen lo mejor no se dediquen a explicar en qué consiste y se refugien en el nebuloso mundo de las ideologías, un universo en el que reina el principio de que dos cosas iguales a una tercera no son iguales entre sí. Vivimos un momento en el que los hechos y las realidades están en un nivel muy bajo de cotización, como se ve en el trabajo de quienes dicen dedicarse a lo que se denomina, de manera harto ampulosa, fact checking, un supuesto chequeo que se convierte en persecución habitual de las ideas que, a juicio de estos censores, son contrarias al progreso, algo que ellos, en el colmo de la fatuidad y la ignorancia, dicen conocer y proteger.
Los partidos tienen una tendencia muy peligrosa a confundir sus proyectos con pura propaganda y a presentar sus supuestos éxitos, en el dudoso caso de que existan, de manera por completo independiente de los costos que hayan podido implicar. Cuando actúan así, se presentan como auténticos charlatanes, como vendedores de crecepelo y para disimular esa carencia básica tienen que acudir a que sus votantes crean que la política es el arte de dar caña, el virtuosismo del insulto, la feria de la caricatura grotesca del adversario que, para no ser menos, se presta a ello con soltura y devuelve la misma moneda. Y, así las cosas, en España estamos con el PIB de 2005 con la deuda por las nubes, con el desempleo encalabrinado y con un futuro bastante inmediato que ningún trilero va a ser capaz de disimular. No cabe echar la culpa a los políticos si toleramos que nos traten como bobos, que nos engañen repetidamente y que, contentos con lo que consiguen, no sepan dar, al menos de momento, ninguna señal de que se proponen mejorar.
Los sofismas políticos no están solo en las medias verdades que unos y otros cuentan, sino en la irresponsabilidad moral de no saber exigir más y elegir mejor, algo que no tiene que ver tanto con las jornadas electorales como con lo que hacemos y nos pasa cada día.
Foto: Edwin Andrade.