La crisis climática es difícil de explicar si nos atenemos únicamente a los datos. Como informa Stephen Koonin en su reciente libro Unsettled: What Climate Science Tells Us, What It Doesn’t, and Why It Matters, los fenómenos climáticos graves no están aumentando ni en frecuencia ni en intensidad. Las olas de calor y las sequías no son más frecuentes ni más graves; los incendios forestales no son más frecuentes, si bien los posibles cambios en la gravedad de los incendios son atribuibles a las malas prácticas de gestión forestal (especialmente en California); y los tornados F1-F5 no son más comunes (aunque el territorio que azotan parece estar tendiendo hacia el este). Los mares están subiendo, pero no más rápido de lo que lo han hecho durante siglos (después de todo, la Tierra aún está saliendo de su último máximo glacial). No se baten récords diarios de temperaturas máximas, pero sí de mínimas. Como el frío extremo mata a mucha más gente que el calor extremo, eso es bueno.

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Si los más fanáticos de los activistas contra el cambio climático se mueven por una necesidad psicológica de identidad forjada en la lucha contra una crisis existencial, no habrá forma de hacerles cambiar de opinión

De hecho, la noticia más importante en términos de bienestar humano es muy positiva. El total de muertes anuales relacionadas con el clima ha disminuido precipitadamente en el último siglo, incluso cuando la población mundial se ha más que triplicado. Se trata de un efecto riqueza, ya que un mundo más rico es mucho más resistente a los fenómenos meteorológicos extremos. Incluso aunque aumenten los costes económicos de fenómenos como los huracanes, porque cada vez más gente elige vivir en países con huracanes, el número de víctimas humanas sigue disminuyendo.

Fuente: Bjorn Lomborg.

Desde el punto de vista económico, se prevé que el cambio climático reducirá el crecimiento económico en un 2% durante el próximo medio siglo. Mientras seguimos haciéndonos aún más ricos de lo que somos hoy, seremos ligeramente menos ricos de lo que seríamos si la Tierra mantuviera la misma temperatura. Esto no es baladí, pero plantea la cuestión de qué proporciona una mayor relación entre beneficios y costes, si la lucha contra el cambio climático o la adaptación al mismo. La respuesta es la adaptación.
Entonces, ¿por qué tanto pánico? ¿Por qué intentar hacer de la lucha contra el calentamiento global el eje central de toda nuestra economía y sociedad?

No soy sociólogo ni psicólogo, así que esto me desconcierta profundamente. Mi opinión provisional al respecto -sujeto a la corrección de los expertos, al igual que mis opiniones sobre el propio cambio climático- es que nos hemos vuelto tan cómodos y tan seculares que la gente busca algo en torno a lo cual construir su identidad y su visión del mundo.
Durante la mayor parte del siglo pasado, Estados Unidos se enfrentó a amenazas existenciales. FDR convirtió una recesión grave, pero no sin precedentes, en la amenaza existencial de la Gran Depresión, movilizando a toda la economía para combatir lo que él ayudó a crear. Le siguió la Segunda Guerra Mundial, una lucha contra uno de los grandes males del siglo XX. Y le siguió la Guerra Fría, un enfrentamiento contra el otro gran mal del siglo XX, y una verdadera amenaza existencial debido al riesgo de destrucción mutua asegurada.

Aquellos acontecimientos definieron a las generaciones por aquello a lo que se enfrentaban. Incluso definimos una llamada «Gran Generación» a partir de los combatientes en la Segunda Guerra Mundial. ¿Y ahora qué? Rusia sigue siendo una molestia, pero no es probable que alcance la categoría de amenaza de la Unión Soviética. China, quizás, sea la próxima amenaza significativa, pues es sin duda la potencia emergente del siglo XXI. Pero parece haber captado la atención principalmente de los conservadores y no del país en su conjunto. Muchos conservadores también ven a los progresistas como una amenaza existencial para Estados Unidos y su modo de vida tradicional.

Tradicionalmente, las creencias religiosas han desempeñado un papel fundamental tanto en el desarrollo de la identidad personal como en la conformación de la propia visión del mundo. Para muchas personas, la fe religiosa sigue desempeñando ese papel. Esto puede ser especialmente cierto en el caso de las tradiciones religiosas más conservadoras. Pero Estados Unidos es cada vez más un país laico, y quienes carecen de un hogar espiritual pueden verse obligados a buscar algo más en lo que creer.

Puede haber una necesidad psicológica común no sólo de identidad, sino de algún gran tema que defina un nosotros contra ellos. Mientras que los religiosos pueden preocuparse por lo que los humanos están haciendo a la creación de Dios, los no religiosos son más propensos a decir que el cambio climático está causado por el hombre. Aunque esto es menos seguro, podría ser que un alarmismo climático más radical esté positivamente correlacionado con la falta de afiliación religiosa. Es más una hipótesis que una certeza. Pero no es sorprendente que algunos hayan calificado el activismo contra el cambio climático de religión laica. La retórica de la guerra del bien contra el mal es difícil de discernir del fervor religioso apocalíptico.

Si los más fanáticos de los activistas contra el cambio climático se mueven por una necesidad psicológica de identidad forjada en la lucha contra una crisis existencial, no habrá forma de hacerles cambiar de opinión. Y si Margaret Mead tenía razón al afirmar que lo único que ha cambiado el mundo es un pequeño grupo de ciudadanos entregados (reflexivos o no), puede que sean ellos los que configuren nuestro futuro político durante una generación o más.

En respuesta, debemos ser un grupo alternativo de personas reflexivas y comprometidas. Pero nos enfrentamos a grandes dificultades. La moderación no vende. Si sangra, manda, y la conciencia climática sin pánico tiene poca resonancia emocional.

Es triste que crear un mundo cada vez más confortable no sea una batalla lo bastante grande como para captar la atención y el espíritu humanos. Pero como siempre en política, debemos tomar a los humanos como son, no como nos gustaría que fueran.

*** James E. Hanley es Analista Político Senior en el Empire Center for Public Policy, organización no partidista. Obtuvo su doctorado en Ciencias Políticas en la Universidad de Oregón, tras lo cual cursó una beca posdoctoral con Elinor Ostrom, Premio Nobel de Economía 2009, y casi dos décadas de docencia universitaria en Ciencias Políticas y Economía. 

Foto: Mika Baumeister.

Publicado originalmente en American Institute for Economic Research.

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