Dicen que estamos viviendo una época que se caracteriza por el exceso de emotividad, que la racionalidad está sucumbiendo frente a una corriente de particularismos que se nutren fundamentalmente del resentimiento, de ahí que nuestras sociedades sean preocupantemente quejumbrosas e irritables. La propia palabra resentimiento abunda en la raíz emocional de este fenómeno, por cuanto hace referencia a un sentimiento negativo, invertido, enraizado en la percepción de ser víctima de un daño o una injusticia. No cabe duda de que el resentimiento puede estar justificado o, al menos, ser comprensible si la injusticia ciertamente existe. Casos de abusos los ha habido y los hay, no sólo a título individual sino también de manera colectiva. Ahí está la historia para proporcionar infinidad de pruebas, en especial en el “terrible” siglo XX. Sin embargo, no se comprende que las sociedades más privilegiadas, las que pertenecen a ese mal llamado primer mundo, renuncien a la racionalidad en favor del resentimiento y del torrente emocional en que éste se sustancia. Menos aún se entiende que todo esto derive en la justificación de la violencia y la ruptura de la convivencia. Podría entenderse que un joven se entregara al vandalismo y al saqueo si, en vez de ser chileno o estadounidense, se tratara de un muchacho de una aldea de Eritrea, que ha de recorrer a pie decenas de kilómetros cada mañana para llenar una garrafa de agua, en vez de dar dos zancadas para abrir un grifo. También podría ser comprensible que las mujeres iraníes perdieran la paciencia y se enfrentaran a funcionarios de un régimen que las encarcela por el mero hecho de descubrirse la cabeza, pero no es comprensible en mujeres occidentales que hace décadas se liberaron. Existen muchos lugares, todavía demasiados, donde las personas o bien sobreviven a duras penas o bien padecen abusos e injusticias que en nuestro bello mundo son inconcebibles. En esas sociedades, el resentimiento surge de injusticias objetivas, tan palmarias como los 148 latigazos y 38 años de cárcel a los que fue condenada Nasrin Sotoudeh, la abogada iraní que lucha por los derechos de las mujeres en un régimen teocrático. Pero las jóvenes alemanas, españolas, francesas, italianas, suecas… ¿qué motivo tienen para expresar un resentimiento siquiera parecido al de las mujeres iraníes? Todo es mejorable, desde luego, pero no estamos hablando de márgenes de mejora sino de injusticias y abusos flagrantes que justifiquen un resentimiento profundo, insoslayable. Porque ¿qué derechos disfrutan los varones que hoy no disfruten igualmente las mujeres occidentales? ¿O qué injusticia se comete con el estudiante chileno más allá de tener que sufrir el Metro en hora punta?

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¿De dónde nace este resentimiento hipertrofiado, esta ira, esta violencia y la preocupante anomía que la acompaña? Mucho se habla y se escribe sobre el proceso de infantilización de las sociedades occidentales, pero me gustaría matizar y, si es posible, afinar el tiro. Usar el término infantilización sirve muy bien para expresar la idea de una inmadurez social que no se circunscribiría sólo a los niños, sino que estaría presente también en los adultos, de ahí precisamente el problema. Pero hablar de infantilización nos hace errar el tiro, no por mucho pero sí lo suficiente como para que se nos escapen aspectos que pueden ser importantes.

No se trata exactamente de infantilismo. Lo infantil hace referencia, como delata la propia raíz del término, a la infancia. Infantilizarse sería por tanto regresar a la niñez o, en su defecto, negarse a abandonarla. Cuando hoy en día, por ejemplo, hombres y mujeres bastante más que adultos se refieren a sus parejas como “mi chica” o “mi chico”, en vez de “mi mujer”, “mi marido”, “mi esposa”, “mi pareja” o, incluso, “mi amante”, no muestran exactamente una actitud infantil, para ello deberían en todo caso referirse a sus medias naranjas como “mi niño” o “mi niña”, pero en su lugar utilizan términos juveniles.

Otro ejemplo de este matiz es cuando alguien halaga a un amigo diciéndole “estás hecho un chaval” o a una amiga, “pareces una jovencita”, se expresa así el deseo de ser jóvenes de forma indefinida, pero no el de ser niños. Chaval, chico, chica y jovencita no son lo mismo que niño o niña. Y es que entre lo juvenil y lo infantil hay una diferencia crítica. Regresar a la infancia, o permanecer en ella, es decir, aspirar a ser niños de forma permanente supondría en efecto poner tierra de por medio entre nosotros y una madurez que nos aleja del despreocupado y furioso disfrute de la vida, pero también implicaría la renuncia a ejercer determinados derechos.

Existe, sin embargo, una tierra de nadie, un lugar que está a medio camino de la niñez sin voz ni voto y la engorrosa madurez. Ese lugar es la adolescencia. Para corroborar esta hipótesis existen estudios que analizan la progresiva banalización del lenguaje. Y aunque se refieren a esta transformación también como infantilización, en realidad evidencian que el fenómeno no es tanto un regreso a la niñez como un estancamiento en esa etapa intermedia, la adolescencia, que sólo existe en los países desarrollados. En otras culturas la etapa adolescente no sólo no se comprende, directamente no existe. Si acaso está la pubertad como breve paréntesis en el que el cuerpo infantil se vuelve adulto: la niña deja de ser niña con la primera menstruación y el niño deja de ser niño cuando su semen se vuelve fértil. Pero no hay un estadio intermedio prolongado en el tiempo entre la niñez y la madurez. De la infancia se pasa directamente a la edad adulta. En estas culturas existen celebraciones y ritos iniciáticos a la madurez, algunos bastante duros, para que el iniciado tome conciencia de que, una vez desprovisto del protector manto de la infancia, ha de afrontar un mundo a menudo implacable ante el que debe mostrar entereza.

En Occidente la adolescencia es una etapa de transición relativamente reciente. No hace mucho, tan pronto como alcanzaba una cierta edad el sujeto debía asumir las responsabilidades propias del adulto; debía dejar de ser una carga familiar, emanciparse, ganarse la vida y casarse o, en su defecto, contribuir al sostenimiento de su familia. Este cambio de estado era ya señalado en la propia Biblia: “Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño”. Hoy, sin embargo, la adolescencia no sólo es una etapa que tiende a prolongarse en el tiempo, también parece expandirse en el espacio y alcanzar a sujetos supuestamente adultos, trasladándolos a un limbo, una tierra de nadie donde confluyen las ventajas de la infancia con los privilegios del adulto. Un mundo despreocupado donde ser libre no implica ser responsable. El adolescente no es un niño, al contrario que éste toma conciencia de sus derechos y desafía la autoridad de los padres y, en general, de los adultos, “no me digas lo que tengo que hacer, ya no soy un crío”, pero sin ser consecuente con sus propias decisiones. A menudo tampoco se mantiene a sí mismo, de hecho, se considera normal que no lo haga y que siga viviendo a costa de los padres por tiempo indefinido. El adolescente puede opinar sobre cualquier asunto, juzgar lo que hacen los mayores, votar, protestar, incluso exigir privilegios sin que a cambio asuma los compromisos y deberes propios del adulto. La adolescencia, al establecer un sistema de derechos sin responsabilidades, tiende a exacerbar el egocentrismo, el narcisismo, el exhibicionismo, la impulsividad y la ira. Cuando este estado se prolonga en exceso, tal y como parece ser la tendencia, proliferan individuos con inmadurez crónica, extremadamente exigentes, impacientes, irritables, incapaces de gestionar la frustración y el fracaso y, por tanto, propensos al victimismo, el resentimiento y la ira.

Como fenómeno, la adolescencia social parece haber congelado la transición de la niñez a la edad adulta, impidiendo que ésta se consume, atrapando a los individuos en el umbral de la existencia. Las personas no terminan de hacerse, sólo asumen el papel de adultas en la parte que consideran provechosa. La otra, la que es necesaria para afrontar un mundo exigente y a menudo duro, se vuelve prescindible. Para gestionar los problemas de la existencia están los padres. Y cuando, sin percatarse, los eternos adolescentes se han vuelto tan viejos que ya no hay padres, está el Estado de bienestar. Por eso, cuando una masa adolescente se siente amenazada, vuelve su mirada iracunda hacia el entorno. Concluye que algo debe estar mal en el orden social porque no es capaz de ahorrarle todos los males, todas las adversidades. Entonces, los políticos, temerosos de que el artificio de la sociedad eternamente joven y despreocupada se desvanezca, y con ello el poder que les proporciona la creciente dependencia de los sujetos inmaduros, hacen suyas las demandas adolescentes, retroalimentando el victimismo y el resentimiento, y disponiéndose así, aun sin saberlo, a emular a Calígula

“Hasta ahora mi reinado ha sido demasiado feliz. Ni peste universal, ni religión cruel, ni siquiera un golpe de Estado; en una palabra, nada que pueda haceros pasar a la posteridad. En parte por eso, sabéis, trato de compensar la prudencia del destino. Quiero decir… no sé si me habéis comprendido, en fin, yo reemplazo a la peste”.

Cuando hablo de esta afección, la adolescencia permanente, tal vez no termine de afinar los suficiente porque no proporciono una imagen específica, un ejemplo que pueda servir de referencia. Así pues, para terminar de ilustrarla, añadiré una que llamó mi atención.

“La periodista Beatriz Montañez (Almadén, Ciudad Real, 1977) decidió confinarse por voluntad propia para resetearse después de una mala experiencia profesional tras alcanzar la popularidad en programas televisivos como El intermedio».

Esté párrafo forma parte de la introducción a una entrevista a una conocida presentadora televisiva que decidió, como el propio entrevistador revela, pasar del glamour del plató a “una casa medio en ruinas sin electricidad ni agua caliente, de las alfombras rojas a una existencia solitaria en convivencia con zorros, gamos y ruiseñores”, para disfrutar de los secretos y los placeres de la vida al aire libre. Con cuarenta y tres años, Beatriz sintió que habría llegado al final de su carrera vital, que su vida ya estaba hecha. A esa edad, que en la actualidad se podría considerar como el verdadero inicio de la madurez, no como principio del fin, sino como comienzo de la plenitud, tener una vida hecha debería considerarse algo positivo. Lo preocupante sería lo contrario, llegar a los cuarenta sin tener ninguna vida. Pero al parecer ya no es así.

“Llegó un momento en mi vida en que me habían pasado tantas cosas, y algunas de ellas muy negativas, que sentí que tenía que parar y aclarar qué me estaba pasando y hacia dónde quería ir”, dice Beatriz en una parte de la entrevista. Nos confiesa así que su experiencia vital había sido abrumadora por la acumulación de vivencias. Aquí cabe preguntarse si es acaso una rareza que a una persona le sucedan muchas cosas en el margen de cuarenta años y que incluso algunas sean negativas. Es evidente que la vida no trata a todos por igual. Unos gozarán de existencias más plácidas y gratificantes que otros, pero a todos les suceden cosas. Cuanto más tiempo transcurra, lo lógico es que tiendan a pasar más cosas. Y cuantas más cosas sucedan, mayor es la probabilidad de que no todas sean positivas. Esto no debería suponer ningún shock para una persona adulta; mucho menos sumirla en una confusión no ya circunstancial y momentánea, sino indefinida. Desconozco las vivencias personales que terminaron abrumando a Beatriz, por lo tanto, no la juzgo, me ciño a sus palabras y a unas revelaciones que cualquiera que supere cierta edad podría compartir, pero que no por ello acabaría confinándose en una casa en ruinas en mitad del campo.

Quizá la decisión de Beatriz sea un elogio a fray Luis de León, a su desprecio por las pompas humanas y el ansia de fama para buscar la tranquilidad y la armonía con la naturaleza. O más tal vez una forma de encontrar la inspiración del poeta: “¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido, y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido […]!”. Después de todo, Beatriz puso fin a su confinamiento para compartir su experiencia en un libro, para lo cual regresó al mundanal ruido convertida ella misma en ruido. Ruido mediático.

No he podido hojear el libro porque en el momento en que escribo estas líneas no estaba todavía disponible, pero sospecho que más que proporcionar ciertas revelaciones, será un producto de nicho que, como tal, tendrá la finalidad de satisfacer un sesgo, es decir, reafirmar a una determinada audiencia en sus ideas o creencias. Tal vez esas creencias de moda, según las cuales en nuestro mundo todo está mal. Y la solución, más que desconectarse individualmente, porque resulta demasiado penoso, según revela la propia experiencia de Beatriz, consiste en desconectar el mundo y reiniciarlo.

Vindicación portadaMás adelante en la entrevista aparecen algunas pistas sobre otras razones del regreso de Beatriz. Y son bastante mundanas. Por ejemplo, el dinero. Los ahorros de Beatriz le han permitido disfrutar de la paz de la naturaleza durante cinco años, pero la aventura llega a su fin porque el dinero se acaba. Así, su retiro no sería tanto un verdadero compromiso ascético que estuviera dispuesta a llevar hasta sus últimas consecuencias, como una forma prolongada de disfrute vacacional. Normalmente suelen bastar unos días de descanso en un hotel rural, en la playa o practicando turismo de mochila para rencontrarnos con nuestro yo, pero a veces no sucede así. Existe la tentación de prolongar las vacaciones de forma indefinida. Te preguntas: “¿Y si no regresara y me quedara aquí para siempre?”. Esta tentación no obedecería tanto a un entorno idílico como al deseo de huir de nuestras obligaciones. Obligaciones laborales… pero también relacionales. Ser uno mismo en soledad, por más que el aislamiento prolongado resulte perjudicial (el mito de la paz interior suele acabar en alguna patología), requiere mucho menos esfuerzo que ser uno mismo con y frente a los demás. Al fin y al cabo, qué exasperantes resultan los otros como espejo de nuestro yo.

Ocurre que, a veces, cuando la adolescencia permanente nos atrapa, vivir se vuelve demasiado doloroso, porque los demás no ven en nosotros a esa persona genial y encantadora que nuestro entorno íntimo y familiar, con su sobreprotección, ha proyectado durante años. Cuando la imagen que el entorno refleja de nosotros no es la que esperábamos, llegamos a la equívoca conclusión de que en este mundo no hay sitio para nosotros, de que el mundo no nos quiere. Pero suele ser al revés: somos nosotros quienes renegamos del mundo porque nos exige demasiado. Lamentablemente, apartarnos del mundo no nos ayuda a reencontrarnos. Al contrario, nos lleva a ignorarnos, a recluirnos en el umbral de la existencia.

En 1969, el biólogo molecular Gunther Stent publicó un libro que fue muy leído: The Coming Golden Age: A View of the End of Progress (La próxima edad de oro; visión del fin del progreso). La edad de oro a la que Stent se refería era una cultura semejante a la de Polinesia, es decir la cultura en la que pensamos cuando se habla de la edad de oro primigenia y pura. Stent señalaba al creciente desinterés por la ciencia, la tecnología y el crecimiento económico de las generaciones criadas por una imponente clase media surgida en la segunda mitad del siglo XX. Y vaticinaba que el desarrollo de los países “atrasados” acabaría conduciendo a la misma desilusión por el progreso que ya estaba afectando a Occidente. Así, todo el mundo desarrollaría un deseo cada vez mayor de huir de la ética del trabajo, de las exigencias de la tecnología y las cargas de la prosperidad. En un proceso gradual pero imparable, las sociedades, una tras otra, emprenderían el camino hacia la Polinesia, hacia un tipo de sociedad basada en la sencillez, la naturalidad… y la tranquilidad. Sin embargo, en este proceso no se dejaría atrás la tecnología porque es una fuente de comodidad. Así, en la entrevista a Beatriz, su entrevistador asegura que es imposible olvidar el capítulo en el que ella cuenta “cómo se rebanó accidentalmente el dedo pulgar cuando cortaba leña con una motosierra”. No cabe duda que una motosierra es una herramienta mucho más sofisticada y cómoda que un hacha o un machete. O que se felicite por no haber tenido que hacer dicha entrevista telefónicamente, dada la mala cobertura de Beatriz, lo que indica que ella disponía de un dispositivo móvil.

Más allá del caso específico de Beatriz, lo que Stent apuntaba era el fin de la idea de progreso en un mundo donde la independencia económica estaría asegurada. En la actualidad, sin embargo, esta independencia parece lejos de estar asegurada, pero es comprensible que Stent se equivocara en este punto, al fin y al cabo, el libro lo escribió en los años sesenta, una década de crecimiento desaforado y de derroche colosal, en la que, además, se ignoraban en buena medida las complejas interacciones de las fuerzas que rigen la economía. Pero en lo referente al creciente desinterés por la ética del trabajo, la responsabilidad y el compromiso, Stent parece haber estado bastante más afortunado. Sin embargo, no acertó a anticipar el signo quizá más característico de nuestro tiempo: la propensión a elevar las vivencias personales a la categoría de problemas sociales.

Mi opinión es que estas dolencias que nos afligen, si bien pueden dejar secuelas, son por fuerza transitorias. Tan pronto como no ya las sociedades sino las personas individualmente toman consciencia de sus verdaderas necesidades y urgencias, y que éstas no podrán ser resueltas de forma mágica, la mística desconexión del mundo se convierte en un lujo imposible, igual que esas largas vacaciones que se acaban cuando se acaba el dinero. En realidad, todos sentimos íntimamente la misma inquietud respecto de la vida, no somos muy distintos en esto unos de otros. Comprobamos que la vida es una experiencia dura más o menos jalonada de momentos gratos que dependen de nuestro esfuerzo, pero también del azar y la suerte. Desprovista de velos místicos, para la sociedad moderna el conocimiento es básicamente conocimiento de muerte, porque la única certeza que realmente tenemos es que moriremos, aunque desconocemos el cuándo y las circunstancias. Esto hoy nos angustia especialmente porque la creencia en una vida después de ésta es cada vez más inusual. Pero debemos sobreponernos, comprender que este miedo existe en cada uno de nosotros. No hacer alarde de él ni convertirlo en el fundamento de nuestras decisiones; mucho menos en el motor del progreso. El miedo es un mecanismo de seguridad que nos advierte del peligro, cierto, pero también puede convertirse en un reflejo letal cuando la percepción del peligro es exagerada y perdemos el control.

En ocasiones, para comprender la psicología humana, los investigadores recurren a situaciones extremas donde los individuos se ven obligados a elegir entre muy pocas opciones. Así, por ejemplo, los soldados, que han de lidiar con situaciones límite, proporcionan pistas sobre los factores que, al margen de la herencia genética, determinan la consistencia o inconsistencia de un individuo. Y han averiguado que la medida del miedo no mantiene una relación proporcional con la gravedad del peligro.

Como explica Sebastian Junger en Guerra (2011), en la Segunda Guerra Mundial, unidades aerotransportadas implicadas en los combates más violentos de la guerra tuvieron, contra todo pronóstico, los niveles más bajos de baja psiquiátrica de todo el ejército estadounidense. Lo habitual es que en las unidades de combate se descuente una baja psiquiátrica por cada cuatro bajas físicas. En la guerra del Yom Kippur, en 1973, el índice de bajas se ajustó a esta proporción con extraordinaria precisión. Sin embargo, en las unidades encargadas de la logística, que afrontaban peligros muy inferiores a las de primera línea, esta proporción se invirtió con tres bajas psiquiátricas por cada baja física. Una discrepancia que también se manifestaba según el grado del combatiente. Los oficiales, que tenían cuatro veces más probabilidades de morir o resultar heridos en comparación con el resto, acumulaban sin embargo sólo una baja por hundimiento psicológico por cada cuatro bajas físicas. Así pues, el factor principal que determina la consistencia psicológica no es tanto el nivel de peligro como la sensación de control. Esto significa que, en circunstancias extremadamente peligrosas, los combatientes mejor instruidos son menos propensos al hundimiento psicológico que los poco instruidos en situaciones de bajo peligro.

Pero no importa lo entrenado que esté: en combate el soldado siempre tendrá miedo, y percibirá en el camarada ese mismo miedo. Sin embargo, el soldado bien preparado controla su miedo. El adiestramiento y las duras pruebas a las que ha sido sometido le proporcionan una valiosa experiencia y una mayor confianza en sí mismo. Ha aprendido a gestionar el estrés y es capaz de mantener el control en un entorno sumamente hostil, donde los instintos primarios tienden a anular a la razón. Sabe que el miedo, si no se controla, desemboca en el pánico. Y que la medida del pánico es inversamente proporcional a las probabilidades de supervivencia. Debe, pues, contener el miedo, mantenerse firme e interactuar con los demás según una simple pero eficaz regla: “tú me cubres a mí y yo te cubro a ti”.

Por supuesto, la realidad del soldado en tiempos de guerra es muy distinta a la del civil en tiempos de paz, pero puede ser una enseñanza muy útil para cualquier persona, sea cual sea su realidad. Y, en general, nos advierte que nuestras sociedades están privando a los individuos de la preparación y la experiencia necesarios para afrontar la realidad. Esto está suponiendo un grave problema, porque, si bien la vida a menudo puede resultar dura e incluso pavorosa, esconderse o huir son las dos formas más inútiles y peligrosas de afrontarla. Debemos pues replantearnos cómo estamos haciendo las cosas.

Vindicación

Foto: Greg Rosenke.