Explicaba Rodríguez Vidales que las series tienen un gran poder de seducción sobre nosotros a través de sus tramas, sus mensajes y sus personajes. Pueden moldear nuestros gustos, opiniones y comportamientos, la mayoría de las veces sin que nos demos cuenta.
Esta manipulación no es nueva: desde hace mucho tiempo se practica en el cine. Pero las series se han demostrado más eficaces. La posibilidad de dividir una historia en capítulos permite un desarrollo mucho más largo sin perder la atención del espectador. Los personajes de una serie y sus mensajes entran en nuestra vida y permanecen con nosotros durante meses, incluso años, no sólo durante hora y media. Y su influencia es mucho mayor mayor.
La serie como medio de transformación social
En su día, el éxito de la candidatura de Barack Obama se debió en buena medida al actor Dennis Haysbert, que encarnó durante varias temporadas a un ficticio presidente de los Estados Unidos de raza negra en la serie 24. Según reconoció el propio Obama: “el personaje al que dio vida Haysbert mostró cómo sería América si su presidente fuese un hombre negro. Y lo que vieron los espectadores les gustó”.
Y así fue. Cuando arrancó la campaña electoral que llevaría a Obama a la Casa Blanca, la serie 24 ya había emitido su sexta temporada. Los norteamericanos habían visto 144 capítulos de aproximadamente una hora de duración. Estaban mentalmente preparados para su primer presidente negro.
Cuando arrancó la campaña electoral que llevaría a Obama a la Casa Blanca, la serie 24 ya había emitido su sexta temporada
Otra ventaja de la larga duración de las series es que permite aquilatar los personajes sutilmente. Así un personaje terrible puede, a base de sucesivas pinceladas, terminar resultando simpático, incluso entrañable. Esto no obedece a una desviación del telespectador: es mérito de los guionistas, que, capítulo tras capítulo, en una labor artesanal, dotan al personaje de nuevas facetas que envuelven su esencia fundamental en papel de celofán. Y a pesar de su intrínseca maldad,el personaje termina siendo entrañable incluso para el espectador moralmente más estricto.
De una manipulación ingenua a otra sofisticada
Hace décadas, la manera en que el cine moralizaba era bastante simple e ingenua. Invariablemente, el protagonista se enfrentaba a la adversidad. Y a base de sacrificio, coraje y principios, lograba salir victorioso. El mensaje no tenía doblez: esforzarse y hacer lo correcto llevaba aparejada una recompensa. Claro que entonces lo correcto era mucho más fácil de identificar que hoy.
En el viejo cine, que John Wayne matara a Liberty Balance era moralmente aceptable. La violencia era el desenlace, la medida extraordinaria mediante la que el bien se imponía al mal. Todo lo sucedido durante el metraje se resolvía en un instante. En cambio, la violencia a largo plazo, recurrente, era una característica del pistolero sin escrúpulos o del malvado que para dominar el mundo, como el Dr. No. Hoy, por el contrario, en ciertas series abundan los protagonistas esencialmente violentos, cuya violencia no es el corolario de la trama sino la trama en sí.
El mayor cambio argumental que han traído consigo las nuevas series es convertir a los personajes en marionetas dominadas por un entorno que les trasciende
Pero el mayor cambio que han traído consigo las nuevas series es convertir a los personajes en seres atormentados por el entorno y que, en consecuencia, no son responsables de sus actos. Así, mientras el eje de la acción en El ala oeste de la Casa Blanca era un presidente de los Estados Unidos sofisticado, culto y humanista, House of Cards sumerge al espectador en un entorno depravado donde se concentran los peores impulsos de la humanidad. Como explica Dominique Moisi, «en House of Cards el mundo no es como los espectadores creen que debería ser, pero sí como ellos temen que es”; es decir, el verdadero personaje es el entorno.
El argumento del mal estructural
Cada vez es más habitual que las series recurran a un esquema coral donde los individuos están a merced de un «mal estructural”: hagan lo que hagan, el entorno les trasciende. Así, la serie Mad Men, aunque tenga un personaje principal, Don Draper, el verdadero protagonista es el universo de ambición, de vanidad, de lucha por el poder, de desencanto, infelicidad o frustración de un mundo machista y capitalista.
Este mismo esquema del mal estructural se repite en otras series, donde la trama del asesino en serie es un pretexto para instalar en la mente del espectador la idea de un mundo injusto y viejo que produce psicópatas.
En Damnation (Perdición), los guionistas van todavía más lejos: Transmiten la idea de que un individuo por sí sólo no es nada
En Damnation (Perdición), los guionistas van todavía más lejos. Transmiten la idea inequívoca de que un individuo no es nada: necesita sumirse en la comunidad para derrotar a un sistema perverso y cruel, recurriendo a la violencia que, en su caso, es legítima porque obedece a una buena causa colectiva.
Una industria del entretenimiento ideologizada
Puede que todos estos mensajes que las nuevas series lanzan formen parte de una moda pasajera. Sin embargo, también es posible que obedezcan a la llegada de una nueva generación de creadores que, como es tradición en el mundo de la industria audiovisual anglosajona, se forman en universidades prestigiosas pero cada vez más ideologizadas. Es difícil asegurarlo. Sin embargo, resulta curioso que esta tendencia en las series televisivas coincida en el tiempo y el espacio con el ascenso de una generación de politólogos y expertos que defienden mensajes bastante similares.
Sea casual o no, resulta paradigmática la última creación de la BBC, McMafia, donde la novia del protagonista llora desconsoladamente cuando se entera, no ya que su futuro marido está implicado en una sangrienta trama mafiosa, sino que mueve grandes sumas de dinero en paraísos fiscales. Parece que para los nuevos guionistas mancharse las manos de sangre es perdonable, pero no el terrible pecado de defraudar a la Hacienda Pública. Que cada cual saque sus conclusiones.
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