Aunque viajeros ha habido siempre, fue desde mediados del s. XIX que se hizo usual el turismo organizado. “Entre las peculiaridades de nuestra época se encuentra el viaje de masas. Antes viajaban unos cuantos elegidos, hoy lo hace cualquiera” —decía Fontane en 1873. Posteriormente, en el siglo XX, el abaratamiento de los transportes, su accesibilidad a las multitudes y el invento y popularización de las vacaciones hicieron posible lo que hoy conocemos como turismo de masas, viajeros en rebaños, ese curioso fenómeno migratorio de corto período. No es de extrañar que la clase barata de los vuelos se llame también turista. Obedece a esa intuición peyorativa de hombre-masa que viaja, plebe barata con ideales baratos y con poco en común con los viajeros de antaño. De hecho, la palabra turista, fue utilizada muchas veces con tintes peyorativos desde poco después del comienzo de su uso, a finales del s. XVIII.
“Turismo. Suben el monte como animales, bestialmente, empapados en sudor; nadie les ha dicho que a lo largo del camino pueden contemplarse vistas muy hermosas” (Nietzsche, El caminante y su sombra).
Las gentes, desde tiempos inmemoriales, tienden a imitar a los grandes personajes, a aquellos héroes que por poder, influencia o fama han sido dignos de admiración. Los ideales de los héroes son los ideales a alcanzar. En el pasado, muchos de esos héroes viajaban y conocían mundo. Así, nos llega desde la antigüedad la idea de que viajar es conocer mundo, y conocer mundo enriquece a la persona, ensancha su alma. El que viaja se hace más sabio, siendo la sabiduría un ideal admirable para el vulgo en cuanto a que consagra a algunos a la fama. De alguna manera, el hecho de que antaño aquellos viajeros volvieran de lejanas tierras contando asombrosas historias, ayudó a afianzar esa asociación entre viajes y conocimiento. Quizá por ello hoy también las masas quieren conocer, no se sabe muy bien para qué, pero quieren conocer mundo y divertirse en él como si se tratase de un inmenso parque temático. El turista es la vulgarización del viajero.
El turismo de conocimiento está canalizado básicamente a la visita de museos y lugares históricos. El turista de este tipo viaja a un lugar distinto cada año, y va variando de ciudades, países e incluso sociedades. Visita un museo, luego una catedral, luego otro museo, un castillo, una casa-museo, un castillo, otro museo más… También obras de arte: arquitectura, escultura, pintura, y observa el tenedor con que comió fulanito, o el meadero en que orinaba menganito. Existen profesionales verdaderamente interesados en el estudio de lo que observan, pero son una pequeñísima minoría a la que no se adscribe casi ningún turista de masas.
“Todos tienen, dicho con otras palabras, el derecho (y casi el deber) de profanar, con sus voces y sus gritos, sus pantalones cortos y su cara de buey perdido entre la manada, esos lugares en los que sólo se debería penetrar con el respeto y la emoción de quien accede a un lugar sagrado” (Javier Ruiz Portella [ensayista y editor contemporáneo], Los esclavos felices de la libertad).
El turista quiere conocer visualmente, quiere llegar a un sitio y ver imágenes. En esto se diferencia de aquel que ve con los ojos del espíritu, del entendimiento. El que participa realmente del arte, de las ciencias, de la sabiduría, no pretende visualizar sus representaciones sino entenderlas. Por el contrario, la turba de vacaciones no quiere pensar, ni calentarse la cabeza; simplemente aspira a pasar por delante de sus ojos aquello que el sabio busca entender. Que le pongan delante de sus ojos un castillo para que pueda hacer la foto y decir: “¡oh, qué bonito!”. Sucede algo similar en la astronomía de aficionados; éstos sólo aspiran a ver con sus ojos algunos astros, pero no buscan la comprensión del cosmos que persigue el espíritu científico. Ponen su ojo detrás del ocular y ven un borrón del que alguien les dice que es una galaxia. ¿Y para qué les sirve ver una galaxia si no saben lo que es? Y si se conociesen lo que es, ¿de qué sirve ver algo si ya el espíritu lo conoce? Igualmente sucede con el turismo de ver cosas. Tras el aparente interés por la cultura de las masas interesadas por ver representaciones de la misma no hay más que un pasatiempo snob propiciado por la posibilidad de realizar viajes que ofrecen los tiempos actuales.
“Seréis hombres tratando con los que lo son, que esso es propiamente ver mundo; porque advertid que va diferencia de ver al mirar, que quien no entiende no atiende: poco importa ver mucho con los ojos si con el descubrimiento nada, ni vale el ver sin el notar” (Baltasar Gracián, El criticón [novela]).
Para que el turista tenga menos preocupaciones, no vaya a ser que se le caiga el pelo de tanto pensar, las organizaciones turísticas y los libros de viajes estandarizan el viaje señalando qué lugares se deben visitar para conocer una ciudad o punto geográfico. Así, al turista se le caerá el pelo pero sólo porque se lo han tomado los demás. Conocer una ciudad se hace equivalente a visitar los sitios estándares marcados, y cuando el turista haya terminado con la ruta marcada podrá decirse que ya conoce la ciudad o emplazamiento; no antes, por definición. Con ello, el turista tendrá derecho a farolear de sus conocimientos de la ciudad en cuestión. “Conozco tal ciudad” —dirá el turista—, “he estado allí”; y que nadie dude de su palabra pues de lo contrario nos castigará con una aburrida muestra de souvenirs y fotografías que prueben la veracidad de su palabra.
Hay cosas que si uno se para a pensarlas rozan lo absurdo. Si hace un siglo o dos le contásemos a alguien lo que vemos hoy en día sobre las arenas, pensaría que la gente se ha vuelto loca. Pase lo de darse un baño para quitarse los calores, pero ¿ponerse moreno?, ¿pasarse horas y horas bajo el Sol abrasador del verano en vez de en una sombra agradable?
Los casos más extremos de estandarización del turismo de conocimiento son los viajes organizados. Se mete a los individuos en una lata de sardinas con ruedas de la que sólo se les permite salir para comer, ir al servicio, dormir, tomar fotografías o comprar algún souvenir. El turista puede estar seguro de que conocerá bien las habitaciones del hotel donde duerma y la butaca del medio de transporte que utilice. Es un duro trabajo: madrugar, todo el día moviéndose, hacer fotografías, comprar recuerdos para los amigos… Los viajes programados programan el aprendizaje, de modo que nadie aprende más de lo que debe, o sea, nada nuevo. Y eso en el mejor de los casos; todavía puede ser peor cuando se deforma la realidad, cuando se representan para los turistas escenas de teatro que dan una imagen del lugar irreal. Ejemplo: en algunos países asiáticos, se les representa a los turistas el numerito de los elefantes levantando troncos, cuando, realmente, en esos países ya no se utilizan los elefantes para esa labor sino máquinas. En la isla donde vivo actualmente, Tenerife, suele haber bastante turismo y se vive de eso. Veo cómo vienen los turistas con sus camisas de flores —pensarán, ¡qué sé yo!, que han llegado a una isla tropical paradisíaca o algo así— y cómo los llevan de un sitio para otro enlatados en los autobuses todo el día y les dan una imagen de la isla bastante artificial, bastante distinta de la que tiene una persona que vive aquí todo el año. Dan pena, verdadera pena.
¿Conocer nuevas culturas? ¿Qué culturas, si hemos acabado con toda diferencia y homogeneizado el mundo? Acaso queden sólo algunos espectáculos montados para turistas en algunos lugares en que representen la obra de teatro de una cultura y tradiciones exóticas, como la de los elefantes asiáticos. El turismo no fomenta el conocimiento de la realidad, sino un espectáculo o parque de atracciones. De la diversidad de culturas en un mundo globalizado sólo quedan representaciones.
Los souvenirs, las fotografías o videos, etc. son muy importantes dentro de la mentalidad turística habitual, hasta el punto de que la mayoría de los turistas no conciben un viaje sin los mismos. Deriva todo ello de una insatisfacción ante lo vivido y un consuelo engañoso de haber viajado para algo. El viajero se da cuenta de que ver un museo u otro, un monumento o un castillo o unas cataratas… no es más que recrear por unos instantes los sentidos con cierta información o visiones rápidas, y que toda la grandeza contenida en lo que ve no tiene cabida en su pequeña cabeza. No puede captar lo sublime de las grandes obras artísticas con una visita relámpago, pues ello es algo que lleva muchísimo más tiempo, quizás largos años de contemplación y admiración. Frustrado e insatisfecho por la inversión de sus dineros en el viaje, incapaz de transformar su alma durante una corta y ajetreada visita, precisa de recuerdos que le hagan concebir la ilusión de que se lleva a casa parte de la grandeza visitada. Pretende suplir las impresiones mentales con las impresiones sobre papel o sobre cualquier soporte material. Piensa para sí: “cuando llegue a casa se las mostraré a mis amigos; ello me servirá no sólo para deslumbrarles y provocarles la envidia que suscita el ostentar un status de persona viajera, sino que me permitirá almacenar en mi alma la grandeza contemplada que de otro modo se disiparía. Esto compensará el esfuerzo de haber viajado”. Lo primero es cierto, pero lo segundo no: sucede lo mismo que con los libros, no es uno más culto por tener la casa llena de libros, sino por haberlos leído y digerido. Tiene relación este fenómeno con el principio de realidad: la ilusión de disfrutar mañana ante la imposibilidad de disfrutar hoy.
También el acto de comprar regalos a las amistades y parientes cuando se va de viaje parece reflejar cierta emulación de los viajeros de tiempos pasados que iban a tierras lejanas y traían objetos sorprendentes y desconocidos. Hoy, en plena globalización, apenas hay objetos que sólo se puedan adquirir fuera de las fronteras nacionales, salvo quizá los mismos souvenirs que llevan tatuados el nombre del lugar. Por ello se crean las tiendas especializadas en artículos para turistas. “La decadencia del regalar se refleja en el triste invento de los artículos de regalo, ya creado contando con que no se sabe qué regalar, porque en el fondo no se quiere” (Adorno, Minima Moralia). De hecho, la estupidez humana alcanza límites insospechados cuando observamos qué clase de artículos de regalo ofrecen las tiendas de souvenirs, como camisetas que llevan impresas mensajes del tipo “Alguien que me quiere mucho me ha traído esta camiseta de…”. ¡Increíble! Y se venden, se venden…
A pesar de las definiciones actuales de conocer mundo como conocer los lugares estándares de cada emplazamiento, todavía creo que debiera quedar algo de sentido común para percatarse de que hay algo más; que no se conoce una ciudad por sus monumentos ni en una o dos semanas. Sí es cierto que viajando se aprende, pero no en este tipo de viajes. Los lugares turísticos están preparados para ofrecer una imagen artificiosa de lo que es el lugar. El hecho de que estos lugares estén permanentemente ocupados por manadas de borregos manipuladas, el hecho de que los negocios de souvenirs proliferen como setas, me lleva a pensar que el sentido común es el menos común de los sentidos, como ya apuntaron muchos pensadores.
El viaje original es otro de los sueños de los imitadores de héroes. El viaje a los lugares exóticos llama mucho la atención al impresionable vulgo. El exotismo se doma para que sea accesible a los niños mayores con delirios de aventurero. Y, claro, al hacerse masivamente esos tipos de viajes dejan de convertirse en originales. Por eso, cada año salen nuevos destinos en oferta, cada vez se ponen en venta más zonas del mundo como parques de atracciones para los sedientos de aventuras domesticadas. Ha de ser la cosa bien domesticada, organizada, controlada y asegurada, con sus reservas para todo y sin demasiado lugar para la improvisación. En el fondo, en el vulgo subyace un sentimiento de cobardía que le haría incapaz de enfrentarse a una aventura real. Lo que el vulgo desea es la imagen del aventurero, como desea la imagen del sabio viajero, pero no aspira a ser uno de ellos. Sólo busca entretenimiento para unas vacaciones, y hacerse la foto que atestigüe su visita. Tienen sus casitas, sus niños y sus empleos y su mundo de seguridad en sus localidades, y no son por lo general desarraigados nómadas en busca de lo imprevisible. Además, ya se acabó la época de los descubrimientos, sólo quedan unos sentimientos frustrados de aventura y caza que en muchos casos se sustituyen viendo un partido de fútbol cómodamente desde casa.
Aventureros de juguete son estos tipos genuinos, ingenuos que buscan lo peculiar en las agencias de viaje. Ya no sólo persiguen lugares exóticos sino también actividades extravagantes, con aire de aventura. Hay incluso quien lleva su libretita y toma notas para poder escribir de las memorias de su viaje la novela que lo lanzará a la fama, tal y como se tratase de una expedición a lugares inexplorados como hacían los aventureros y naturalistas de otras épocas. Me recuerda a esos juegos infantiles de aprendiz de químico o de astrónomo con instrumentos de juguete. Aventuras de juguete son las que se venden a estos niños grandes. Aventuras programadas y bajo control que poco tienen de espíritu de desafío y sí, más bien, responden a una satisfacción de las necesidades cuasi-infantiles de hombres que sueñan con ser aventureros. Safaris de bichos, excursiones entre montañas, cruceros por mares tropicales, senderos por rutas siniestras, excursiones por la selva visitando a indígenas pagados para que hagan su representación, doblar el cabo de Hornos… rebaños guiados. ¿Qué creen que van a aprender estos pobres hombres? Quizá, si son observadores con los compañeros de viaje y las gentes que uno se tope por esos lugares donde tienen preparada la representación teatral, podrán cerciorarse de que la mediocridad es algo tremendamente extendido por todo el planeta. Aprender algo acerca de lo complejo, lo abstracto y lo grande de las sociedades, requiere más tiempo y mayor perspicacia que la que suelen tener estos aventureros de quince días. Si no hay mucho tiempo y se quiere aprender: el mejor viaje…, un buen libro.
Los viajeros de largas temporadas, meses o incluso años, trotamundos que vagan de un lugar para otro sin cámara fotográfica colgada del cuello, merecen mayor consideración. No son ya turistas propiamente dichos, sino viajeros. Desgraciadamente, la homogeneización del mundo, la tendencia a la extinción de peculiaridades locales, hacen que el viajero de hoy en día no pueda aprender mucho más de lo que haría permaneciendo en una única ciudad. Efectivamente, las ciudades cosmopolitas comienzan a proliferar en todo el mundo, las gentes se desplazan de un lugar para otro en grandes masas y las personas van de ciudad en ciudad, de país en país, trabajando una temporada en un sitio y otra en otro, visitando unos y otros lugares. Así, por ejemplo, es muy frecuente actualmente encontrar gran cantidad de jóvenes australianos en el Reino Unido, personas que llegan con la ilusión de encontrar algo distinto en el viejo continente y se topan con trabajos y actividades similares a las de todos los lugares del mundo: pizzerías, hamburgueserías, porteros, secretarias…, los típicos trabajillos de todos los lugares desde que el mundo se ha capitalizado y la Coca-Cola es conocida en el noventa y nueve y mucho por ciento de los lugares. Los viajes en busca de una ordinariez distinta se ven, de este modo, frustrados. Y si uno busca el amor de su vida en un país lejano, pues quizá parte del ansia del viajero esté relacionada con un anhelo sexual frustrado que cree poder liberar en tierras lejanas, también encontrará que hombres y mujeres se comportan de modo similar en todas partes y, salvo prostitución barata o intereses de salir de la pobreza por parte de algunos individuos de otras tierras, la misma represión asociada a la civilización moderna se halla en todo el planeta.
“Todos los vagabundos estamos hechos así. Nuestra ansia de errar y vagabundear es en gran parte amor, erotismo. La mitad del romanticismo del viaje no es otra cosa que una espera de la aventura. Pero la otra mitad es una necesidad inconsciente de transformar y diluir lo erótico” (Hermann Hesse, El caminante [poemas y reflexiones]).
No quiero decir que las diferencias hayan sido totalmente eliminadas, pero sí son cada vez menores. Lugares tan exóticos como la India no son ya tan exóticos aunque se conservan unas diferencias más remarcadas que muchos otros países más occidentalizados. Siempre se encuentran detalles que llaman la atención en este tipo de países, en especial en lo que se refiere a la organización social y las costumbres, pero nada nuevo hay bajo el Sol que ya no haya sido relatado por otros viajeros y que no pueda ser estudiado en una biblioteca desde cualquier ciudad del mundo. Es además harto difícil toparse con pueblos al margen de la globalización, de la Coca-Cola y los jeans.
No sólo está el problema de encontrar lugares distintos, que alguno realmente pudiera quedar, sino también buscar la esencia de lo grande en cada lugar. El verdadero viajero por conocimiento es una persona cuya condición necesaria es viajar, pero no suficiente. El viajar en busca de una vida nueva está condenado al fracaso si uno no está dispuesto a cambiar. Y no sólo se trata de cambiar los hábitos o costumbres, aspectos secundarios éstos, hay algo más que distingue a las sociedades, o mejor dicho distinguiría a las ciudades en caso de que conservasen sus peculiaridades. Ese algo se asimila tras mucho tiempo viviendo en un lugar, y sólo después se comprende que no ha sido solucionado el problema que al viajero hizo abandonar su lugar de origen. Se aprende interactuando con la gente de los lugares por donde uno pasa, no sólo viendo piedras de monumentos. Y mi experiencia me dice que uno está más abierto y perceptivo cuando viaja solo, pues no se trata de viajar como quien ve una película de cine comiendo palomitas y comentando con quien nos acompañe las mejores escenas, se trata de experimentar uno mismo, de sentir otras circunstancias diferentes a las habituales. Nada hay que ver que no se pueda ojear en un libro o en una página web, pero sí hay muchas experiencias que no se venden en un catálogo de una agencia de viajes.
De todos modos, mis comentarios en este artículo no pretenden dirigirse a estos hombres de mundo sino al turismo estacional. El vulgo, aunque lejos de los ideales del esteta viajero, siempre querrá emularlo, hacerlo su modelo, como la bisutería imita al oro. El caminante que busca la voluntad ha de tener claro que su vivir no es el del vulgo como su caminar no es el del turista. Mejor sería quedarse en casa y viajar con el pensamiento que no llevar el cuerpo de paseo dejando nuestra cabeza en casa.
Otro grupo diferente al turista de conocimiento es el del turista por diversión, que comprende dos o tres grupos principales: playa, montaña y ciudad, básicamente.
El turismo de diversión en ciudad puede tener también parte de turista por conocimiento, encontrando divertido el visitar uno y otro museo. El turista busca conocimiento y al mismo tiempo se regocija, disfruta ante la idea de estar adquiriendo conocimiento. También la diversión espera en las típicas actividades de cualquier ciudad: cines, bares, discotecas, parques de atracciones, o simplemente en una habitación de hotel donde hacer el amor con un escenario distinto al del propio hogar; actividades que casi siempre se pueden realizar en el lugar de residencia habitual. Cabe quizá incluir aquí al turismo sexual, que busca en la prostitución de otro país lo que también podría encontrar en el suyo propio, salvo abusos fuera de la ley. O también se puede hablar del ir de compras a otros lugares, algunos de ellos mucho más baratos que el lugar de origen; y ello sería rentable económicamente si no fuese porque los gastos del viaje normalmente superan el ahorro en las mercancías adquiridas. Además, salvo souvenirs, pocos son los productos que no se pueden adquirir importados desde el propio país de origen.
Los montañeros urbanos son esa gente que realiza largas caminatas hasta la cima de las montañas o algún lugar pintoresco y, cuando alcanza su objetivo, mira desde lo alto, apoya las manos en las caderas, respira hondo y se dice a sí mismo con orgullo: “¡he llegado!”. Seguidamente se toma su bocadillo y vuelve por donde ha venido. La filosofía de estos turistas de la naturaleza es llevar la mentalidad de ciudad a la naturaleza, no al revés. Con sus botas de marca; cantimploras, sus mochilas, sus trajes de montañero…, se disfrazan con unos sofisticados equipos que los delatan: cualquier montañés de verdad se percatará que son unos señoritos de ciudad. Desean encontrar el sosiego que no poseen; no comprenden que el sosiego debe buscarse en uno mismo y no en otro lugar; sus males no pueden solucionarse por unos días verdes mientras no se venga con otra mentalidad.
“Cuando no se encuentra reposo en sí mismo, es inútil buscarlo fuera” (La Rochefoucauld).
“Se buscan retiros en el campo, en la costa y en el monte. Tú también sueles anhelar tales retiros. Pero todo esto es de lo más vulgar, porque puedes, en el momento que te apetezca, retirarte en ti mismo. En ninguna parte un hombre se retira con mayor tranquilidad y más calma que en su propia alma; sobre todo aquel que posee en su interior tales bienes, que si se inclina hacia ellos, de inmediato consigue una tranquilidad total” (Marco Aurelio, Meditaciones).
Una variedad reciente dentro del turismo montañés es el de las casas rurales, vivir en un hotel de aldea. Aquí se vuelven a aplicar los mismos comentarios: son gente de ciudad que viene a traer la ciudad al campo y no viceversa. Quieren sus habitaciones con todas las comodidades. Quieren sus pistas de tenis, sus piscinas, sus actividades deportivas. Necesitan entretenimientos para no aburrirse: equitación, visitas a tal o cual lugar, etc. Siempre hay además algún burro de ciudad que paga por que le hagan trabajar en el campo. La cuestión es no pararse quieto mucho tiempo y no disfrutar del sosiego rural, necesitan actividad organizada durante unos días para volverse luego a la ciudad a sus trabajos oscuros de oficina y decir que llegan rejuvenecidos tras unos días entre el verde. Claro que hay individuos que realizan sus visitas al campo de modo menos consumista. Hay quien simplemente hace, como se hacía de toda la vida, una visita a sus abuelos en su aldea. Lo cierto es que todo lo que toca el capital lo pervierte y lo convierte en algo estúpido, el miserable negocio del turismo trata de vendernos el aire limpio contaminado con sus ideas mercantiles. El placer de viajar se trueca por la compra y venta de mercancías. ¡Ah!, dichoso quien va al monte despoblado y olvida el mercado, olvida la civilización.
La playa, el Sol, la arena para hacer castillos, los nenes jugando a la pelota, las nenas poniéndose morenas para luego presumir de bronceado. Cosas tan infantiles atraen también al vulgo. Y en verdad que es divertido visitar una playa y observar la conducta del animal humano. También es entretenido ver desfilar algunas mujeres en bikini o topless que pueden deleitar la vista masculina. Pero hay cosas que si uno se para a pensarlas rozan lo absurdo. Si hace un siglo o dos le contásemos a alguien lo que vemos hoy en día sobre las arenas, pensaría que la gente se ha vuelto loca. Pase lo de darse un baño para quitarse los calores, pero ¿ponerse moreno?, ¿pasarse horas y horas bajo el Sol abrasador del verano en vez de en una sombra agradable? Parece cosa de descerebrados, pero no, se trata de una cuestión de modas. La gente no piensa, hace lo que hacen los demás, por eso son vulgo; y por eso nosotros, los que buscamos voluntad, no queremos ser vulgo, porque queremos pensar antes que dejarnos llevar por la inercia de modas estúpidas.
Más facetas del turismo pudieran ser comentadas, pero creo que es suficiente lo dicho. Baste destacar en estos ejemplos que una noble actividad como es la del viajero, cuando se populariza, cuando se deja en manos de las masas, se convierte en algo realmente necio.
Texto extraído de: Voluntad. La fuerza heroica que arrastra la vida, vol. I, secc. 4.5.
Foto: Jacek Dylag.