La red social Twitter es una prodigiosa creación de un grupo de millonarios de Silicon Valley que se hicieron mucho más ricos, ellos y los bancos de inversión, con su exitosa salida a Bolsa en el año 2013. Después vino el hundimiento del precio de las acciones debido al poco interés que la gente de Wall Street, el denominado “Big Money”, tenía en un invento, pues no se sabía muy bien cómo evolucionaría y además presentaba serios problemas para encontrar una senda hacia la rentabilidad, a diferencia de lo que sucedía con Facebook Inc., que encandilaba a todos y multiplicaba continuamente su valoración e ingresos.

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El invento tecnológico, al margen de estas incertidumbres, prometía mucho por su capacidad para influir de mil maneras en la actualidad y en la vida de las personas: «when Twitter makes noise…» se llegó a escribir. Así que en muy poco tiempo desplazó a los tradicionales periódicos como fuente de información, que debieron adaptarse a la red social, e incluso, como sucede actualmente en algunos sitios, terminó convirtiéndose en parámetro de comportamiento de gobiernos y otras instituciones. De hecho,  hoy existen gabinetes ministeriales que se dedican a evaluar la imagen del gobierno y sus miembros en función de Twitter, por no hablar del punto de inflexión que marcó el uso de esta red la campaña presidencial de Barack Obama y la decisión de Trump de convertir su cuenta en una especie de mecanismo directo para relacionarse con la opinión pública, con un impacto bien conocido, pues alcanza a las relaciones internacionales y hasta las cotizaciones de empresas en los mercados de valores.

Que el Big Tech se la tenía jurada a Trump es algo que sabe cualquiera que siga mínimamente la realidad norteamericana, máxime cuando ya se oían campanas de división de todos estos conglomerados tecnológicos en aplicación de las normas antitrust. Ahora bien, lo que resulta increíblemente inquietante es la cobertura periodística que, a nivel mundial, hemos visto sobre aquella iniciativa de Trump, que no hacía sino darle la razón en sus quejas

La notoriedad y poder de Twitter es por tanto incuestionable, funcionando además como una especie de droga para vanidosos, narcisistas y revolucionarios de todo tipo, haciendo realidad aquella especie de profecía de G.K. Chesterton en El hombre que fue Jueves: «vamos a transformar la sociedad desde el jardín». Pero a pesar de todo esto, lo cierto es que desde el punto de vista exclusivamente empresarial las cosas no andaban bien en Twitter. Sus fundadores y directivos no han sido especialmente capaces para monetizar y han pasado por serias dificultades, no solo por los problemas para conseguir ingresos, sino incluso para encontrar responsables con cierto reconocimiento en el mercado, llegando a tener que suceder el proprio Jack Dorsey al CEO Dick Costolo en 2015. La empresa tiene hoy día casi 5.000 empleados, el estancamiento del MAU (monthly active users) y el mDAU (monetizable daily active users) parece evidente y las previsiones de ingresos y beneficio por acción no han sido nada impactantes hasta ahora a pesar de una cierta recuperación. En cambio, el éxito social, político y mediático ha sido y es evidente. Twitter necesita la política y la prensa. Y la prensa y la política necesitan a Twitter. Este es el nuevo paradigma.

La contaminación política y el posicionamiento ideológico

En agosto de 2018, Jack Dorsey admitió a la CNN una orientación de izquierdas en su compañía: «left-leaning’ bias but says it doesn’t influence company policy»; y en octubre de 2019 él mismo tuiteó: «We’ve made the decision to stop all political advertising on Twitter globally. We believe political message reach should be earned, not bought» (Hemos tomado la decisión de detener toda la publicidad política en Twitter a nivel mundial. Creemos que el alcance del mensaje político debe ganarse, no comprarse). Las cosas se estaban complicando política e ideológicamente en la red, con el horizonte de las elecciones norteamericanas a finales de 2020; y ya era evidente que habían decidido intervenir, en teoría, para garantizar una neutralidad política en la plataforma. Pero después, a principios de 2020, con ocasión de la presentación de resultados del primer trimestre de Twitter a Wall Street, Jack Dorsey anunció a los analistas que: «Misleading information is probably the biggest challenge facing us in our industry. This will be a key focus for us as we all continue to broaden the service» (La información engañosa es probablemente el mayor desafío al que nos enfrentamos en nuestra industria. Este será un enfoque clave para nosotros a medida que continuamos ampliando el servicio). Este anuncio fue decididamente polémico y presagiaba conflicto.

Es cierto que mientras en la red social reinaba una determinada orientación política nadie se había planteado este tipo de intervenciones que, so pretexto de fact-checking, pueden ocultar una deliberada intención de censura o, como mínimo, una re-orientación de los contenidos disponibles en la plataforma. Y hacerlo con amparo legal a pesar de que el mundo libre lleve conviviendo con la mentira, incluso la oficial, desde siempre. Lo admito, no parece justificada esta obsesión con el fake news y el fact-checking, que seguramente oculta otras intenciones. Es algo que me parece tan evidente que causa vergüenza tener que explicarlo.

Así las cosas, este es el contexto en el que se explicó la actuación de Trump de hace aproximadamente un año, instando al Secretario de Comercio para que solicitara a los reguladores y a la Federal Communications Commision una aclaración sobre el alcance de la Section 230 de la Communications Decency Act, con la finalidad de que las compañías no puedan convertirse en moderadores de los contenidos de sus plataformas sin asumir responsabilidad. Se trata de una cuestión compleja sobre una norma compleja que conlleva incluso problemas de interpretación de la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos y la jurisprudencia norteamericana existente al respecto, porque podría suponer una limitación de la libertad de expresión y los derechos que legalmente asisten a las propias compañías. Tal vez ahora el lector comprende mejor lo que ha sucedido estos días.

Que el Big Tech se la tenía jurada a Trump es algo que sabe cualquiera que siga mínimamente la realidad norteamericana, máxime cuando ya se oían campanas de división de todos estos conglomerados tecnológicos en aplicación de las normas antitrust. Ahora bien, lo que resulta increíblemente inquietante es la cobertura periodística que, a nivel mundial, hemos visto sobre aquella iniciativa de Trump, que no hacía sino darle la razón en sus quejas. La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero, y lo cierto es que Trump no propuso censurar a las plataformas digitales o redes sociales, sino que tuvo el valor de plantear algo evidente y que jurídicamente no debería causar revuelo alguno. Es decir, si el juguete de este grupo de multimillonarios es una plataforma de contenidos en libertad que garantiza además la neutralidad en el marco que le permite la ley, sea; pero si, por el contrario, ejerce una censura u orientación y va más allá de los límites de la citada Section 230, sea también, y se aclare. Nos dijeron entonces que en Estados Unidos la Primera Enmienda protege a Twitter de Trump pero no a Trump de Twitter, que así es como funciona un Estado constitucional. Visto lo sucedido estos últimos días, no parece tan claro.

Juan J. Gutiérrez Alonso
Profesor de Derecho administrativo

Foto: Akshar Dave.


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