Ayer tuve la suerte de asistir a un debate en torno a la pandemia partiendo de una excelente presentación del Dr. José Luis Puerta, médico y filósofo, y hombre experto en el manejo inteligente y cuidadoso de datos. Al hilo de su brillante intervención pude recordar cómo en estos largos doce meses ha ido cambiando la idea que una persona honesta y atenta se puede hacer de un fenómeno tan grave como complejo e intrigante. Lo que sigue es una sucinta enumeración de algunas afirmaciones básicas que, a fecha de hoy, se pueden hacer sin demasiado temor a cometer errores de bulto.
En primer lugar, como dijo Nassim Taleb, la pandemia se ha convertido en un caso de estudio sobre la incompetencia de los gobiernos y su resistencia a prestar atención a las señales de alerta que debieran haber servido para afrontar el asunto con mayor eficacia. No es la primera pandemia que hemos padecido, y no faltaron signos de que la enfermedad X, como se denominaba en algunos análisis predictivos, podía aparecer en cualquier momento con el poder destructivo que lo ha hecho. Los sistemas de alerta sanitaria han fallado de manera alarmante, y la atención que los poderes efectivos prestan a estas cuestiones ha estado muy por debajo de lo exigible, aquí y casi en todas partes.
Muchas veces se ha querido establecer una alternativa en términos de salud frente a economía, y esa alternativa es una trampa. Para empezar, la salud entendida en forma de restricción absoluta de la actividad, “todo el mundo al suelo”, no perjudica solo a la economía, sino a otros aspectos muy variados de la salud colectiva
En segundo lugar, es un error considerar que la pandemia sea únicamente un problema sanitario, es algo bastante más complejo en lo que la medicina juega un papel decisivo, pero con muchos otros aspectos. En este punto cabe esperar que aprendamos y que, en ocasiones posteriores, que es muy probable que las haya, seamos capaces de afrontarlas con menor torpeza. La desastrosa manera de no aprovechar la información que genera el sistema sanitario, no es un problema médico sino de inteligencia y habrá que tratar de afrontarlo con rigor y presteza. Basta pensar en la lentitud de nuestro sistema de vacunación en comparación con el de Israel, los Estados Unidos o Chile para entender que es necesario modificar unos cuantos hábitos organizativos y adquirir una agilidad que tropieza una y otra vez con el torpísimo entramado de intereses políticos, sindicales, funcionariales y administrativos. También es evidente que seguir dependiendo de proveedores chinos para la obtención de EPIs, mascarillas o elementos de este estilo muestra unas carencias de reflejos alarmantes en la capacidad de respuesta a las crisis.
La forma en la que se ha afrontado el combate con la pandemia merece una reflexión muy a fondo. Lo primero es aprender de la experiencia y reconocer que muchas de las medidas adoptadas por los gobiernos son discutibles, ineficaces e insostenibles. Sugerir que estábamos en guerra, fue una frivolidad, como lo había sido tratar de negar la importancia del asunto cuando su gravedad ya era alarmante a primeros de 2020. Negar que las mascarillas fueran necesarias para convertirlas luego en una obligación hasta cuando se camina a solas por el monte ha sido otro dislate. En este orden de cosas, lo que me parece más grave es seguir tratando a la juventud como se trata a las personas de más de sesenta años. Las medidas imprescindibles para estos no tienen apenas sentido con los jóvenes a los que se ha impuesto un sistema de prohibiciones inadecuado. El miedo a discriminar ha impedido acertar con medidas inteligentes, adecuadas a edad, situación personal, etc. Las prohibiciones con sentido, como evitar que grupos de gente se reúnan en ambientes cerrados mientras hablan en voz alta o gritan, como es el caso de los bares, han llevado a cerrar espacios, como los cines o los teatros en los que los espectadores no abren la boca y podrían llevar la mascarilla sin problema para mayor seguridad. Ha faltado, en suma, políticas inteligentes, matizadas y que confíen en la responsabilidad individual y ha sobrado el ordeno y mando.
La forma de comportamiento del virus no se conoce con la debida precisión y eso ha hecho que lugares en los que las primeras fases se saldaron con resultados brillantes hayan pasado a ser ejemplos de lo contrario en las más recientes, y al revés. Las medidas de prudencia que han sido útiles deben explicarse con claridad para que las personas podamos adoptarlas no por obligación sino por convencimiento, y las medidas arbitrarias e incomprensibles, que han abundado, debieran reducirse al mínimo. No es fácil acertar, pero, a la larga, cuando se apuesta por meter miedo en lugar de por explicar las cosas con claridad, el resultado suele ser peor. Esta pandemia no está siendo, desde luego, una gripe más, como algunos pretendidos sabios sostuvieron con notoria imprudencia, pero tampoco está siendo un exterminio. La mortalidad no parece superar el 1% de los casos, lo que supone un índice bastante benigno si se compara con otras pandemias, y, aunque la agresividad del virus esté siendo muy notable, está claro que haber pretendido un confinamiento total y largo, como si estuviéramos en el siglo XV, no ha tenido suficiente justificación.
Muchas veces se ha querido establecer una alternativa en términos de salud frente a economía, y esa alternativa es una trampa. Para empezar, la salud entendida en forma de restricción absoluta de la actividad, “todo el mundo al suelo”, no perjudica solo a la economía, sino a otros aspectos muy variados de la salud colectiva. En algún momento se podrá establecer hasta qué punto el exceso de mortalidad, que ahora mismo está cerca de 100.000 personas en España, se puede imputar en exclusiva al virus o incluye también muertes atribuibles a otros factores. De lo que no cabe duda es de que el número de los trastornos psíquicos, en especial entre jóvenes, provocado por aislamientos forzados ha sido muy alto, y eso puede tener secuelas muy largas y difíciles de superar.
El asunto es tan complicado que, por ceñirnos al caso de España, empeñarse, como suele suceder por razones partidistas, en establecer quién lo ha hecho mejor o quién lo ha hecho peor es, por lo pronto, prematuro. En este terreno han sido especialmente dañinas las supuestas previsiones de supuestos expertos que ofrecieron cifras catastróficas, como las optimistas evaluaciones de algunas políticas (Pedro Sánchez se llegó a atribuir la salvación de hasta 400.000 vidas tras la primera fase del estado de alarma) que presumen de haber sabido hacer las cosas mejor que los demás. La evolución de los datos que se van conociendo, y que deben tratarse con cautela, no permiten esas deducciones tan simples, ni en España ni en ninguna otra parte.
Como la pandemia es un fenómeno natural, aunque algunos se empeñen en atribuirla a la maldad humana y a las crisis climáticas, unas causas con amplias tragaderas pero de muy escasa precisión, no es fácil predecir cuál será su final, aunque sí podamos esperar que las vacunas traigan beneficios notables y que el progreso clínico vaya haciendo cada vez más eficaz los distintos tratamientos, en especial si se consigue evitar los colapsos del sistema sanitario. Puede que el virus termine por desaparecer, como ha sucedido en otros casos, o puede que su actividad se estabilice y tengamos que convivir con él durante un tiempo largo, pero lo haremos en mejores condiciones que las experimentadas en estos largos y durísimos meses.
Todo dependerá de que sepamos aprender de la experiencia y de que se puedan hacer habituales algunas medidas higiénicas que da la impresión de que han servido para evitar casi por completo, por ejemplo, las gripes más habituales. Si además aprendiéramos a prever mejor y supiéramos aplicar con más cabeza políticas inteligentes y bien apoyadas en las lecciones de esta pandemia, podremos afrontar sin angustia y con serenidad el futuro en el que se repetirán con bastante probabilidad fenómenos similares.
Foto: Benjamin Suter.