Nada de lo que sucede hoy en Europa puede entenderse sin atender la acción de los políticos, intelectuales y expertos durante las últimas décadas: su intromisión en la vida privada de las personas, su empeño por legislar en función del ideal de la seguridad, lo que denominaron derechos colectivos y su determinación para llevar a cabo un proceso de ingeniería social incremental, sustentado en dogmas bastante discutibles que han acabado comprometiendo la libertad, la igualdad ante la ley, el pensamiento crítico y el crecimiento económico.

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Desgraciadamente, muy pocos políticos parecen estar muy dispuestos a contarle al público toda la verdad, quizá por ignorancia o por ceguera, o quizá por pura conveniencia, porque hacerlo acarrearía el desafecto de una población que durante décadas se ha considerado el ombligo del mundo y no está en condiciones, ni psicológicas ni materiales, de aceptar que Europa ya no es el centro de nada, que hay que cambiar y que hacerlo exigirá un esfuerzo considerable que deberá ser compartido.

La solución no consiste en prometer la protección del Estado nación, sino en estimular el genio, liberar recursos y permitir que las personas desarrollen sus cualidades y fortalezas, en vez de hacerlas cada vez más dependientes, miedosas e infantiles

Si analizamos Europa desde la perspectiva de su pasado reciente, descubriremos claves importantes que, en buena parte, explicarían la zozobra actual. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta hoy, el horror de la guerra y la creencia de que la sociedad de masas constituía un peligro, llevó a la dirigencia europea a establecer sistemas democráticos limitados que blindaran la prevalencia del poder político sobre la sociedad.

Para convencer a los ciudadanos de que la democracia debía ser más limitada se ofrecieron contrapartidas. Estas contrapartidas se aglutinaron en entidad: el Estado de bienestar moderno que, a diferencia del proyectado por el sociólogo alemán Lorenz von Stein en el siglo XIX, ya no sería subsidiario sino universal. Una diferencia clave que incrementaba notablemente las necesidades presupuestarias, la capacidad del poder para generar dependencias y, lo más importante, ampliaba sin límite el intervencionismo.

Asumida tácitamente esta transacción, el modelo democrático europeo se asentó durante décadas sobre el turnismo de socialdemócratas y democratacristianos. Ambas opciones, si bien tenían diferencias, compartían una característica fundamental: la idea de que el bien y su salvaguarda debían proyectarse desde el poder político, y no desde la sociedad; es decir, para ambas, una por su origen socialista y otra por sus raíces cristianas, la sociedad debía ser dirigida por una élite que neutralizara el mal que anidaba en su interior y que siempre pugnaba por emerger.

El largo periodo de paz y prosperidad europeo que siguió a la posguerra permitió que este consenso se asociara a un éxito incontestable. Pero que este éxito fuera mérito del consenso socialdemócrata y democristiano es discutible. En realidad, Europa disfrutó durante décadas de un fuerte viento a favor y contó con una amenaza externa que, a la postre, resultaría definitiva para mantener la cohesión.

El viento a favor consistió en una serie de circunstancias favorables, fundamentalmente, una energía barata y abundante que se percibía casi inagotable; el fácil acceso a las materias primas, que además fue acompañado por un progreso tecnológico que permitió un aprovechamiento cada vez más eficiente de éstas; la reconstrucción de un continente arrasado por la guerra, que demandaba abundante mano de obra; y, por supuesto, el boom de la natalidad. A esto se sumó el auge económico de los Estados Unidos y su proyección sobre el Viejo Continente en forma de abundante financiación.

La amenaza externa que se constituiría en la fuerza centrípeta clave de la cohesión europea fue la Unión Soviética.

Con todos estos elementos a su favor, el modelo socialdemócrata y democratacristiano pudo consolidarse. El Estado de bienestar se expandió. Paralelamente, el cuerpo de políticos y tecnócratas también se incrementó. Este proceso de crecimiento del Estado y de quienes lo proyectaban tuvo consecuencias adversas. Pero como el viento a favor siguió soplando durante décadas, pasaron desapercibidas.

Pero nada dura eternamente. La crisis del petróleo de los años 70 supuso un punto de inflexión. De un día para otro el petróleo cuadruplicó su precio. La energía dejó de ser barata y abundante. Las materias primas, igual, con el agravante de que su procesado para producir productos con valor añadido dependía precisamente de la energía barata y abundante. Y en muchos países el desempleo alcanzó cifras desconocidas desde la posguerra.

La crisis del petróleo no fue especialmente larga, pero tuvo un fuerte y prolongado impacto en las sociedades occidentales. Muchos quizá no lo sepan, pero en los Estados Unidos llegó a haber desabastecimiento de combustible, aunque este desabastecimiento fue en buena medida consecuencia del intento de controlar los precios por parte de la administración Nixon, lo que generó efectos indeseados.

La crisis de los 70 fue un duro despertar. La creencia de que la prosperidad económica sería indefinida y siempre creciente se esfumó. Simultáneamente entró en crisis la convención dominante de que el Estado de bienestar podía seguir expandiéndose. En el nuevo escenario, el Estado de bienestar universal resultaba una carga demasiado pesada. Era necesario replantearse su dimensión. De esta necesidad surgiría el periodo liberal de los años 80, como reacción a los excesos de décadas de viento favorable.

Pero el espejismo liberal de los 80 fue breve, apenas un paréntesis más sustentado en la necesidad del momento que en una narrativa profunda y consistente que calara en la sociedad europea. Cuando las aguas parecieron volver a su cauce, prevaleció la mentalidad fuertemente arraigada en el largo periodo de paz y prosperidad asociado al viejo consenso. En la década siguiente se iniciaría una reacción anti liberal que irá de menos a más, hasta que se impuso la convicción de que, para regresar a la edad de oro, había que restituir el viejo statu quo.

Sin embargo, el viento a favor hacía tiempo que había dejado de soplar. La energía ya no era un bien abundante y barato. Su disponibilidad y precio tendían a fluctuar con violencia y a generar nuevas crisis; la emergencia de nuevas potencias económicas endureció la competencia comercial y también por las materias primas y recursos energéticos; la natalidad se había desplomado; el peso de Europa en el nuevo orden mundial, a nivel demográfico, económico y de política exterior, estaba en franco retroceso; y la gran fuerza centrípeta que mantenía la cohesión, la amenaza soviética, había desaparecido.

Este empeño por restituir el viejo statu quo en un mundo completamente diferente al de los 60 es lo que ha convertido a Europa en una sombra del pasado. Sin embargo, su dirigencia se niega a admitirlo. Al contrario, suma nuevos miembros a este consenso. Y lo hace por millares. Políticos, tecnócratas, politólogos, economistas y expertos son convenientemente aleccionados por el sistema educativo y eyectados desde las universidades hacia la cima de la pirámide, de tal suerte que Europa se asemeja a un cuerpo deforme, con una enorme cabeza dirigente que se sostiene sobre un cuerpo social cada vez más debilitado. Esta figura desequilibrada se ha mantenido en pie hasta la fecha mediante el endeudamiento a cuenta del crecimiento futuro. Pero ¿hasta dónde puede crecer una Europa incapaz de procrear, cada vez más envejecida, menos competitiva e influyente y en la que la libre iniciativa es reprimida por quienes están determinados a salvaguardar su posición?

En esta disyuntiva nos hallamos los europeos, obligados a elegir entre una Europa anacrónicamente grandilocuente, intervencionista y autoritaria, que incluso renuncia al crecimiento económico, como demuestra la disparatada transición energética y el concepto falaz de economía sostenible, o hacer de la necesidad virtud.

La primera opción conduce inevitablemente a lo que el profesor Gunther Stent definió a finales de los 60 como «el camino hacia la Polinesia», es decir el regreso hacia una sociedad rudimentaria, liberada de las obligaciones del crecimiento económico y la modernidad, pero que a cambio promete sencillez, naturalidad y tranquilidad. Lo que llena de sentido la declaración en absoluto baladí «no tendrás nada y serás feliz». Sin embargo, ese camino hacia la Polinesia es imposible. Sin crecimiento nada de lo que asociamos con el bienestar podrá sostenerse en el futuro.

En cuanto a la segunda opción, por ahora nadie atina a encarnarla. Si acaso, algunos ofrecen una alternativa equivalente a la de sus adversarios tecnócratas: su propia idea del regreso a la forma original, a una Europa de naciones ensimismadas que se repliegan hacia el interior. Sin embargo, la solución no consiste en prometer más protección del Estado, sino en estimular el genio, liberar recursos y permitir que las personas desarrollen sus cualidades y fortalezas, en vez de hacerlas cada vez más dependientes, miedosas e infantiles. Para esto, el primer paso es contar toda la verdad a los ciudadanos, recuerde: en una época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario. Esta verdad es que el mundo cambia, que no hay vuelta atrás y que no hay arcadia ni Estado de bienestar que pueda asegurarnos el futuro.

Foto: Colección – Embargo y Crisis del Petróleo de 1974.

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