Ngram es una herramienta maravillosa. Se basa en la base de datos del Google lector, una máquina que ingiere los libros, sin leerlos, y acumula por tanto información sobre la frecuencia con la que se utilizan las palabras desde el 1800.

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La representación de frecuencias por años puede parecer un instrumento poco prometedor, pero no es necesario ser un posmoderno para otorgarle cierta utilidad.

El posmodernismo surge de un inmenso pesimismo sobre la capacidad de la mente humana de acceder a algo que se pueda decir que es verdad en algún sentido. Desde que Kant encerró a la mente humana en una cárcel con unos muros que son creación de la propia mente, la desconfianza hacia la capacidad del hombre de conocer lo que acaece ha ido creciendo.

Ya no se habla de “comunistas”, aunque un partido de inspiración comunista esté ahora en el poder. Pero sí de Franco, que ha resucitado. No al tercer año, como imaginó Fernando Vizcaíno Casas, sino pasados 40

Al final, varios filósofos se han aferrado a esa ceguera, y han llegado a la conclusión de que, si no hay una verdad, no habrá razones que les apeen de sus apetencias políticas. Y que lo único relevante, aquí, es lo que creamos de lo que vemos, y cómo esas creencias nos pueden conducir a un sitio u otro. En ese ciego vagar por la realidad, lo único contingente son las palabras. De ahí la obsesión posmoderna por la semiótica; de ahí la conciencia de que la cultura es arbitraria, y que la que tenemos la habrá creado algún malvado para someternos, a la espera de que los intelectuales nos liberen, con más y más palabras.

No es necesario marearse con los soliloquios de los filósofos posmodernos para pensar que el mayor o menor uso de las palabras es síntoma de los cambios sin término de las preferencias sociales. Pitirim Sorokin, por ejemplo, hubiera podido utilizar esta herramienta para su proyecto de reconstruir el pasado en términos culturales y sociológicos. Y el ex secretario de Kérensky no era ningún posmoderno.

Fijémonos en un ejemplo. Tomo los términos en inglés, porque son más representativos. Comparamos las palabras “moral” y “ethics”, y el resultado no parece sorprendente, y sí parece ser significativo. Durante el XIX, el uso del término “moral” es varias veces más frecuente que el de “ético” (“ethics”). Se igualan en los últimos años del XIX, y permanecen a la par en las siete primeras décadas del siglo XX. Pero desde 1970, pese a que la moral gana interés en las menciones de los libros, la ética crece al doble de velocidad.

La explicación parece sencilla: “Moral” viene del término latino que denota la costumbre. Lo que se sanciona moralmente son los usos que la sociedad ha adoptado como aceptables, y por eso la costumbre y la consideración de qué es adecuado hacer se confunden hasta ser una única palabra. Con el XIX muere la confianza en la sociedad heredada, decae la moral, y la ética, que parece responder a una concepción racionalista del bien y del mal, recoge el testigo.

En los años 70, cuando para todos es evidente que el socialismo es un fracaso en cualquier orden, se multiplica el uso del término “ético” para fustigar a las sociedades libres precisamente por aquello en lo que más ventaja le sacan al servilismo socialista, que no es la economía sino la primacía de lo bueno sobre lo malo.

Este es sólo un ejemplo, y uno puede entretenerse con los ejemplos que desee. Si hubiéramos comparado “liberty”, que tiene un sentido más civil y republicano, frente a “freedom”, que tiene un carácter más personal, hubiéramos visto que “liberty” siempre fue más relevante, hasta el año 1950.

David Rozado, doctor por el CSRIO de Australia, junto con Musa Al-Gharbi, sociólogo investigador de la sociedad Paul F. Lasarsfeld, ha hecho algo parecido a lo que ha realizado Google, pero con varios de los diarios más importantes del mundo, de 1975 a la actualidad (2019). Y los resultados, de nuevo, son significativos.

Los autores ordenan los medios de comunicación estudiados por orientación política, en tres grupos: tendencia a la izquierda, centro, tendencia a la derecha. Y observan la frecuencia en la utilización de ciertos términos. Con alguna excepción, hay una coincidencia apreciable en la evolución del uso de los términos, independientemente de la orientación de los medios. Es lógico que así sea, porque es la relevancia de las ideas asociadas a las palabras lo que condiciona su uso; no tanto la posición que cada medio adopte al respecto.

Uno de los hallazgos del estudio se refiere a los términos que nos vemos obligados a utilizar en nuestra vida cotidiana, y que en realidad muy poco tienen que ver con ella. “Racismo”, “xenofobia”, “supremacismo blanco”… Esta última palabra está en auge desde poco antes de la elección de Donald Trump, pero las anteriores reptan desde la segunda década del siglo. Lo mismo cabe decir de términos como “sexismo”, “transfobia”, “islamofobia”…

Nos toca más de cerca el análisis que ha hecho Rozado del diario El País entre 1980 y 2019. Vemos cómo la existencia del “machismo” es un descubrimiento de los cinco últimos años, como lo es el “patriarcado”, o el “transgénero”. Son palabras que dan auténticos saltos en la frecuencia de uso; varias veces la observada en las décadas precedentes. El “feminismo” es una ideología nueva, pensaría cualquiera que conociera El País sólo por estos gráficos. “Animalismo” y “veganismo”, lo mismo.

Somos una sociedad aherrojada, condenada al “dolor”, al “sufrimiento”, al “trauma”, a la “ansiedad” y la “tristeza”, términos que crecen sin cesar, porque somos “vulnerables” y todo resulta “ofensivo”.

La “extrema izquierda” existía todavía en los 80. La “extrema derecha” ha dado un salto descomunal en los últimos dos, tres años. Ya no se habla de “comunistas”, aunque un partido de inspiración comunista esté ahora en el poder. Pero sí de Franco, que ha resucitado. No al tercer año, como imaginó Fernando Vizcaíno Casas, sino pasados 40.

¿Qué palabras se caen en el uso de los amanuenses de El País? “Español”, “patria”, “disciplina”, “virtud”, “moral”, “firmeza”, “honor”, “deber”, “responsabilidades”…

Y, por supuesto, “puntos de vista”, que han dejado de existir, y “libertad de expresión”, que es siempre un invitado incómodo.

Foto: Glen Carrie.


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