Los medios de comunicación han limpiado sus escaparates de todo rastro del mayor caso de corrupción de la historia de nuestra trémula democracia: El reparto discriminado de fondos públicos desde la Junta de Andalucía (ERE). Es una labor sencilla, pues por esos escaparates pasa un torrente de información, que arrastra a su paso los borbotones de información de hace unas horas. Pero desmintiendo a Heráclito, los corruptos del PP se bañan muchas veces en el mismo río, mientras que los del PSOE cumplen con la sentencia apodíptica del filósofo.

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Llamamos a este comportamiento de la prensa, generalizado pero no total, partidismo. No voy a negar lo que los propios medios se esfuerzan por demostrar cumplida y minuciosamente. Pero la palabra ‘partidismo’ es como una escalera de tres peldaños con la que queremos subir la altura de una montaña; se queda muy corta. En la cima está la gran cuestión, la gran palabra, que es lo que tenemos que empezar a estudiar con cierto detenimiento: la corrupción.

La ideología de la corrupción es la ideología de la política. Señala al proceso político como un tótem, como el principio que unifica la sociedad, sobre el que hay que volcar nuestros temores y frustraciones, y ante el cual nos sacrificamos para expiar nuestras culpas y exigimos a cambio la solución de nuestros problemas

Corromper es degradar, depravar, echar a perder o dejar que se pudra. Pervertir, o hacer que algo se deteriore. Lo que se corrompe es aquí la política, luego para hablar de la corrupción lo primero que tenemos que ver es en qué consiste el material deleznable; esto es, corruptible.

En toda denuncia de la corrupción hay una idea implícita, callada pero pensada y sentida, de lo que es la política. Es el arte, se cree, de servir al bien común. En realidad el bien común no existe (no hay nada asumido comúnmente como bueno), pero seguimos agarrándonos a esa idea, sobre cuyo vacío volcamos un deseo sin perfiles de que a todos nos vaya razonablemente bien.

La ideología de la corrupción es la ideología de la política. Señala al proceso político como un tótem, como el principio que unifica la sociedad, sobre el que hay que volcar nuestros temores y frustraciones, y ante el cual nos sacrificamos para expiar nuestras culpas y exigimos a cambio la solución de nuestros problemas. La política es el buen ejercicio del poder sobre nosotros, en nombre de nosotros, y para nuestro bien: “El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, según las palabras de Abraham Lincoln.

Así, la historia política se puede resumir en un proceso de crecimiento del Estado, y de la ampliación del ámbito de decisión sobre el mismo, hasta alcanzar en la democracia su forma más perfecta. Tal es su perfección, piensan algunos, que lo que cabe esperar de ella es su extensión a todos los ámbitos de la vida, sin más restricción que la oportunidad del momento. Todo ello dentro de un proceso hegeliano de perfeccionamiento de la plasmación de la idea política en la historia.

La realidad es muy otra. La política no es el arte de hacer el bien a los ciudadanos, de enmendar sus males, sino un juego en el que una parte de la sociedad utiliza el poder para transferir a su favor renta y riqueza de otra parte de la sociedad. La política es el saqueo, y el uso de la fuerza al servicio del mismo. Como la naturaleza del poder, y de la política, es brutal, ésta se ve necesitada de revestirse de ideologías para ocultar lo que es y lo que hace.

Desde este punto de vista, la historia política es muy distinta a la que he planteado antes. La historia política es la del crecimiento del Estado, sí, a medida que unos grupos sociales han tenido que llegar a compromisos con otros, y para ello se han tenido que adoptar normas que limitaban la capacidad de acción del Estado. Pero el Estado actúa como si tuviese una racionalidad propia, que lleva naturalmente a ampliar su propio poder, de modo que en un juego entre el uso de la violencia, el de su autoridad (la aquiescencia por parte del pueblo o de parte del mismo), y de la ampliación de los grupos que reciben el botín que quitan al resto, va encontrando modos de hacerse cada vez más poderoso. El poder es el robo, y la política el arte de beneficiarte del expolio, jugando con el apoyo de unos sectores que también se benefician, y oprimiendo al resto.

Qué es la corrupción depende de cuál de estas dos ideologías asumas. Según la primera, cuando un partido político se beneficia de su participación en el poder para alimentarse y acrecentar su poder, en lugar de destinar los fondos públicos a la mejora de la sociedad, está incurriendo en la corrupción. Según la segunda, lo que vemos en esos casos es el poder desnudo, en toda su monstruosidad. No vemos una corrupción del ideal político, vemos la política en su esencia.

Según la primera idea de la corrupción, lo que hay que hacer es expulsar a los corruptos y sustituirlos con personas honestas. Nadie puede negar la conveniencia de hacerlo. Otra cosa es que para una mitad de la opinión pública, que entiende el carácter instrumental de la política, que espera que el juego de expolio y reparto le favorezca, entienda que los políticos honrados son los que le van a favorecer, y los que no lo hacen simplemente no lo son. Para esa mitad, los ERE de Andalucía no eran corrupción, pues su objetivo es loable.

Según la segunda, lo necesario es desnudar la naturaleza del poder, para lograr que la sociedad le fuerce a remitir. Según esta segunda concepción de la política, “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”, como dijo Lord Acton. Si el poder es para el robo, y queremos reducirlo, tendremos que hacer lo propio con el poder.


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