El presidente del gobierno español ha convocado ayer mismo unas elecciones generales justo para un mes antes de otras (municipales, regionales y europeas) igualmente generales. Sus intereses personales (y no sé si los de su partido) se han pasado por la entrepierna el ahorro de unos centenares de millones de euros que hubiese supuesto una convocatoria en la misma fecha, pero quien ha sido capaz de usar un avión oficial para ir a un concierto pop ¿cómo no han de gastarse unos dineros de nada tratando de sacar algún escaño de propina?
Sánchez ha convocado unas elecciones porque le conviene personalmente, pero, conocedor de su oficio, las atribuye a una conjura de los necios, una inverosímil suma de intereses entre separatistas y partidos de centro derecha. Ha seguido al píe de la letra el consejo de Goebbels para convertir una mentira en verdad.
¿Caerán los partidos de la oposición, los culpables de Sánchez, en el juego trucado, o tratarán de que los ciudadanos comprendan de una buena vez la situación en que nos encontramos, y los rasgos que la definen, para poder decidir en consecuencia?
En la vida común advertimos con prontitud que una elección entre términos equívocos es un fraude, pero en la vida política tardamos en advertir el coeficiente de engaño que conllevan las formas en que se nos plantean las alternativas. La razón está, sin duda, en que los partidos políticos gustan de un juego con cartas marcadas, un sufragio que acrezca su poder, aunque resulte, desde el principio o a la postre, en un perjuicio para los intereses generales. Nos guste o no, los partidos son, a la vez, una condición esencial de la democracia, por ser los únicos que garantizan una alternativa viable a un sistema autoritario, y un serio obstáculo a su avance, por lo frecuentemente que acaban imponiendo sus intereses corporativos a los de la Nación.
La forma más corriente que adopta ese juego trucado es la ocultación de información relevante, el éxito de los trucos verbales que serían absolutamente insoportables en cualquier discusión inteligente y que frecuentemente acaban por monopolizar el debate electoral. Que la razón se someta a las pasiones es extremadamente corriente, pero es un método suicida cuando esa tiranía afecta a cuestiones en las que un conocimiento de los problemas y las soluciones certeras resultan indispensables. El ingeniero Morandi hizo un bellísimo puente en Génova, pero los muertos a causa de su hundimiento no hallarán consuelo alguno en la belleza del diseño. No es que la política se pueda reducir a tecnocracia, es justo lo contrario, que la tecnocracia solo puede sepultar a la política cuando se apoya en burdos trampantojos sentimentales.
Si ahora mismo se enumeran los términos en que se centra el debate, se verá que hay interés en que apostemos en una especie de trile para decidir si el garbanzo escondido entroniza a Sánchez, a Rivera o a Casado, pero apenas se habla de lo que realmente nos ocurre: de cómo nos aproximamos a una nueva crisis económica con una deuda pública imposible, de cómo las políticas públicas en las que se invierten miles de millones de euros cada mes no contribuyen a reducir las desigualdades sociales, no sirven para combatir o atenuar la despoblación sangrante de una gran parte del territorio nacional, no hacen nada para que tengamos una universidad a la altura de nuestras posibilidades o para que los investigadores puedan aportar su esfuerzo a la mejora común, y, por supuesto, no saben ayudar en nada a la gente joven que se enfrenta a largos años de vida sin empleo, sin vivienda y sin familia en un país cuya población envejece de manera alarmante. Y todo ello mientras seguimos teniendo en Extremadura, en Asturias, en Castilla y hasta en Cataluña, unos ferrocarriles absolutamente indignos porque no requieren las archimillonarias inversiones de que gustan los mejores amigos de los políticos.
Estos problemas nada importan, al parecer no deciden el voto, y no lo hacen porque nadie explica a los españoles con claridad cuáles son los puntos en los que de verdad nos aprieta el zapato. A cambio, Sánchez promete entenderse con los que quieren seguir explotando la debilidad política de los partidos nacionales, para arrimar el ascua al ardiente supremacismo de los separatistas, mientras que los de enfrente hablan de soluciones igualmente tópicas, utópicas, ucrónicas, bastante inaplicables, porque parecen incapaces de abandonar su lengua de madera para hablar de lo que realmente nos debiera importar y lo que piensan al respecto. No imitan tanto a Goebbels como Sánchez, pero son rehenes, quiero creer, del cínico criterio de Juncker: “los políticos creen saber lo que hay que hacer, pero no saben cómo ser elegidos si lo dicen”, es decir, que también desestiman la inteligencia de los electores.
No cabe esperar nada de Sánchez que se ha mostrado como un auténtico especialista en mantenerse en el alambre, aunque alrededor el mundo se haga trizas. El que sabe sacar colonia del orín no va a ponerse a hacer otra cosa. La pregunta es si cabe esperar que la campaña sirva para que el resto de los partidos de los que sería razonable esperar un deseo de romper el hechizo que suscitan los mantras de la izquierda más oportunista e irresponsable de nuestra reciente historia (“los beneficios sociales”, “acabar con los recortes”, “garantizar nuevos derechos”, “recuperar la memoria” y el innumerable etcétera que constituye habitualmente ese discurso) van a ser capaces de plantear algo distinto a una especie de duelo en O. K. Corral sin el menor atisbo de heroísmo ni de grandeza moral.
Pensar que una política de tremendismo verbal pueda servir para desenmascarar las políticas trapaceras es confundir la velocidad con el tocino. Los españoles ya sabemos que los políticos mienten y exageran, no es necesario esmerarse en convencernos. Lo que esperamos es una oferta que trate de garantizar la convivencia, la libertad y el progreso económico e institucional, y que sepa romper la gigantesca berrera de tópicos, basados en el enfrentamiento y en la creación y engorde de supuestos enemigos del pueblo, para ofrecer una esperanza, ya que no la certeza, de que la política pueda servir para hacer bien lo que se hace tan rematadamente mal.
Los partidos que se enfrentan a Sánchez no perderán nada moderando su discurso e invirtiendo energías en alumbrar verdades que están pudorosamente ocultas. La moderación es algo que atañe al lenguaje, y que busca centrar la atención en lo que se dice, no en quién vocifera, porque es la única manera de transmitir la convicción de que merece la pena votar a quien dice verdades que escasean y a quien intenta que realmente cambien las cosas porque sabe que son muchos los españoles hartos de que siempre se haga la misma política y de que los cambios solo sirvan para que todo siga igual, como da la sensación de que puede estar pasando ya en Andalucía.
En realidad, el colmo del escamoteo estaría en que Sánchez, cuya aventura fue motejada por muchos de los suyos como gobierno Frankenstein, pudiese aparecer como una especie de estadista frente a incompetentes y vociferantes, esa puede ser una de las claves de la presente convocatoria, sin duda la más personal y equívoca de las que se han producido desde 1977.
Foto: Arnaud Jaegers