A todos nos gustaría poder volar. Dar un salto y colgarnos del aire. Desplazarnos a vista de pájaro, el mundo a nuestros pies y, de paso, no sentir ese incómodo hormigueo que algunos sentimos al acercarnos a un cortado en un camino de monte o a una simple barandilla en el balcón del octavo piso. El anhelo por vencer la gravedad está presente a lo largo de la Historia. Nuestros antepasados diseñaron artilugios más o menos eficaces para ello. Sin embargo, solo ha sido en el último siglo cuando, una vez comprendida la física del asunto, hemos podido diseñar aeronaves capaces de hacernos salir al espacio exterior.
El ser humano, al contrario que la mayoría de aves, no está diseñado para volar, por lo que para poder hacerlo debe proveerse de trajes especiales o montarse en aviones de distintos tamaños. No vale tampoco cualquier artefacto. Estos han de cumplir unos requerimientos técnicos que los hagan susceptibles de aprovechar las corrientes de viento o crear las diferencias de presión que sustentan un aparato en el cielo. A todo esto se ha llegado tras años de estudio y al final de muchas pruebas y errores. Es el avance del conocimiento y de la tecnología lo que ha permitido volar al hombre, aunque sea asistido.
Una generación a la que todo se le ha dado no puede concebir que en muchas partes del mundo aún hoy la electricidad o el agua sean bienes escasos y que los niños o ancianos no tengan más remedio que salir a buscarse el pan porque no se generan suficientes recursos en su entorno
Para vencer las limitaciones que nos impone la naturaleza precisamos, sin duda, de un estudio concienzudo y desapasionado, tan objetivo como nos sea posible, puesto que solo así seremos capaces de diseñar soluciones operativas. Esto aplica a cualquiera de esas limitaciones, puesto que no es solo que no podamos volar como las aves, tampoco podemos levantar el mismo peso que proporcionalmente levantan las hormigas y otros insectos y no somos capaces de correr tan rápido como muchos animales, por lo que hemos diseñado poleas y palancas o automóviles para superar estos retos.
El mayor de los retos sin duda que la existencia nos pone delante es el de mantenerla. Nos vemos obligados a buscar comida a diario y ha desarrollar ingenios que venzan el frio o las enfermedades y conforme lo hemos ido consiguiendo, hemos dejado de ser mayoritariamente nómadas, cazadores y recolectores, transitando hacia las modernas sociedades que habitan en las modernas ciudades que hoy tenemos.
Ignorar que este camino ha podido andarse a través de la correcta interpretación de la realidad, dejando supersticiones alquimias y astrologías de lado y tomando la información de la que disponemos de forma imparcial, lleva inevitablemente a la frustración y a la penuria, cuando no a la muerte. Son el conocimiento y la ciencia los que acaban prolongando la duración y la calidad de nuestras vidas. Hoy, por ejemplo, hay un tiempo para el ocio de los mayores o la enseñanza de los pequeños que no existían en la antigüedad, ocupados como estaban nuestros antepasados en mantenerse con vida.
La acumulación de riqueza bien sea en nuestra cuenta corriente o en nuestra despensa, nos permite algo tan extendido en las sociedades occidentales como trabajar solo cinco días a la semana durante unas horas determinadas. Si no hubieran aparecido sistemas que lo permitieran, tecnologías que conservaran los alimentos más tiempo u otras formas de reservarnos el valor, como el dinero, cada día deberíamos salir a buscar nuestro sustento, tardando ocho horas u ochenta. Cuando damos las cosas por supuestas tendemos a olvidarnos de dónde vienen. No trabajamos el tiempo que trabajamos porque así nos convenga. Lo hacemos porque en ese tiempo somos capaces de generar los recursos suficientes para mantenernos a nosotros y a nuestras familias durante un periodo determinado de tiempo. Perder esto de vista es sin duda equivalente a dar un salto al vacío y esperar volar.
Las horas que pasamos en nuestro puesto de trabajo dependen de una matriz de factores con multitud de entradas que al final se resuelve entregando un resultado: la productividad. Si somos capaces de producir suficiente, seremos capaces de descansar, viajar o divertirnos en tiempo suficiente.
Nuestros antepasados no salían cuatro o cinco horas a cazar mamuts o a recolectar frutos y luego se iban a la cueva. Salían todo el tiempo que fuera necesario para alimentarse y alimentar a los suyos. Cuanto más rápido obtuvieran lo necesario más tiempo podían dedicar a otras actividades más divertidas.
Abrimos el grifo y sale agua. Damos al interruptor y se enciende la luz. Subimos al avión y volamos. Por desgracia, muchos no otorgan ningún valor a cada uno de estos gestos puesto que los han conocido así desde siempre y no conciben que pueda ser de otra manera. Otros sabemos – al menos en mi caso es mi trabajo – lo complicado que es llevar los recursos a la puerta de las casas de cada uno de nosotros, lo fácil que se rompe una tubería y, como recientemente hemos comprobado, una línea eléctrica vital para nuestro suministro.
Una generación a la que todo se le ha dado no puede concebir que en muchas partes del mundo aún hoy la electricidad o el agua sean bienes escasos y que los niños o ancianos no tengan más remedio que salir a buscarse el pan porque no se generan suficientes recursos en su entorno. Hemos generado un mundo de excepciones naturales que una generación de cristal, poco preparada y nada dada a encajar las frustraciones puede tomar por reglas generales. Sí, es excepcional que el agua salga por un tubo cromado en cualquier punto de nuestras casas, que la electricidad o internet estén disponibles en todas partes. Es maravilloso y excepcional que volemos y que con unas pocas horas de trabajo a la semana podamos permitirnos semanas enteras de vacaciones. Todo ello supera las normas de la naturaleza y, como las comprendemos, podemos jugar con ellas.
En el momento que perdamos de vista por qué ocurren las cosas y dejemos de preguntarnos de forma objetiva por ellas, todo este castillo de naipes, este frágil equilibrio se vendrá abajo y volveremos poco a poco a la prehistoria.
Foto: Abigail Keenan.