Me han llamado en los últimos días varios medios para que diera mi opinión sobre el último conejo que se ha sacado el gobierno de la chistera, la mal llamada ley de memoria democrática, que pretende ocupar el lugar de la antes ya de por sí desdichada ley de memoria histórica. La respuesta en todos los casos ha sido la misma: me niego a participar en el circo mediático. Lo digo con todos los respetos para los que sí han accedido a entrar en el juego y lo han hecho además, en algunos casos, de una forma mesurada y responsable. Por mi parte, a estas alturas, saturado de tanta manipulación, me resisto a lo que considero no es más que una burda maniobra (¡otra más!) de distracción. En las líneas que siguen, condenso mi reflexión sobre el particular, que intenta ir un poco más allá de la mera actitud reactiva.

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Empecemos por esto último. No puede ser que hablemos de historia o del pasado en general cuando al gobierno de turno le conviene. Vengo diciendo desde hace mucho tiempo que uno de los lastres que imposibilitan la visualización de una alternativa al actual gobierno, es la incapacidad de la oposición para perfilar una política verdaderamente distinta. Entiéndase tal en el sentido más amplio, desde una política sanitaria y organizativa ante una pandemia a la que aún le queda un largo recorrido hasta una política de contención de la deriva centrífuga de las autonomías y muy especialmente del insurreccionalismo catalanista, obviando ahora mismo por razones de espacio otras cuestiones no precisamente menores, como el deterioro institucional y la debacle económica. No vale con decir y repetir mil veces que el gobierno de Pedro Sánchez es el peor del último medio siglo si no se saben definir objetivos bien diferenciados y estrategias consecuentes.

Lo de la derecha era la gestión, sin más. Lo decían –y aún lo dicen muchos- incluso con orgullo. Así estamos como estamos. Basta con ver la historia que se hace en las universidades y en los medios oficiales

Es innegable que el poder, por su propia esencia y por los resortes que maneja, siempre tiene mayor margen de maniobra y de acaparamiento mediático que la oposición. Pero de ahí a resignarse a chupar rueda hay un largo trecho y una gran diferencia. En este aspecto he de reconocer que, frente a la desesperante parsimonia del PP –de Ciudadanos ya ni hablo-, la oposición de VOX es, en mucho aspectos, más dinámica y penetrante. Lo digo además desde la distancia sideral con el ideario de esta última agrupación política. Para no perder el hilo, vuelvo al asunto inicial, pues en este contexto debe encuadrarse la iniciativa gubernamental para que ahora hablemos del pasado, del fascismo, la guerra civil y la represión franquista… ¡en la tercera década del siglo XXI! Solo se me ocurre decir una cosa: miren, señores, esto no es serio. En términos historiográficos, puede ser un asunto apasionante para los que nos dedicamos profesionalmente a ello, pero en el ámbito político, solo se me ocurre catalogarlo de chusco.

En cierto modo pasa con esto lo mismo que con los recientes indultos. Como ya escribí aquí mismo, si las medidas de gracia fueran el fruto de una determinada estrategia podíamos discutir su pertinencia o efectividad. Pero resulta tan obvio que se trata de una mera maniobra para asegurarse la permanencia en el poder, que sería un insulto a la inteligencia entrar en la (supuesta) controversia. Otro tanto pasa ahora con la memoria histórica, perdón, democrática. La política actual es tan burda que ni siquiera se toma la molestia de disimular sus costuras. La manifiesta incapacidad del gobierno actual para afrontar los ingentes desafíos del tiempo presente –déficit, deuda, pensiones, mercado de trabajo, reformas urgentes en el diseño institucional- le lleva a mirar hacia atrás, para intentar ahora, más de ochenta años después, ganar la guerra que perdieron sus bisabuelos.

¿Significa todo lo anterior que propugno un olvido o una marginación de la historia en el diseño político? Por supuesto que no. Tal cosa constituiría, sin ir más lejos, una incongruencia como mi propio rol de historiador, amén de que delataría un preocupante desconocimiento de la propia dinámica de cualquier colectividad. Necesitamos saber de dónde venimos para ubicarnos en el presente y trazar el horizonte futuro. Ahora bien, una vez dicho eso, tengo que añadir que me desazona el papanatismo historicista que se despliega en fórmulas banales, como que la historia se repite dos veces, una como tragedia y otra como farsa, o que los pueblos que desconocen su historia están condenados a repetirla. No es que sean tópicos insustanciales. Es que son proclamas falsas, sobre todo cuando se quieren aplicar, como suele ser el caso, con pretensiones de universalidad.

La historia –toda historia- es compleja, pero sobre todo plural, multiforme, abigarrada y hasta contradictoria, lejos de la homogeneidad y la evolución lineal que han pretendido algunos determinismos, entre ellos, la escolástica marxista. Se puede aprender del pasado, claro que sí. Cuando menos se esperaba, a la muerte de Franco, la clase dirigente española fue consciente de que una política sectaria, polarizadora y excluyente -por parte y parte- nos retrotraería a un escenario semejante a los años treinta. El recuerdo de la guerra civil gravitó como si fuera una amenaza bíblica: ¡cualquier cosa menos volver al enfrentamiento armado! No estoy sugiriendo que en la transición se hiciera todo bien, ni mucho menos, sino que se pusieron las bases para encauzar la convivencia por unas vías pacíficas que constituían el envés de un traumático pasado.

Lo que ha venido después, desgraciadamente, ha sido la vuelta a una utilización del pasado como arma arrojadiza frente al adversario, es decir, para deslegitimar moral y políticamente a este. Un uso partidista y torticero del pasado, para decirlo sin ambages. En estos casos, no se trata de hallar la verdad -o una determinada verdad- desde el punto de vista histórico, pues la supuesta verdad queda definida de antemano, a priori, y opera como brújula que orienta los pasos en un sentido rígido, huelga decir que sectario. De este modo, por ejemplo, cuando se abordan episodios traumáticos del pasado, como la guerra civil y la represión posbélica, la cuestión no es tanto mirar el ayer bajo una nueva perspectiva o recabando nuevos datos cuanto refrendar en esa vuelta atrás la propia legitimidad y la perversa raigambre del contrincante actual. Con ese diseño, basta etiquetar de franquista o fascista incluso al simple discrepante para estigmatizarlo.

El abrumador dominio de la política cultural por parte de la izquierda –al menos en nuestro país- hace que para ella todo sea más fácil. No lo digo como simple ventaja, que es obvio, sino como reconocimiento de su mérito. Seamos claros: la izquierda en general y muy especialmente el PSOE en particular, se lo ha currado, como diría un castizo. No le ha llegado por la gracia del Espíritu Santo. Justo lo contrario que cabe considerar en el ámbito de la derecha, que siempre ha arrumbado, cuando no despreciado, cualquier atisbo de permeabilizar con sus ideas al conjunto de la sociedad. Lo de la derecha era la gestión, sin más. Lo decían –y aún lo dicen muchos- incluso con orgullo. Así estamos como estamos. Basta con ver la historia que se hace en las universidades y en los medios oficiales.

La historia es la que es, eso no se puede cambiar. Pero lo que sí cambia a cada momento, a cada vuelta del camino, es nuestra visión del pasado. En el uso fraudulento del ayer, los sedicentes progresistas han mostrado mucho más celo y habilidad que sus contrincantes. Es verdad que, dadas las características de nuestra historia reciente, en ese uso maniqueo de los acontecimientos pretéritos la izquierda tiene mucho que ganar y la derecha mucho que perder, sobre todo mientras no se sacuda el estigma de que todo conservador es, cuanto menos, hijo putativo de la dictadura franquista. Pues en esas estamos, señores. Nos quedan unos meses apasionantes –lo digo con todo el sarcasmo posible- en que hablaremos mucho de historia. De esa historia mendaz que ahora interesa al poder, mientras que siguen cayendo chuzos de punta en el ámbito económico, político, judicial y autonómico en este desdichado país.

Foto: Mr Cup / Fabien Barral.


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).