Por norma, no utilizo palabras que no existiesen cuando yo era niño, y no se refieran a conceptos o realidades nuevas. No utilizo resiliencia, por ejemplo, porque para eso ya tenemos otras palabras (fortaleza, resistencia, entereza…). Sí utilizo “internet”, y otras palabras de carácter tecnológico porque denotan realidades nuevas, que antes simplemente no existían.

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En las últimas décadas, y de forma acelerada, vivimos una pavorosa era de neologismos. Hay varios motivos para ello. Uno, ya lo he dicho, es tecnológico. Otro proviene de la adopción de anglicismos; es en parte lógico porque el cambio tecnológico tiene lugar en inglés, y éste está asociado a la adopción de nuevos usos (gig economy, start ups…) que se acuñan en aquélla lengua.

No importan los niños; sólo los que son víctimas de sus padres. No importan las mujeres; sólo las que son víctimas de esta cruel venganza. Y no importan los hombres, sólo si son ellos los asesinos. Así es la izquierda posmoderna

Pero también hay neologismos puramente ideológicos. Sororidad, migrante, feminicidio, islamofobia y un sinfín de fobias de nuevo cuño (demofobia, aporofobia, y otras). No sólo se crean nuevas palabras, sino que se proscriben algunas de ellas, como “negro”, “moro”, “viejo” o “gordo”.

Un signo de totalitarismo es el cambio de nombre de las calles. Ocurrió con los anabaptistas en Mühlhausen, y en Madrid con Manuela Carmena. El ayuntamiento carmelita también se propuso sustituir las palabras habituales para denotar las realidades conocidas por todos, por otras nuevas. Así, publicó una guía para que los madrileños no volviesen a decir “puta” o “prostituta”, sino “mujer en situación de prostitución”. La nueva izquierda está siempre en contra de la economía, también en el léxico. Por otro lado, los clientes habrán de ser llamados “puteros” o “prostituidores”, ya que sólo ellos actúan, y colocan a diversas mujeres, que van por la calle, en esa “situación de prostitución”.

Todo ello proviene de la filosofía posmoderna, que se puede interpretar como la fusión de dos posiciones machihembradas: el escepticismo epistemológico y la izquierda. La izquierda fracasa tanto en la teoría como en la historia, en el comienzo del siglo XX, y el capìtalismo sale triunfante incluso de su mayor crisis, como es la de 1929. El marxismo, destrozado por la crítica, fracasado en su implantación en Rusia, no es la respuesta. Necesita un aliado intelectual, y lo encuentra en una posición epistemológica que no cree que la realidad, que le es adversa, pueda conocerse.

Es más, ni siquiera cree que sea contingente; es decir, independiente de nuestros deseos o ideas. El lenguaje, cuyos límites ha empezado a señalar Wittgenstein, se ve cada vez más independiente de la realidad. Puesto que lo único real es nuestro comportamiento, y estamos condicionados por nuestras ideas y éstas por el lenguaje con que las expresamos, se puede cambiar la realidad trocando el significado de las palabras, o creando unas nuevas. O demoliendo las viejas. Por eso esa manía por introducir la neolengua, e imponerla a la sociedad. Por eso los medios de comunicación introducen palabras que no hemos oído nunca.

El último término de moda es “violencia vicaria”. Con ese sintagma se refieren al parricidio de los hombres hacia sus hijos, con el objetivo de infringir un daño a sus mujeres o novias. Nos topamos ahora con esta expresión a cada paso que damos en los medios de comunicación o en las redes sociales, por el asesinato de dos niñas a manos de su padre, Tomás Gimeno.

Valga como ejemplo este artículo del diario El País, cuyo titular es: “Violencia vicaria, la forma más monstruosa de violencia contra las mujeres”. Olga Carmona, autora del texto, añade: “Matar a los hijos para hacer daño a las madres es el extremo de las múltiples formas de violencia de género”. Es, dice, “una realidad que nos recuerda que las mujeres somos víctimas, potenciales o reales, de la violencia machista”.

El artículo de El País es de 2018. Uno más reciente, del diario ABC (que se supone que es conservador), hace ya mención al caso de las dos niñas tinerfeñas muertas a manos del padre, y dice que “este tipo de violencia se conoce como violencia vicaria y es una de las formas más crueles de ejercer la violencia machista”. Y recogen la opinión de una Victoria Rosell, que cobra por decir que en todo hay violencia machista, quien dice: “no es un loco asesino; es la cara del machismo”.

Se dirá que también hay mujeres que matan a sus hijos. De hecho, hay más madres que padres entre las culpables de este tipo de crimen. Por desgracia, hemos sabido de un crimen reciente, en el que la madre ha verbalizado sus intenciones de dañar al padre al matar a su propia hija. Pero esos ejemplos se obvian. Porque no son “violencia vicaria”.

Con esta nueva expresión se crea la realidad, y no al revés. No es que sólo los hombres maten a sus hijos para hacer daño a sus parejas, sino que al acuñar el sintagma “violencia vicaria” se crea la realidad, una realidad en la que todos los hombres, y sólo los hombres, son asesinos de sus hijos, ya sea en la realidad, ya de forma potencial.

No importan los niños; sólo los que son víctimas de sus padres. No importan las mujeres; sólo las que son víctimas de esta cruel venganza. Y no importan los hombres, sólo si son ellos los asesinos. Así es la izquierda posmoderna.

Foto: Stormseeker.


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