El término afeminado ya no se escucha mucho, o bien en un sentido restringido. La neolengua del último diccionario de la RAE ha eliminado incluso alguna de sus acepciones. Así, usualmente (ver diccionario RAE histórico 1960-1995) significaba 1) “Propio de la mujer, característico de ella; femenino; Que parece de mujer”; 2) “Dícese del hombre homosexual; Dícese del que en su persona, modo de hablar, acciones o adornos se parece a las mujeres”; 3) “Inclinado a los placeres; lujurioso, disoluto”; 4) “Débil, delicado, blando”; 5) “Sin brío; pusilánime, cobarde”. Sin embargo, en la última versión del diccionario de la RAE han permanecido las tres primeras acepciones y se han eliminado las dos últimas. Ya los afeminados no son débiles ni delicados ni blandos ni sin brío ni pusilánimes ni cobardes, nova RAE dixit.

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Parece sugerirse con este cambio lingüístico que, en contra de lo que se ha venido pensando durante todo el resto de la historia de la humanidad en cualquier cultura, ya no es propio de la masculinidad el arrojo, la temeridad, la fortaleza, la dureza, la valentía en el enfrentamiento con la realidad exterior al núcleo familiar. La feminidad tiene también muchas otras virtudes encomiables, pero no han sido estas por lo general, al menos en sentido estadístico. Por mucho que insista la propaganda ideológica de ridículas fantasías épicas cinematográficas, en realidad, la frecuencia de hombres ha sido y sigue siendo muchísimo mayor a la de mujeres en actividades que supongan arriesgar la vida por otros seres humanos que no sean su familia.

Los hombres han nacido con el pecado original de la lascivia y la lujuria en mayor grado que las mujeres. Hubo épocas en las que esto se vio con cierto honor, tal cual gallo enseñoreado en un gallinero, y se destacó la virilidad del hombre activo sexualmente. Otrora, salvo casos de afeminados o atados corto por sus consortes, ¿qué rey u hombre de alto rango o nobleza no ha tenido su cohorte de amantes?, ¿o qué sultán que no fuera de pacotilla no ha tenido su harén? Si bien, esos rasgos de virilidad iban acompañados de algo más que la erótica del poder. El pueblo veía en sus soberanos a los protectores de sus tierras, individuos poderosos que les garantizaban cierto grado de seguridad ante los peligros de invasores. A nivel plebeyo, también la hombría tenía ese valor: los hombres iban a la guerra, asumían los trabajos duros, ponían en riesgo su vida y su salud, mientras que las mujeres se quedaban en casa, sacrificándose en el nacimiento y crianza de los hijos, o en labores menos pesadas y/o peligrosas.

No es lo mismo un calzonazos que un hombre afeminado, aunque ambos tienen en común la mengua de la masculinidad y una posición débil o de cobardía: el primero de puertas del hogar hacia adentro y el segundo de puertas hacia afuera

En nuestros tiempos sin guerras locales, con medios anticonceptivos y en los que los trabajos son muchos menos duros y más seguros, las mujeres reivindican su puesto en el mundo que antaño era de los hombres. Desde siempre, las mujeres han vivido mejor y con más privilegios que los hombres, sobre todo en clases altas o medias-altas, y por ello dejaron antaño a aquellos que bregaran con las cosas del inhóspito mundo, pero, ahora que el mundo se ha convertido en un lugar más apacible, quieren ser las primeras en beneficiarse de tal.

He ahí el pecado original de las mujeres: querer domesticar a los hombres para utilizarlos en beneficio propio y de sus retoños. Eso no es ni bueno ni malo y, gracias a la mayor tendencia libidinosa masculina y a la mayor tendencia domesticadora femenina, hemos nacido todos de una madre y un padre, así que agradecidos debemos estar de cómo funciona la biología. Si bien, resulta desconcertante la disolución actual de los caracteres prístinos.

No se trata aquí de hacer un alegato sobre lo pernicioso del natural afeminamiento de las mujeres, ni tampoco el de los hombres que se pasan a la acera de enfrente. De lo que se trata es de señalar la mengua de masculinidad incluso entre hombres heterosexuales en nuestra civilización y de cómo estos se están viendo sometidos dócilmente al poder femenino, autocastrando su personalidad innata.

El poder femenino siempre ha estado ahí, desde tiempos inmemoriales. Cualquiera que haya leído algo de literatura o pensamiento de autores del pasado, o vivido con los ojos abiertos en el presente, sabrá a lo que me refiero. Conocido es el hecho de que una buena parte de la población femenina ha manipulado, domesticado y dominado a la masculina. Al hombre en una situación de debilidad superlativa se le llama calzonazos. No es lo mismo un calzonazos que un hombre afeminado, aunque ambos tienen en común la mengua de la masculinidad y una posición débil o de cobardía: el primero de puertas del hogar hacia adentro y el segundo de puertas hacia afuera. La literatura al respecto es amplia, así que no me voy a entretener en este aspecto.

Llama sin embargo la atención en nuestros tiempos que esa dominación se ha sublimado desde el ámbito de la pareja a escala social. Hoy la mujer —en singular, denominando al conjunto femenino actuando como una unidad— impone su orden interfiriendo en el orden social; un decir “si no cede la sociedad ante nuestras demandas de beneficios extraordinarios a nuestro género en perjuicio del masculino, montamos un berrinche en la calle y en los medios todos los días y…”. Y políticos, periodistas, fuerzas del orden, profesionales de distintos ámbitos, jueces,… se echan a temblar ante tales amenazas, y contestan: “sí, mi reina, lo que tú digas…”. Se podría decir que la mujer tiene a la sociedad mangoneada o acalzonazada.

Más allá de visiones generales, vemos condenas particulares penales o al menos de la opinión pública por acciones de galantería sin uso de la violencia que hoy se tachan de acoso sexual. Ciertamente, podría haber delito en ciertos casos denominados de acoso cuando se utilizan por ejemplo como un chantaje para evitar un despido, pero aquí el delito debería caer dentro del ámbito laboral y no dentro del ámbito de la violencia sexual; además, son tan delincuentes los jefes que extorsionan a sus empleadas para tener sexo como las mujeres que aceptan tales ofertas para medrar y pasar por encima de los demás compañeros, y no veo en movimientos como el #MeToo ninguna demanda de justicia en ese segundo sentido. Puestos a ser moralistas, uno se pregunta si casos como los de Plácido Domingo, entre muchos otros, sometidos al hostigamiento por parte de los medios por comportarse como es normal que se comporten los hombres con status, haciendo uso de su poder aunque sin incurrir en violencia alguna, no deben tener también su correspondiente lapidación mediática de todas aquellas arpías que han medrado ilícitamente en sus carreras prostituyéndose.

Se invita a castrar toda expresión de masculinidad convirtiendo en delito de acoso lo que es propio de una conducta masculina seductora no-violenta

Se reivindica que la mujer pueda expresar su feminidad del modo que desee, utilizando las vestimentas y los medios de seducción que se le antoje, como un derecho inalienable de la mujer libre, y que pueda tener hijos cuando quiera o no tenerlos cuando no quiera, sin que nadie pueda decidir sobre su vida. Sin embargo, se invita a castrar toda expresión de masculinidad convirtiendo en delito de acoso lo que es propio de una conducta masculina seductora no-violenta. También con frecuencia se les encasquetan a los hombres sin voz ni voto tareas de puericultor decididas por misteriosos fallos en los medios anticonceptivos controlados por la mujer, quien se arroga así todo el poder de decidir sobre la vida y libertades del hombre.

Lo grave no es que muchas mujeres apoyen tales causas, hacen bien si pueden, son más listas (y más aprovechadas) que los hombres en general, aunque muchas hay con mayor dignidad que no las apoyan. Lo grave es que muchos hombres se unan a tales reivindicaciones, autocastrándose y ayudando a castrar a los de su género, o guardando silencio por temor a quedar excluidos dentro del actual orden supremacista femenino. El único arrojo de pseudovalentía de estos feministos lo tienen para defender con puños erguidos causas ya ganadas de antemano, pues para amparar causas justas en desventaja hay que ser un hombre íntegro, luchar y tener más coraje. Le sucedió a aquel temerario que, ante una performance de “Un violador en tu camino” en Santiago de Compostela, interrumpió el ritual al grito de “Ahora a casa a hacer la cena”, y le salieron al paso algunos pseudogallitos a defender el gallinero. Para más inri, el partido político PP al que pertenecía el gracioso lo expulsó, dejando claro que esto del afeminamiento en el sentido de cobardía es transversal, afecta a la mayoría de partidos tanto de izquierdas como de derechas.

La censura sobre el sentido del humor es de hecho una de las herramientas más alienantes de nuestra sociedad. Desde siempre, el humor ha servido de canalización del malestar, de crítica implícita y desenfadada. Pero se impone hoy en día también el silencio hasta en los chistes de mujeres (o de homosexuales u otros). El temor a ser clasificado de misógino o machista enmudece a los débiles, y para los que les queda un poco de arrojo la ley deja entrever posibles delitos de odio en tales sonrisas. Según se da a entender, el hombre debe hoy tragarse su calzonacería y ni siquiera puede bromear con el tema.

Lo que tanto ha escandalizado de la celebración del 8-M en nuestro país en este año de desgracia coronavírica es precisamente el hecho sangrante —nunca mejor dicho, a colación de los muchos miles de muertes que se podrían haber evitado de no haberse celebrado el evento— de que los gobernantes sabían perfectamente del peligro del virus y la celebración de manifestaciones en la calle, pero no se atrevieron a parar el 8-M y hacerle frente al todopoderoso lobby feminista. ¿Cómo decirle a la turba furibunda que no salga a la calle a gritar aquello de “sola y borracha quiero llegar a casa”? Esto, unido a los intentos posteriores de acallar la vergüenza, forma y formará parte de la larga historia de calzonazos que se dejaron mangonear en nuestro país por la irracionalidad de unas hembras anhelantes de más poder, con fatales consecuencias. El feminismo mata, ¡vaya si mata!

Ser hombre no está de moda. Sus desgracias [en España: 80% de los suicidios (unos tres mil hombres al año), muchos de ellos causados por abusos de sus parejas o exparejas en procesos de separación; 80% de los “sin techo”; 95% de los siniestros en el lugar de trabajo (unas 500 muertes de hombres frente a unas 25 muertes de mujeres al año); ninguneado en los casos en que es víctima grave o incluso mortal de violencia doméstica; espoliado de sus bienes en una buena parte de casos de divorcio, y/o apartado de sus hijos; etc.] no venden como para hacer un drama victimista al uso. Los niños también sufren tasas de abandono y fracaso escolar mucho más elevadas que las niñas. “Claro, las niñas son mejores que los niños, y si hubieran sido las tasas de fracaso a la inversa es que estaban discriminadas o no se las había educado adecuadamente” —dirían los igualitaristas modernos. Del mismo modo se aplica a las distintas facetas de hombres y mujeres adultos.

El afeminamiento de nuestros tiempos es también evidente en ese buenismo que impregna toda nuestra sociedad, esa Europa “podrida de vegetarianos y ciclistas”, de nenazas que se arrugan ante cualquier signo de tempestad y prefieren evitar conflictos

La Universidad tiene actualmente un 60% de estudiantes mujeres; no llegan en el mismo porcentaje a los puestos jerárquicos más altos por razones bien conocidas y que no tienen que ver con la discriminación. Con todo, copan algunas de las carreras más lucrativas dentro del área sanitaria o jurídica entre otras. Sin embargo, ven que todavía son minoría en áreas científico-técnicas y están presionando los feministas para conseguir también ahí que alrededor de la mitad sean mujeres. Mientras, los puestos más peligrosos o los que requieren mayores sacrificios, como albañiles de andamio, se dejan casi íntegramente para los hombres. Dicho de otro modo: las frescas feministas (y los feministos que les siguen la corriente) aspiran a lograr la mayor representación femenina en cómodos puestos bien pagados de guante blanco, y mantener la mayor representación masculina en puestos de mayores sacrificios, mayores riesgos y menor status.

El afeminamiento de nuestros tiempos es también evidente en ese buenismo que impregna toda nuestra sociedad, esa Europa “podrida de vegetarianos y ciclistas”, de nenazas que se arrugan ante cualquier signo de tempestad y prefieren evitar conflictos —muy femenino eso—, que se enternece con la llegada de inmigrantes acogiéndolos como quien recoge gatitos abandonados, sin advertir los peligros que ello puede acarrear. Una sociedad de ofendiditos, tal cual damas delicadas, y que califica la masculinidad luchadora de tóxica. Hombres que han substituido la lucha en la guerra o en su trabajo por cambiar pañales y la conciliación familiar. Una sociedad decadente que ampara a unos desempleados que prefieren cobrar los subsidios estatales en vez de trabajar, peligrando incluso la producción de bienes básicos, como en el reciente confinamiento de la COVID-19. Una sociedad que repudia la violencia necesaria, y deja que metafóricamente le meen en el bolsillo del pantalón por no querer aplicar ley y orden, como en los tristes acontecimientos en Cataluña a finales de 2019 en que los policías tuvieron que aguantar palos pudiendo hacer poco contra vándalos y agresores (por cierto, no recuerdo haber visto mujeres entre el colectivo de policías que recibía los golpes). En verdad, resultaría loable ese toque femenino a la sociedad si se uniese al complementario lado masculino para mantener el equilibrio de fuerzas. Sin embargo, castrada la masculinidad, queda una sociedad afeminada en el sentido clásico: débil, delicada, blanda, sin brío, pusilánime, cobarde. Está condenada al hundimiento y a que venga otra civilización más fuerte que la nuestra que la termine absorbiendo o eliminando.

Foto: Tom Pumford

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Más del autor sobre el tema en el artículo “Una visión alternativa sobre la historia de la mujer occidental y el feminismo” y en el capítulo “La cosa ésa de ser mujer” (cap. 5 [5 del vol. I]) de Voluntad. La fuerza heroica que arrastra la vida.


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Martín López Corredoira
Martín López Corredoira (Lugo, 1970). Soy Dr. en Cc. Físicas (1997, Univ. La Laguna) y Dr. en Filosofía (2003, Univ. Sevilla) y actualmente investigador titular en el Instituto de Astrofísica de Canarias. En filosofía me intereso más bien por los pensadores clásicos, faros de la humanidad en una época oscura. Como científico profesional, me obstino en analizar las cuestiones con rigor metodológico y observar con objetividad. En mis reflexiones sociológicas, me considero un librepensador, sin adscripción alguna a ideología política de ningún color, intentando buscar la verdad sin restricciones, aunque ofenda.