«La guerra en Europa ya no es una fantasía». «La amenaza de una guerra en Europa es total y absoluta, y en España no somos suficientemente conscientes de los riesgos que corremos». «Hoy no hay consenso sobre el envío de tropas terrestres [a Ucrania, contra Rusia], pero no se puede descartar nada». El Alto representante de la Unión Europea, para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, la ministra de Defensa de nuestro país, el presidente de la república francesa: son solo algunas muestras de la insistencia con la que se habla en los últimos tiempos de la posibilidad de enfrentarnos a una guerra que afecte de lleno a muchos europeos. Los presupuestos de defensa del continente crecen a dobles dígitos desde la pandemia del coronavirus y hay una nueva Estrategia Industrial Europea de Defensa, dotada con mil quinientos millones de euros para el período 2025-2027.

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Decir que esta realidad bélica nos coge a pie cambiado es quedarse muy corto: más allá del conflicto que asoló la extinta Yugoslavia y hasta que Vladímir Putin decidió encaminar a la Federación de Rusia al conflicto, la idea de la guerra llevaba desterrada del panorama intelectual y sentimental europeo muchos años. Pero este importante movimiento de desestabilización, junto a las grietas del proyecto europeo realzadas por el Brexit y las numerosas convulsiones que están mudando la faz política del Viejo Continente, nos obligan a repensar la guerra y sus consecuencias.

Decía Victor Hugo que el siglo xix era grandioso, pero que el xx sería feliz; no hace falta decir que, al menos respecto a su primera mitad, su vaticinio no pudo ser más equivocado. ¿Cómo será el siglo xxi?

La actitud lúcida, ante una reformulación de nuestras hipótesis, no es ni la incredulidad ni la histeria, sino la argumentación y el estudio. De ahí la importancia de renovar nuestra reflexión sobre un fenómeno que atraviesa la historia humana y la conmueve hasta sus cimientos. La guerra es una desgracia; pero no es la única desgracia humana, y como todos nuestros vicios graves acarrea preguntas preciosas e imperecederas. ¿Es la guerra, como aseguraba von Clausewitz, la continuación de la política por otros medios? «Todas las guerras son» —escribe Kant en Idea para una historia universal— «otros tantos intentos […] de establecer nuevas relaciones entre los Estados y, mediante la destrucción o al menos el desmembramiento de todos ellos, crear nuevos cuerpos políticos». ¿Es el nacionalismo, también hoy, la amenaza esencial para la paz? En tal caso, solo un pluralismo acorde con la variabilidad cultural del mundo podría alejarnos del desastre; de algún modo habrá que conjurar las ansias expansivas de ciertas nacionalidades, y evitar que el choque de civilizaciones alcance cotas mucho más sangrientas. ¿Es en sí mismo el Estado, como sugiere Randolph Bourne (“La guerra es la salud del Estado”), la raíz del problema? ¿Y qué hay de los costes de la guerra, y hasta de la oportunidad que brinda a los descuideros, que enumera en su ensayo (“La guerra es una estafa”) Smedley Butler?

Irving Fisher enfatiza en “Y después de la guerra, ¿qué?” la importancia de los organismos internacionales, lo cual nos recuerda qué papel respecto a la paz juega la Unión Europea. También aporta decisivas lecciones sobre la relevancia de los organismos internacionales, hoy tan en entredicho; por más que muchas críticas sean justas, tal vez nos convenga recordar su esencial contribución para la paz justo en el momento en que empezaban a fraguarse. ¿Podremos armar razones para la paz que sean convincentes para un número suficiente de actores globales potencialmente letales? Decía Victor Hugo que el siglo xix era grandioso, pero que el xx sería feliz; no hace falta decir que, al menos respecto a su primera mitad, su vaticinio no pudo ser más equivocado. ¿Cómo será el siglo xxi? Creíamos saberlo. «El siglo del fin de todas las guerras», celebrábamos los europeos; el lector sentirá un escalofrío cuando lea parecidos pronósticos en este libro. Ahora que suenan tambores de guerra, ¿habremos de admitir que hemos cometido errores de cálculo a la altura de los del autor de Los miserables?

Inter arma enim silent leges; «en las guerras las leyes callan», dice un viejo proverbio latino. ¿Es la guerra la suspensión de toda ética, o es posible y deseable que haya normas que la dignifiquen hasta donde eso es posible? He ahí otra de las grandes cuestiones, que si merece además actualizarse es por la absoluta falta de códigos morales en la lucha a los que la industria del entretenimiento nos expone. Los jóvenes, que, no lo olvidemos, protagonizan a su pesar las contiendas, son expuestos a diarios a modelos de liderazgo de mafiosos de diverso pelaje o pseudohéroes tan eficaces como infames; así estamos educando las sensibilidades de los más jóvenes. ¿Qué pasará si han de tomar decisiones cruentas? «Hay una dimensión de terrorismo en la esencia de la guerra», escribe Henri Hude en Una filosofía de guerra. ¿Necesariamente?

¿Es la guerra un resto de animalidad o «el padre de todo y el rey de todas las cosas», como sostenía Heráclito? ¿Acaso es ambas cosas? Sabemos que la psicología de la agresión difiere en el hombre y las bestias, de modo que no deja de ser un contrasentido hablar de «animalidad» para referir una ferocidad sin tasa en el hombre, aunque sea lo acostumbrado, al referirnos a las llamadas «matanzas intraespecíficas». Muy por encima de nosotros, los animales amagan; dilucidan sus diferencias luchando, pero suelen parar un instante antes de causar la muerte a uno de sus iguales. ¿Por qué no «para» el hombre ante la perspectiva de destruir a su hermano? Como Jane Goodall descubrió horrorizada, los chimpancés también se masacran. «La guerra en sí no requiere ningún motivo especial, sino que parece injertada en la naturaleza humana», escribe Kant en “Primer suplemento”. ¿Será este el oneroso precio de un cerebro extraordinariamente evolucionado?

Como dice François Fénelon, «todas las guerras son guerras civiles, porque todos los hombres son iguales». Los autores que aquí recogemos se hacen eco de esta verdad fundamental; pero es probable que sea Augustine Jones (“La guerra es innecesaria y anticristiana”), con su visión vivamente cristiana de los conflictos, quien se muestre más contagiosamente misericordioso. Este es también un volumen para reflexionar sobre nuestras oscuridades y recordar que no se puede hablar de moral sin otorgar su centralidad al otro; lo cual encamina a laberínticos dilemas a los combatientes que, por no ser meras máquinas de matar, se los plantean. «Para vivir, deja vivir. Los pacificadores no solo viven, ellos rigen la vida», dice Gracián en El arte de la prudencia.

«Una de las cosas buenas de la Guerra Civil» —escribe el padre Corby mientras acompaña a la Brigada Irlandesa en sus Memorias de guerra de un capellán— «fue la remoción de una gran cantidad de prejuicios. Cuando los hombres comparten intensos peligros, brotan emociones fraternales entre ellos que generan un sentimiento caritativo, cristiano, que a menudo conduce a los más excelentes resultados». ¿Son estas declaraciones escandalosas e inconcebibles para nosotros? No hace falta decir que William Corby —fundador de la Universidad de Notre Dame— consideraba la guerra un mal absoluto, y que describió consecuentemente sus horrores. Pero ¿hay algo valioso que podamos aprender del comportamiento humano en las peores circunstancias? En cuanto a la belicosidad que alimenta ese caos, ¿podemos erradicarla, o, como dice William James (“El equivalente moral de la guerra”), a lo que debemos aspirar es a canalizarla?

George Brinton McClellan, comandante en jefe de la Unión, luego del Ejército del Potomac, y el aspirante demócrata que se batió contra Lincoln en las elecciones de 1864, declaró: «La guerra debería guiarse por los más altos principios de la Civilización Cristiana. En ningún caso debería ser una guerra abocada al sojuzgamiento del pueblo de ningún Estado. No debería ser en absoluto una guerra contra la población, sino contra las fuerzas armadas y las organizaciones políticas». ¿Serán los drones y los robots y otras tecnologías en ciernes las que paradójicamente abran la oportunidad de contiendas más humanas? Difícilmente salvarán nuestra alma —«la guerra siempre debilita y con frecuencia destruye por completo la capa de decencia que constituye una civilización», nos dice Aldous Huxley—, pero es de justicia que exploremos la posibilidad de reducir al máximo los sufrimientos que nuestros conflictos causan.

A todas estas preguntas hemos de dar respuesta. Nuestras derivas tecnológicas y sociopolíticas depararán novedades que tendremos que afrontar ex novo; en cualquier caso, el hecho intemporalmente antropológico de la guerra se despliega en las páginas que siguen con gran provecho para sus lectores. Ahora que tal vez estamos hablando de nosotros, o peor, de nuestros hijos, y sentimos el escalofrío de aquel poema de W. H. Auden —“¡Oh! ¿Qué es ese sonido”— en el que se describe la llegada de los soldados enemigos: «Está roto el cerrojo y astillada la puerta, | […] es a nuestra puerta donde se aproximan; | sus botas resuenan pesadamente en el suelo | y sus ojos son ardientes»; ahora que volvemos a hablar de la inminencia de la guerra, y antes de que sea una realidad que nadie evite, los textos que le ofrecemos pueden ser un haz de luz para su entendimiento y su espíritu, y, en tanto tales, una aportación enjundiosa para la esperanza de todos.

[Adaptación del Prólogo de Guerra. Ensayos estadounidenses, Madrid: Rialp, 2024. Cortesía de Ediciones Rialp]

Foto: Scott Rodgerson.

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David Cerdá García
Soy economista y doctor en filosofía. He trabajado en dirección de empresas más de veinte años y me dedico en la actualidad a la consultoría, las conferencias y la docencia en escuelas de negocio como miembro del equipo Strategyco. También escribo y traduzco. Como autor he publicado ocho libros, entre ellos Ética para valientes (2022); el último es Filosofía andante (2023). He traducido unos cuarenta títulos, incluyendo obras de Shakespeare, Rilke, Furedi, Deneen, Tocqueville, Guardini, Stevenson, Ahmari, Lewis y MacIntyre. Más información en www.dcerda.com