No recuerdo exactamente el momento en el que la Gran transformación se consumó, porque fue un proceso gradual que, si acaso, se aceleró en los últimos años. Así que no existe un hito final, sino una compleja cadena de directivas, emanadas de diferentes instituciones y organismos internacionales, que fueron suscritas por los países en sucesivos fórums mundiales. Algunos no las suscribieron todas, como los Estados Unidos, China, la India y las naciones africanas, pero no es el caso de la Unión Europea, que las asumió íntegras y sin demora.
Antes de la Gran transformación, comíamos mal, nos desplazábamos mal, producíamos mal, consumíamos mal e, individualmente, nos organizábamos mal. Con lo último me refiero a lo que llamábamos “familia”, y que hoy conocemos como “unidad de individuos relacionados”, donde la opresora jerarquía entre hombres y mujeres, padres e hijos pasó a ser cosa del pasado.
Ahora, el Estado ejerce la tutela efectiva de todos los miembros de la unidad de individuos relacionados y de sus derechos, sin distinciones por edad, sexo o posición. Las tradicionales relaciones entre personas que viven juntas han dado paso a relaciones administrativas que los expertos planifican y supervisan. Lo llamamos “amor de Estado”.
A los padres se les ha descargado de la pesada tarea de educar a sus hijos, porque desbordaba su capacidad, como mostraban numerosos estudios realizados antes de la Gran transformación, cuando la conflictividad familiar era un problema según los científicos sociales.
Ahora el Servicio Público de Enseñanza y Civismo es el encargado de inculcar a los nuevos ciudadanos los valores cívicos. Además, para garantizar la armonía, cualquiera puede denunciar a cualquiera, aunque, como es lógico, las mujeres y, sobre todo, los hijos cuentan con la presunción de veracidad. Un concepto legal que ha supuesto una verdadera revolución.
Cada vez más vacas, cerdos y gallinas viven dignamente. Y las personas, a cambio, lucen figuras estilizadas, lo que les permite compartir la ropa y ahorrar. No sólo hemos avanzado hacia el bienestar colectivo y animal, sino también hacia la talla única, que es símbolo de progreso
Respecto a los valores cívicos, hay que destacar el efecto positivo que supuso la sustitución del principio de “pluralidad” por el de “diversidad”, porque la pluralidad, entendida como el derecho a tener, manifestar y dedender opiniones particulares, era foco de muchos conflictos. En cambio, el principio de diversidad, que es la aceptación acrítica de todas las realidades existentes o imaginarias normalizadas desde el poder, impide que la individualidad prevalezca sobre las colectividades. Y esto asegura la paz social.
Otro cambio de la Gran transformación es que el dinero en efectivo prácticamente ha desaparecido. Las operaciones se realizan mediante aplicaciones bancarias, cuyas bases de datos están conectadas, por ley, a la Administración. Esto permite el control en tiempo real de nuestras compras y ayuda a que consumamos de manera correcta.
Por ejemplo, ahora es posible limitar el consumo de carne a cien gramos a la semana por persona, porque, a partir de esa cantidad, la aplicación bancaria incrementa automáticamente el IVA de manera exponencial. Esta medida forma parte del Plan General de Emergencia Climática y Bienestar Animal. Mediante este sistema las autoridades pueden limitar nuestra huella de carbono.
Gracias a esta tecnología, cada vez más vacas, cerdos y gallinas viven dignamente. Y las personas, a cambio, lucen figuras estilizadas, lo que les permite compartir la ropa y ahorrar. Así, no sólo hemos avanzado hacia una huella de carbono razonable y el bienestar colectivo y animal, sino también hacia la talla única, que es símbolo de progreso.
Eliminar la carne de la dieta no ha supuesto ningún problema, porque, para asegurar la cantidad necesaria de proteínas, existen productos sustitutivos compuestos de quinoa, espirulina, semillas de cáñamo, chía y levadura nutricional. Y para las ocasiones especiales, como lo que nuestros padres y abuelos llamaban cenas de Navidad, y hoy son Saturnalias, se pueden añadir frutos secos o, incluso, legumbres, aunque son sensiblemente más caras. Pero, en ciertas ocasiones, vale la pena tirar la casa por la ventana y comprar cincuenta gramos de almendras o lentejas.
Es cierto que los precios de los alimentos que sustituyen a la carne son altos por culpa del incremento de su demanda, pero sobre todo por los impuestos que deben soportar para sufragar la reconversión de la agricultura intensiva, muy agresiva con el medio ambiente, en prácticas agrícolas, ganaderas y silvícolas de las poblaciones indígenas tradicionales. Pero combatir el cambio climático, preservar la biodiversidad y detener la desertización tiene un precio que vale la pena pagar.
También el automóvil particular se ha convertido en una rareza. Su circulación está muy restringida y sus impuestos son elevadísimos. Lo habitual es usar la “movilidad compartida y sostenible”, es decir, el transporte público.
Ahora sabemos que el problema del automóvil no era sólo el motor de explosión, sino el propio concepto de vehículo privado. Desplazarse de manera no coordinada y colectiva genera muchos problemas, incomodidades y gastos innecesarios. El transporte tiene que ser eficiente si se quiere combatir eficazmente el cambio climático. Y el individuo es egoísta e ineficiente por naturaleza. Así que la autoridad en esta materia se ha transferido a los expertos en movilidad.
Otras opciones, como la bicicleta o el patinete, son menos gravosos, pero ahora se les aplica una tasa climática anual, porque su fabricación contribuye a aumentar la huella de carbono.
Por supuesto, la movilidad es un derecho, por eso existe la “tarjeta verde”: un abono de transporte universal que es obligatorio adquirir, aunque se tenga vehículo particular, sea este un automóvil, una bicicleta o un patinete. Se carga en cuenta bancaria de forma automática el primer día de cada mes, lo que es posible gracias a la interconexión entre las aplicaciones bancarias y las administraciones públicas que comentaba anteriormente.
Si por alguna razón se abona fuera de fecha (lo más habitual es la falta de saldo), se aplica un recargo del veinte por ciento. Puede parecer excesivo, pero este recargo, según dicen, se destina a luchar contra la emergencia climática. Así que bien puesto está.
Un efecto positivo del cambió en los hábitos de transporte es que las grandes calzadas de las ciudades se están reconvirtiendo espontáneamente en zonas agrestes que sirven para el esparcimiento, aunque algunas comunidades quieren que la Administración permita convertirlas en huertos vecinales, porque, argumentan, los precios de los alimentos son demasiado elevados. Pero eso sería competir deslealmente con las pequeñas explotaciones ecológicas y sostenibles que pagan religiosamente sus licencias y que son decisivas en la Gran transformación dirigida desde Bruselas. Así que mejor tener paciencia, porque Roma no se construyó en un día. Y la reconversión agrícola apenas ha cumplido su sexto plan quinquenal.
Otro avance es que ya no es necesario hacer la declaración de la Renta. La Administración la hace por nosotros y la carga en cuenta directamente. Por supuesto, se remite un documento electrónico al declarante pasivo con la cantidad cobrada y los conceptos, por si se desea recurrir el importe, para lo cual, como es lógico, hay que pagar la tasa medioambiental correspondiente, porque el exceso de operaciones electrónicas también contribuye a incrementar la huella de carbono.
En definitiva, muchas cosas han cambiado en estas últimas décadas. Europa es ahora un lugar mejor, más civilizado y sostenible. Incluso la crisis migratoria es cosa del pasado. Muchos inmigrantes regresaron a sus países de origen y sus descendientes, también. La razón es que África ha seguido la estela de Asia y su economía crece a una media del siete por ciento anual.
La economía europea, por el contrario, lleva tiempo en recesión. Pero es coyuntural. Volverá a crecer en cuanto concluya la reconversión climática y podamos empezar a amortizar la deuda que ha generado, lo que, según los expertos, podría suceder en las próximas décadas; es decir, muy pronto, si entendemos la medida del tiempo desde una perspectiva colectiva y altruista y no individual y egoísta.
Lo importante es que vamos a dejar un mundo mejor a nuestros hijos. Aunque, la verdad, yo no tengo hijos, ni creo que los vaya a tener. No me lo puedo permitir. Tengo un Teckel, que es un perro cuyas dimensiones se ajustan a las que impone la ley de mascotas sostenibles (para perros más grandes hay que pagar un impuesto especial). Pero los descendientes de los perros también cuentan. Al fin y al cabo, todos somos criaturas de Dios. Y si Dios no existe, todos somos criaturas de un Estado cuya bondad y omnisciencia son igualmente infinitas.
Foto: Shotinraww