Como bien saben los novelistas, cineastas y, en general, todos los narradores de historias, la peripecia individual resulta más próxima, comprensible y aleccionadora para el común de los mortales que las grandes magnitudes o los inabarcables fenómenos colectivos. Parodiando a Borges, bien puede decirse que hablar del exterminio de cinco millones de judíos y no digamos ya, hablando de muertos, los más de veinte millones de rusos de la II Guerra Mundial, es un abuso de la estadística. Cuanto más aumentamos las cifras, más incapaces somos de concebirlas y visualizarlas. Terminan por no decirnos nada.
Se ha criticado mucho en este sentido esa óptica que se ha dado en llamar hollywoodiana pero que en realidad viene de mucho antes, pues ya estaba presente en la gran novelística decimonónica, de primar la óptica particularista, como si un sujeto determinado o una familia en el mejor de los casos, compendiase y simbolizase un drama de proporciones incomparablemente mayores. Algo –o mucho- hay de distorsión e injusticia en dicha perspectiva. Sería absurdo negarlo. Pero no menos absurdo es dejar de reconocer la eficacia interpretativa y emocional de un planteamiento de tal índole.
Como bien habrán colegido, las elucubraciones anteriores -que no pretenden obviamente descubrir ningún mediterráneo- vienen a cuento de un asunto concreto, que es el que nos ocupará en los párrafos siguientes. Me refiero a una sagaz investigación que acaba de ver la luz en forma de ensayo histórico, obra de un todavía joven historiador valenciano, Francisco Fuster, especialista en la llamada “edad de Plata” de nuestras artes, letras y ciencias (grosso modo, el medio siglo anterior a la guerra civil). Su título, Baroja en París (Marcial Pons, Madrid, 2019), ya dice mucho, pero su subtítulo lo aclara todo: Guerra civil y exilio (1936-1940).
Sentían profundamente a España pero no dirigían ese patriotismo contra nadie. No necesitaban matar a media España para salvar a la otra media
Don Pío, en efecto, se pasó casi todo el período de la guerra civil en el exilio parisino, huyendo de los hunos y de los hotros, como hubiera dicho su colega, compañero y paisano -¡otro gran vasco!- don Miguel de Unamuno. El rector de la universidad salmantina solo vivió por cierto cinco meses y medio de guerra y ya tuvo bastante con lo que le hicieron padecer los de uno y otro bando. A Baroja no le pasó lo mismo –entre otras cosas, por carácter, pues era mucho más reservado- pero sí algo parecido, pues lo cierto es que le tenían ganas los de un lado y sus contrarios.
Tenerle ganas significaba en aquellos días aciagos cosas muy serias. Don Pío, que no era un conspicuo revolucionario sino un refunfuñón de derechas, ya había dejado claro desde el 14 de abril que aquel entusiasmo de la República y las grandes masas no iban con él, con su nihilismo antidemocrático y su elitismo confeso. De hecho, aunque no se pronunció públicamente, era fácil deducir de su trayectoria intelectual y política que no le parecía mal el golpe –cambio de rumbo- del 18 de julio. Él, que no había hecho nunca daño a nadie, se creía pues a salvo en su entorno de Itzea. ¡Iluso!
Cuatro días después del Alzamiento, en un paseo con un amigo por aquella zona -entre Vera de Bidasoa y Santesteban-, una partida de requetés les dio el alto. Probablemente el novelista pensó con ingenuidad que su nombre era un salvoconducto. ¡Todo lo contrario! Los requetés le detuvieron, le encarcelaron y, al final se escapó por los pelos de terminar aquel mismo día o al siguiente en el paredón. Cabe aquí evocar a Gil de Biedma, pues ahora la vida era simplemente la guerra: “Que la guerra iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde”.
La verdad es que a Ortega y Gasset le sucedía por aquellas fechas algo muy similar en Madrid. Otros tuvieron suerte más esquiva: Federico García Lorca salía de la capital rumbo a Granada, pensando que en la casa familiar hallaría un refugio más seguro. Destino simétrico al de Ramiro de Maeztu. Y así, tantos y tantos otros, unos conservadores, otros liberales, de derechas algunos, de izquierdas los demás, pero todos ellos con un común denominador: sentían profundamente a España pero no dirigían ese patriotismo contra nadie. No necesitaban matar a media España para salvar a la otra media.
Es por ello que resulta adecuado el marchamo de tercera España, una España al margen del enfrentamiento cainita entre las otras dos. Bueno, al margen quizá sea mucho decir, pues la hostilidad era tan virulenta que ninguna de las dos Españas en liza aceptaba que nadie permaneciera neutral. Por esa razón se ha dicho a veces, no sin cierta razón, que no cabía una tercera España. Es cierto que las Españas contendientes hicieron todo lo posible para que no tuviera cabida equidistancia alguna. Con todo y pese a todo, esa tercera España existió. Volvamos por tanto al punto de partida: el episodio del exilio parisino de Baroja.
Parece evidente que el novelista vasco comprendió muy pronto y en carne propia que, lejos de ser una aventura romántica, como la que a menudo plasmaba en sus libros, la guerra era un asunto sucio, ruin y cruel, en el que había poco que ganar –en su caso no necesitaba medrar- y sí mucho que perder, empezando por la propia vida. Le faltó tiempo para salir disparado al otro lado de los Pirineos, pues huyó prácticamente con lo puesto, tal era el miedo que había despertado en él la detención antes mencionada.
No voy a demorarme aquí en los pormenores de esta etapa francesa de la vida de don Pío, que constituye el tema del libro, sino a destacar tres o cuatro cuestiones que me parecen relevantes para una reflexión como la presente. La primera, que se impone desde el principio, es la extrema melancolía que destilan estas páginas, trasunto de la profunda tristeza de todo exilio, pero en particular, como sostenía Marañón, del exilio español. Porque, con frecuencia, el exiliado español sale huyendo de una guerra civil: son sus propios compatriotas los que le niegan su derecho más primigenio, el derecho a vivir en su propia tierra.
Y el español que huye para salvar su vida, ¡oh, paradoja!, lo que más ansía en el mundo es volver. Volver en el primer momento posible, volver casi con cualquier excusa. Eso fue lo que hizo también Baroja, regresar a la menor oportunidad. En septiembre de 1937 pisó nuevamente tierra española. No hace falta subrayar que el bando franquista aprovechó la oportunidad para poner el prestigio del novelista al servicio de su causa. Y, en fin, no hay que silenciar lo más doloroso: don Pío, del que se podían decir muchas cosas, pero que siempre había conservado hasta entonces su dignidad, en esta coyuntura se humilló como nunca lo había hecho.
Ahí están esos libros del momento, en particular Comunistas, judíos y demás ralea (1938), con un prólogo de Giménez Caballero titulado “Pío Baroja, precursor español del fascismo”, y no pocos artículos bochornosos mirados desde la atalaya actual. Pero lo más importante no fue eso sino que toda esa indignidad servil no sirvió para nada porque no era suficiente para un régimen que exigía mayores dosis de sumisión y, por supuesto, más adulación. Así que, hundido y decepcionado, el escritor volvió a coger el portante hacia el país vecino pocos meses después, en febrero de 1938.
Baroja pudo comprender entonces la magnitud de la tragedia. Su oposición visceral a la República nunca había recalado en tal grado de fanatismo. Don Pío se encontraba ahora entre los españoles que, por el simple hecho de pensar por su cuenta, otros españoles les negaban su derecho a hablar y, en algunos casos, hasta el derecho a existir. Baroja terminó volviendo una vez acabada la guerra, cuando consiguió la garantía de que, al menos, le dejarían vivir. El exilio francés se trocaba así en exilio interior. Como Ortega, que también regresó algo después en circunstancias parecidas, vivió el resto de su vida en silencio, una suerte de muerte civil. Era el precio impuesto a la tercera España.
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