Se ha colado una mascota digital en todos los bolsillos. ChatGPT se ha convertido en el nuevo oráculo, y parece ser la segunda gran amenaza al hasta ahora inexpugnable Google. La primera es TikTok, la red china que tiene atrapado a medio mundo, y que es el primer buscador para los jóvenes en los Estados Unidos, al menos para la actualidad.

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Esta segunda amenaza es distinta, claro, y parece que más fundamental. Es una herramienta de inteligencia artificial que, salvo por escribir con un estilo sin aristas ni devaneos y a una velocidad endiablada y constante, pasa sin problema el test de Turing. El informático Alan Turing ideó la posibilidad de que una máquina se enfrentara en una conversación a un humano. Si la inteligencia de carne y hueso no se percataba de que no estaba hablando con un semejante, entonces la máquina había pasado la prueba.

Recientemente, hubo una conferencia en el Club de Creativos, en Madrid, en la que se decía que sólo las mentes más creativas serían capaces de sobreponerse a la combinación de productividad y coste que supone ChatGPT. Parece una exageración, pero quizás sólo sea eso

ChatGPT la supera. Sus respuestas son directas, pero tiene una sorprendente capacidad de volcar pensamientos sutiles y de cierta complejidad. Eso es lo más sorprendente de todo, que parece tener en cuenta el contexto o al menos una parte de la complejidad de la realidad por la que le preguntemos.

No es como nosotros, claro. Entre otras cuestiones, no está diseñada para engañar al lector. No vale para la política. Tampoco puede, por el momento, dar una respuesta adecuada sobre un hecho muy reciente. Pero es previsible que mejore su capacidad de digestión del conocimiento del momento, así que eso cambiará. Lo que es seguro que no puede hacer es prever el futuro. Karl Popper y Friedrich A. Hayek tienen una explicación para ello: predecir el futuro exige utilizar un conocimiento que todavía no existe, porque no se ha creado. De modo que, en este impedimento, el chat será tan humano como nosotros. Eso sí, nosotros poseemos una capacidad de imaginación y proyección que desafía, sin vencer, la imposibilidad de prever el futuro que nos plantean los filósofos.

Lo que caracteriza al chat, y que no tienen Google o cualquier otro buscador, es la capacidad de recabar información, categorizarla, y ordenarla en un discurso humanoide. Gran parte de nuestra economía, léase trabajo, se basa en eso, en ordenar la información. Y ello ha despertado la furia ludita.

Desde la proliferación de las máquinas, una parte de la opinión, no la más informada, ha temido que éstas nos dejen sin trabajo. Esa idea parte del error de pensar que cuando nos sustituyan de realizar determinadas tareas, nos quedaremos sin nada que hacer; sin un valor que aportar. Es una idea falsa, porque no tiene en cuenta la principal lección de la ciencia económica, que dice que la escasez es inerradicable: siempre vamos a querer tener más servicios, por lo que siempre vamos a tener que realizar alguna actividad para conseguirlos.

Pero esta vez es distinto, dicen los nuevos luditas. Porque la última barrera del trabajo humano es la inteligencia, y las máquinas la están superando. El programa es capaz de aprobar el examen para ser abogado en los Estados Unidos. Y si puede lo más, puede lo menos: los estudiantes le piden que haga sus trabajos por ellos. También es capaz de licenciarse en medicina. Tiene la capacidad de dar las respuestas que daría un técnico.

Cnet ha reconocido que decenas de sus artículos han sido escritos por ChatGPT. No los publicó sin más, sino que los sometieron al control de un equipo editorial. Y aún así, varios de los artículos tienen errores importantes. Pero no me cabe duda de que su capacidad para crear artículos relevantes y veraces, aunque quizás un poco aburridos, va a mejorar a una gran velocidad. Si no fuera porque por el momento mantiene una imparcialidad imperturbable, ChatGPT parece llamado a ocupar el puesto de no pocos periodistas. Incluso podría asumir el trabajo de algún columnista sin que se notase la diferencia.

Henry Williams, periodista freelance, dice que ChatGPT escribió en 30 segundos un artículo que se podría vender a la prensa por un valor de 500 libras. El estilo es plano y aburrido, dice Williams, y el artículo había que editarlo, pero después de hacerlo el resultado es bueno. “Estoy muy seguro de que la inteligencia artificial va a quedarse con mi trabajo”, dice Williams. Se necesitarán escritores y editores, “pero en menor número. Un humano le pedirá a la IA que genere montañas de textos, y sólo intervendrá de nuevo para comprobar los hechos, corregirlos y aprobarlos”.

Otra herramienta de inteligencia artificial, y sería más preciso si dijera otras, tiene, o tienen, la capacidad de generar imágenes de gran calidad, a una velocidad invencible, siguiendo una breve descripción. No es sólo el trabajo de los periodistas el que está en juego. Recientemente, hubo una conferencia en el Club de Creativos, en Madrid, en la que se decía que sólo las mentes más creativas serían capaces de sobreponerse a la combinación de productividad y coste que supone ChatGPT. Parece una exageración, pero quizás sólo sea eso.

Entonces, ¿nos va a quitar el trabajo el dichoso chat? Nada de lo que se ha sabido recientemente, y en realidad nada de lo que se pueda saber, cambia la cuestión esencial, que es la escasez inerradicable. Siempre habrá trabajo, porque siempre querremos tener lo que aún no tenemos. Es así de simple.

ChatGPT aprueba el test de Turing, pero por los pelos. Es aburridamente razonable, carece de picardía o imaginación, es más plano literariamente que un asesor de Pedro Sánchez, y tiene un total desapego por la reacción que provocará en quien le hace trabajar con más y más peticiones. No entiende lo que dice; ordena los elementos como un robot de farmacia. Mejorará infinidad de procesos, se ocupará de la escala más baja de algunas tareas de la economía de la información y del conocimiento, y ya está. Que no es poco.

Foto: Aideal Hwa.


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