Las intenciones eran buenas: Caperucita debía llevar algo de comida a su abuela, que estaba enferma y ya no podía ir al super como hacía antes. Ni corta ni perezosa, ataviada con su vestidito de flores y cantando aquello de “vivo en la carretera…” se subió al bus 76 camino de Villa Paloma, que era como se llamaba la casa de la abuela.

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– ¡Maldito mando a distancia! Se oyó gritar a la abuela justo antes de que la televisión, siempre altísima debido a su sordera, callase para siempre.

Roberto vivía en Villa Paloma porque no le quedaba otra. Cuando cerró la panadería de Carmina buscó trabajo denodadamente en la ciudad, pero casi nadie se sintió interesado por sus cualidades a la hora de amasar pan. A punto estuvo incluso de terminar en la cárcel. Menos mal que la chica de la limpieza le recordó que nada se consigue a golpes justo en el momento en que levantaba una botella de vinagre para arrojarla contra la cabeza del dueño de la pizzería. Sí, el cretino que pretendía saber mejor que él cómo se amasaba la base de una pizza. El silencio que abrazó su piso al callar la tele de la abuela le permitió volver a escuchar los demonios que habitaban su cabeza.

La gente subía y bajaba del autobús ocupada en sus cosas e ignorante de las de los demás. Caperucita, parapetada tras sus auriculares, se dejaba llevar mecida por el blues del autobús, haciendo como que miraba por la ventanilla, no fuera que alguien le dijese un “hola”. Aquellas marcas moradas – ya casi amarillas, se consolaba ella- que apenas disimulaba con su caperuza y sus gafas, no le permitían olvidar los dolorosos que pueden ser los encuentros con siluetas que dicen “hola”. Su meta hoy apenas consistía en dejar la tortilla en casa de su abuela y regresar cuanto antes a su cuarto, satisfecha de haber hecho algo positivo esa semana. Y quién sabe, tal vez la abuela le diese unos euros. Ella guardaba el dinero, pero nunca conseguía juntar una buena cantidad … las siluetas … “Too hurt to dance” irrumpió en sus oídos. Duffy consiguió apaciguar su ansiedad: no estaba sola.

Pegó la oreja a la pared y no logró oír nada. Era la primera vez en ocho meses que no se oía la televisión de la abuela. Al principio Roberto había llamado dos o tres veces a la puerta, sobre todo cuando escuchaba tiroteos a las tres de la mañana. La pasión de la abuela por las series criminales no le impedía quedarse dormida – bendita – tan profundamente que ni los disparos de Horacio, ni los mamporrazos en la puerta del vecino conseguían sustraerla de sus sueños. Al cabo de tres semanas Roberto también dormía como una roca. El vino barato del chino de al lado ayudaba, sin duda, a combatir el continuo runrun que habitaba sus paredes. Hoy era diferente. “Ha pasado algo”, pensó perspicaz.

“Próxima parada, calle Ministro Mateo”. No fue el mensaje automático del autobús lo que hizo que Caperucita abandonase su asiento para dirigirse a la puerta de salida, bien sujeta a las barras del techo y tambaleándose como una marioneta al viento. Las sombrillas verdes del bar de la esquina entraron por sus pupilas y dieron la orden: estás llegando, ve a la puerta. Tuvo que sortear unas bolsas de basura que se amontonaban al lado de los contenedores rebosantes de pestilencias para alcanzar las baldosas de la calle que le llevarían, cien metros más arriba, ante el portal de Villa Paloma. “He offered me a friendly face … To wipe away my fright…”

Llamó a la puerta. Ni idea de por qué lo había hecho. No estaba en absoluto preocupado por la vieja de al lado, pero tal vez sentía curiosidad. No obtuvo respuesta. Él nunca obtenía respuestas, debía buscarlas. Inesperadamente pateó la madera que se interponía entre él y su curiosidad y entró en la vivienda. No vio a nadie.

– ¡Tío! ¿Qué haces aquí? La voz de Caperucita interrumpió su momento de ensoñación y le obligó a levantarse del sillón de la abuela. Sorprendido salió corriendo, no sin antes golpear torpemente la cara de la recién llegada. Caperucita oyó cómo se cerraba una puerta en el pasillo del portal mientras caía sobre la alfombra raída del salón de la abuela.

Cuando despertó, un policía estaba a su lado. Un vecino había llamado a los agentes tras encontrar en el patio interior el cuerpo de una mujer mayor, aparentemente muerta tras caer de gran altura. Los vecinos no habían visto ni oído nada. Roberto tampoco. El labio roto de Caperucita quería contar una historia, pero ella no había podido ver bien al agresor.

Nadie pudo proteger a Roberto de sí mismo.

Nadie pudo proteger a Caperucita de Roberto.

Nadie pudo satisfacer las necesidades de la abuela, ni protegerla.

La condición humana no es programable, ni sus necesidades, ni sus motivaciones.

Foto: Ian Espinosa


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