Hace años que circulan por las redes los memes del tipo «antes versus ahora». En los últimos meses ha hecho furor una variante: la comparación entre el carácter de los jóvenes de antes con el de los de ahora. Sea con los ya clásicos memes de «Swole Doge vs. Cheems» (el perro musculado y el acogotado) o con una recreación de cómo afrontan los golpes las distintas generaciones, asistimos al recordatorio gráfico y humorístico del abismo que hay entre la dureza de antes y la fragilidad de ahora. Lo peor de estas caricaturas, que inundan las redes, tal vez sea que muchas de ellas no están tan lejos de la realidad.
Tampoco es de ahora, sino que lleva tiempo sobre la mesa la polémica alrededor de los padres contemporáneos y su peculiar estilo educativo. Tanto nos hemos acostumbrado a estas nuevas actitudes que ya no nos sorprende encontrarnos con padres que se encaran con el árbitro por amonestar a su hijo o que niegan al profesor que su hijo se esté comportando de mala manera. Esta nueva forma de educar se está haciendo notar en la última de las generaciones, la Z. Según el VI Barómetro de la Fundación The Family Watch, los padres reconocen haber perdido la autoridad y no ser capaces de controlar los horarios y los hábitos más perjudiciales de sus hijos. Este descontrol, que ahora amenaza con destruir la autonomía sana de los jóvenes, ya fue advertido por diversas organizaciones a comienzos de siglo. En un estudio realizado por el Colegio de Farmacéuticos de Barcelona en 2006, se identificó una creciente desestructuración del comportamiento alimentario de los niños, provocada por la mayor libertad que tenían a la hora de elegir qué y cuándo comían. Es incuestionable que dicha tendencia ha experimentado un marcado agravamiento en los últimos años. A todo ello hay que sumarle el aumento del consumo de alcohol entre los jóvenes, con una edad de iniciación que ya está en los trece años. Trastornos alimenticios, adicción a las pantallas y a las redes sociales, comas etílicos, niños que insultan a sus padres, sexo preadolescente; los jóvenes de hoy en día no dejan de ofrecer titulares alarmantes.
Como dijo Albert Schweitzer, premio Nobel en 1952: «El ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única»
La estrecha relación entre el comportamiento y la educación recibida en casa nos lleva a poner el punto de mira en los padres. ¿De dónde viene su blandura? ¿En qué momento han pasado a ser esclavos de sus hijos, al tiempo que les evitan los conflictos sin descanso?
En su libro El rebaño excelente, William Deresiewicz reflexiona acerca de los padres sobreprotectores y ultra permisivos. Mientras que los primeros camuflan como guía y atención su deseo de hacer su voluntad la de sus hijos, los ultra permisivos proyectan en sus hijos su necesidad de libertad y autonomía. La interferencia constante de los progenitores en las vidas de sus hijos, tanto mediante presión como con carantoñas, limita su capacidad de actuación, adaptación y gestión emocional. La atonía mental en nuestra sociedad se hace cada vez más presente y manifiesta, con jóvenes atados a sus padres de por vida, sin capacidad de decisión y con una visión distorsionada de sus capacidades y del mundo que les rodea. Tal y como Deresiewicz comenta: «En uno u otro caso, el chico o la chica pasa a funcionar como la extensión de otra persona».
Algunos de estos padres a menudo prefieren envolver a sus hijos en paños y olvidar los errores que cometen antes que poner límites y hacerles consecuentes de sus actos en caso de cruzar las líneas rojas. Otros directamente anulan la autonomía de sus hijos, de forma que cometer errores ni si quiera sea posible. Hay distintas formas de ejercer la autoridad: el no ejercerla o el ejercerla en exceso no están entre las beneficiosas.
La mejor forma de comprender el porqué de este nuevo estilo educacional de los padres es remontarse a su propia infancia. Los progenitores de la generación Z pertenecen en su mayoría a la generación X. Esto quiere decir que los padres de ahora, nacidos aproximadamente entre 1965 y 1981, fueron educados a su vez por los Baby Boomers. Los —ahora, despectivamente— llamados «boomers» fueron criados en tiempos de posguerra por unos padres tradicionalistas, disciplinados y leales, que respetaban la autoridad y buscaban reconstruir la sociedad por medio del trabajo duro. Bajo el paraguas de los años sesenta, los Baby Boomers vivieron tiempos convulsos marcados por eventos como la guerra de Vietnam o el movimiento estudiantil de mayo del 68 y sus réplicas en otros lugares. En reacción a la educación recibida de sus progenitores y rodeados de este contexto político y social, los nuevos jóvenes establecieron las bases de una nueva generación caracterizada por el activismo social y el «prohibido prohibir».
De esta generación contestataria y trabajadora nace la generación X, también conocida como «generación llave en mano» por ser niños que debían cuidarse a sí mismos en casa. Crecer durante la globalización, la creciente diversidad cultural y la revolución tecnológica, creó jóvenes independientes, acostumbrados a no llamar la atención, que debían tomar sus propias decisiones. Con unos progenitores «manos libres», la generación X creció con una menor supervisión, protección y apoyo emocional que las generaciones anteriores, algo que sin duda ha jugado un papel clave en la educación actual. Precisamente a causa de esta educación experimental y todoterreno, los nuevos padres son más conscientes de los peligros que enfrentan sus hijos y desean evitar cualquier situación que pueda ponerlos en riesgo, incluso cuando la amenaza aparente no resulta un verdadero peligro.
Numerosos estudios aseguran que vivimos en la época menos violenta de la historia. Steven Pinker, psicólogo de Harvard, escritor y científico cognitivo afirma que «quizás estemos viviendo en la época más pacífica de la existencia de nuestra especie». Su obra En defensa de la ilustración, en la que desarrolla dichas ideas, ha sido objeto de críticas debido a que se ha considerado una opinión excesivamente optimista. No cabe duda de que la violencia se ha transformado y sigue presente en nuestros días, pero tampoco podemos negar el peso de los datos. ¿Por qué entonces son los padres más protectores que nunca con sus hijos? Según la psicóloga Carmen Birke, son muchos factores los que han propiciado el fenómeno de los «padres helicóptero». Uno de ellos es la falta de cariño que esos padres vivieron, vinculada a esa «reciedumbre» en los «boomers» que hemos mencionado. Otro de los motivos es que los padres cada vez son más mayores, y que abundan los hijos únicos y las separaciones y divorcios. La sociedad de hoy en día es más libre, pero también más veloz y precipitada, lo cual afecta tanto a los matrimonios como a los hijos.
La incorporación al mundo laboral de la mujer, las nuevas tecnologías y un mundo cada vez más competente y lábil son algunas de los factores que han animado nuestra sensación de andar sobrepasados y ha ocasionado una de las mayores crisis que acechan a la sociedad actual: la de la gestión de nuestro tiempo. Hay menos tiempo para escuchar, arreglar problemas, discutir, tener hijos, estar con ellos, prestarles atención y corregir sus defectos. Como a menudo tenemos prisa y estamos cansados u ocupados, se opta por lo cómodo. Se permite que los niños coman lo que les gusta, se deja que hagan y respondan como quieran, se les regala un móvil a los diez años y se les ponen dibujos animados en una tablet con las primeras papillas y con tal de callarlos y conseguir esa paz mental que tanto añoramos al regresar a casa. Son remedios a corto plazo, mucho más fáciles que instruirles en buenos hábitos alimenticios, menos duros que castigarles y menos tediosos que explicarles por qué no deben de hacer determinadas cosas.
La conducta de los «padres helicóptero» puede estar condicionada por múltiples motivos, aunque existen una serie de factores sociales y culturales clave que han alimentado el fenómeno. En primer lugar, nos encontramos con unos padres aterrorizados por los riesgos y los peligros a los que puedan enfrentarse sus hijos. Esta tendencia, exacerbada por la era de la información y por el peligro constante retratado en los medios, intenta eliminar todo posible sufrimiento, evitarle al pequeño —que a menudo no es tan pequeño— todas sus caídas. Por otro lado, y de forma aún más dañina, está la combinación del «branding familiar», una mala praxis de corrientes pedagógicas sobre la expresión de los sentimientos, la creciente popularidad de los sistemas de alto rendimiento y la incertidumbre del mercado laboral. La idea de que con la suficiente implicación (más bien intrusión) se pueda predecir la vida y los logros de un hijo, crea el hábitat perfecto para el desarrollo de una cultura de la sobreprotección.
Todos estos factores son acentuados por unos progenitores con poco tiempo, poco control y muchas frustraciones propias que se inclinan hacia la afectividad incondicional y la atención intensiva. Del padre autoritario hemos pasado al indulgente y permisivo, y de no darle importancia a los sentimientos hemos pasado a encumbrar las emociones. Frente a conducirnos por lo correcto, ahora es más relevante no herir los sentimientos de nuestros hijos con palabras y correcciones que no les apetece oír. El resultado es que haya niños y adolescentes más frágiles, consentidos, incompetentes, ofendidos e hipersensibles, de ahí la justa denominación «generación de cristal» o «generación copo de nieve». La ausencia de correcciones y un grado moderado de autoridad pueden resultar en niños conflictivos, además de perezosos. Mucho de lo malo que ocurre suele ser una consecuencia directa de algo que se hizo mal antes. Si dirigimos nuestra mirada podemos encontrar que estos padres no son más que el reflejo de un gobierno que durante mucho tiempo favorece las decisiones populares a la verdad. La adulación del ciudadano ha tenido graves consecuencias, como el desgaste del criterio público, la reactividad a las decisiones difíciles y la perpetuación de problemas subyacentes como este.
¿Qué hacer entonces? La pelota está en el tejado de los padres. La educación no es blanco o negro, sino que hay grises. El estilo más balanceado de todos es, sin duda alguna, aquel que combina la autoridad con la libertad y la afectividad con la exigencia, es decir, el democrático. Los padres han de dejar claro que no son los amigos de sus hijos e inculcarles valores como la responsabilidad, el sacrificio y la independencia. En consecuencia, ellos mismos deberán dejar a un lado ciertas comodidades y atajos fáciles, optando por hacer lo debido, aunque suponga alguna que otra pataleta o castigo.
Los niños son el reflejo de los padres. ¿Quieren sus padres que no sean blandos? Que sean fuertes y claros. ¿Quieren que no adopten actitudes pasivas? Que sean proactivos. ¿Quieren que estén preparados para la vida? Que los expongan a ella, a sus crudezas y dificultades. ¿Quieren que cambien? Antes tendrán que cambiar ellos. Como dijo Albert Schweitzer, premio Nobel en 1952: «El ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única». Al final del día, la pregunta que todo padre ha de hacerse es esta: ¿soy el espejo en el que me gustaría que se mirasen mis hijos?
*** Carmen Villasol Pulido, estudiante de Grado.
Foto: Kat J.