Franco sigue dando mucho juego. Y no me refiero ahora solo al campo político, ámbito en el que dicha afirmación es pura obviedad, sino a un terreno más impreciso que abarca diversos aspectos de la sociedad española, en especial ideologías y mentalidades. Y que luego se extiende al campo de las ciencias sociales y al ámbito universitario, afectando a sociólogos, politólogos e historiadores, entre otros. Baste decir, por ejemplo, en lo relativo a este último sector, que más de las tres cuartas partes de los contemporaneístas se afanan en diseccionar los más diversos aspectos del franquismo y, en su gran mayoría, lo hacen con un sesgo militante. Militantemente antifranquista, claro.
Sé que hay muchos que dicen que ya está bien de mirar tanto al pasado. Soy historiador y, como comprenderán, aunque solo sea por deformación profesional, no voy a suscribir sin más ese dictamen. Mantengo que un país debe mirar hacia el futuro y no debe obsesionarse con su pasado, pero también considero que sin entender de dónde venimos difícilmente vamos a llegar a buen puerto, aunque solo sea porque ese ayer relativamente próximo condiciona inevitablemente nuestro rumbo. De ahí a sacar a los muertos a pasear a la menor ocasión hay mucha diferencia.
Esto de tirarnos los muertos a la cabeza es muy español. No digo que exclusivamente español, ni mucho menos, pero sí que la afición está muy enraizada en estos lares. En contra de lo que creen muchos adanistas, no es cosa de hoy, sino que tiene una larga tradición. Es probable que el sustrato católico de nuestra cultura tenga mucho que ver en ello. En cualquier caso, la utilización de los muertos para deslegitimar al adversario ha sido durante los últimos siglos una constante en este ruedo ibérico. Valle-Inclán plasmó esa tendencia en su manifestación más genuina: el esperpento.
La torpeza del Supremo estriba precisamente en dejar al descubierto la continuidad legal del entramado político español desde la guerra civil a nuestros días. “De la ley a la ley”, se ufanaba Torcuato Fernández Miranda al implementar la transición de un régimen autoritario a otro democrático. Lo que entonces fue virtud es hoy el talón de Aquiles del llamado despectivamente “régimen del 78”
Hoy, a tono con nuestro nivel más pedestre y ramplón, hablamos simplemente de culebrón: el culebrón de la momia de Franco, dicen algunos. Ya antes tuvimos otro espectáculo de parecida índole, en este caso doble, como las antiguas sesiones cinematográficas: me refiero a los dos entierros de José Antonio Primo de Rivera, ambos con imponentes traslados –sobre todo el primero, el que partió de Alicante- que pretendían evocar la parafernalia nazi o fascista pero que en mi opinión tenían un aire celtibérico que les asemejaba más a los cuadros de Gutiérrez Solana, esos que recreaban o parodiaban las medievales danzas de la muerte.
Pero como Pedro Sánchez ha ganado ya las elecciones, los huesos de Franco importan ya menos que hace unos meses y, además, el personal está un poco harto de tanta mojiganga. Pero hete aquí que, cuando el tema estaba en caída libre, el auto del Supremo sobre la exhumación ha venido a añadir la leña que se necesitaba y el rescoldo se reaviva para convertirse en ese fuego perpetuo que muchos necesitan: “recuérdalo tú y recuérdalo a otros”, como dice el famoso verso de Luis Cernuda. En este caso, ya no se trata de dónde debe estar enterrado el dictador sino de un asunto teóricamente más sutil pero en el fondo mucho más trascendente.
Vaya por delante la observación de que en España hay instancias políticas o jurídicas especializadas en meter la pata del modo más estúpido, eso que vulgarmente se conoce como pegarse un tiro en el pie. ¿A santo de qué tenía el Supremo que meterse en este berenjenal? ¿Qué necesidad tenía de poner fecha exacta a la llegada del llamado Caudillo a la jefatura del Estado? Al modo patoso de Peter Sellers en El guateque, afirma el auto en cuestión que Franco fue “jefe del Estado desde el 1 de octubre de 1936”.
Para empezar, si nos ponemos puristas, técnicamente esa afirmación es lisa y llanamente inexacta. El 30 de septiembre de 1936 la Junta de Defensa Nacional, máximo órgano de los militares sublevados, proclamó a Franco mando supremo del ejército autodenominado nacional (“generalísimo” en la terminología del momento) y “jefe del Gobierno del Estado”, que no significaba exactamente lo que hoy entendemos sin más como “jefe del Estado”, sino jefe del Gobierno de un Estado que aún no se sabía bien qué forma iba a adoptar.
En segundo lugar, en un momento tan temprano de la guerra –tan solo dos meses y medio desde su inicio- esa proclamación iba a ser ignorada por todo el mundo, salvo los sublevados y sus apoyos internacionales, básicamente la Alemania nazi y la Italia fascista. Eso implicaba que el poder legítimo, tanto a escala nacional como internacional, era el republicano y, por tanto, su presidente, don Manuel Azaña era el jefe del Estado a todos los efectos. ¡Cuidado!: no hablo solo de legitimidad teórica sino de poder fáctico, porque las fuerzas leales a la República controlaban una parte importante del territorio nacional.
En el peor de los casos o, si se quiere, desde una perspectiva neutral, había en esos momentos dos poderes –cada uno de ellos controlaba una parte del territorio peninsular- y, por supuesto, dos legitimidades en litigio. Hasta que uno de los bandos se proclamó victorioso y pudo imponer su hegemonía de facto, no se resolvió el dilema. Ahora bien, al ganar la guerra el sector que había conculcado la legalidad vigente, subsistía el problema de la legitimidad: de hecho, algunas naciones no reconocieron al régimen franquista aunque la gran mayoría se acogió al principio de realpolitik.
Ahora una parte de la izquierda española se acoge retrospectivamente a ese purismo antifranquista y enfatiza que no puede reconocer a Franco como jefe de Estado en ningún momento de su mandato porque su llegada al poder fue ilegítima, como resultado del levantamiento del 18 de julio y la guerra civil. Como ven, el problema se ahonda hacia terrenos insondables, pues ya no importa el cuándo sino el reconocimiento en sí. Digo que entramos en un campo minado porque aquí se plantean al menos dos problemas nada baladíes.
El primero, en el que no voy a entrar, afecta a la legitimidad en la instauración de los regímenes políticos. Aquí se podría aplicar la recomendación bíblica de “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. ¿Un golpe militar no legitima el régimen que alumbra pero, por ejemplo, otro tipo de ruptura como un levantamiento revolucionario sí? El segundo es de índole más práctica: si no reconocemos a Franco, ¿quién diablos fue el jefe del Estado en España entre el fin de la guerra civil y 1975? Digo yo que una cosa es ser antifranquista y otra, negar la evidencia, ¿no?
Pero hay otro problema, yo diría que el más sustancial, que nada tiene que ver con el postureo ni con los melindres ideológicos. Se ha acusado al Tribunal Supremo de entrar donde no le llaman, es decir, en el campo historiográfico. Creo que esa crítica está completamente desenfocada. Precisamente el yerro del Alto Tribunal procede de no haber entrado en la cuestión histórica sino haberse detenido en su umbral, ateniéndose a un criterio estrictamente jurídico. La mayor parte de los historiadores no tiene problema alguno en hablar de Estado franquista entre 1939 y 1975 y de Franco como jefe de ese Estado, nos guste más o menos.
El problema está en que, aun con las inexactitudes señaladas, no hay otra fecha formal desde el punto de vista jurídico para sostener la llegada de Franco a la jefatura del Estado, pues la victoria bélica es una simple cuestión de hecho, sin un replanteamiento de las bases políticas ni un fundamento legal de la nueva estructura jerárquica. La torpeza del Supremo estriba precisamente en dejar al descubierto en asunto tan sensible la continuidad legal del entramado político español desde la guerra civil a nuestros días. “De la ley a la ley”, se ufanaba Torcuato Fernández Miranda al implementar la transición de un régimen autoritario a otro democrático. Lo que entonces fue virtud es hoy el talón de Aquiles del llamado despectivamente “régimen del 78”.