Una fotografía reciente nos ha mostrado el atasco que se ha producido, no sé si será muy habitual, en la senda de finalización de la escalada a la cumbre del Himalaya. Se trata de una de esas imágenes que dicen más de mil palabras, pero ¿qué dicen exactamente? En realidad, las imágenes no dicen nada, porque el decir es privilegio de la palabra, por mucho que los amantes del arte se puedan ofender. No dicen nada, pero pueden dar mucho que decir.

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Lo interesante de esta imagen aparentemente insólita es que nos permite caer en la cuenta de una de las muy notables contradicciones que existen entre algunos de los indiscutidos mandatos de una mentalidad bastante dominante. Hay una evidente contradicción, para empezar, entre el derecho a disfrutar de la naturaleza, y de la fama, y el respeto que debiéramos guardar esa misma naturaleza. Los que suben al Everest están gozando de un tesoro natural hasta ahora al alcance de muy pocos y seguramente también de esa fama o gloria de algunos minutos a la que según el admirable retratista de botes de sopa Campbell todos tenemos derecho. Pero al hacerlo con tanta asiduidad está arruinando el prestigio de esa montaña, además de que seguramente acaben por convertir en un basurero uno de los lugares más inaccesibles hasta hace bien poco.

Desde el punto de vista de la emotividad, la escasez, la dificultad y la rareza son bienes indiscutibles. Piénsese, por ejemplo, en lo que perdería el fútbol si los goles en lugar de ser esquivos cayeran por docenas, un aburrimiento. Esto significa que el atractivo de escalar esa montaña en la que tantos han encontrado la muerte está seriamente amenazado por la seriación, de forma que un escalador del Everest podría acaba siendo visto como un dominguero, y eso tiene que ser un poco humillante. Esta clase de observaciones pueden ocultar un prejuicio elitista, como si todo lo que pueda estar al alcance de muchos perdiera inmediatamente su valor. Si se da un paso más se podría llegar a prohibir la escalada y no solo por miedo al deterioro sino por el pánico a la vulgaridad.

Vivimos en sociedades en las que está casi prohibida la originalidad, porque todo lo que se le pueda ocurrir a cualquiera puede alcanzar inmediatamente dimensiones de plaga

El asunto plantea algunas preguntas realmente interesantes, por ejemplo, si fuese posible que mil compositores hubiesen escrito cerca de una docena de sinfonías que, por hipótesis, tuviesen la misma calidad que las de Beethoven, ¿qué tendríamos, mil genios o un genio menos?

Estamos ante consecuencias de lo que se ha llamado sociedades de masas, algo que empezó a preocupar en los años 30 del siglo pasado, el momento en que se incubó el fascismo, y que tanto dieron que hablar a pensadores como Ortega o Adorno, pero que no cesan de crecer y de diversificarse como consecuencia del crecimiento económico y de los avances tecnológicos. Los tipos que ahora van al Everest no necesitan tener el coraje de Sir Edmund Hillary, aunque en algún caso tal vez le superen, porque pueden beneficiarse de viajes baratos, de teléfonos móviles, de patrocinios empresariales, de equipos muy sofisticados y comparativamente baratos, de Google y de todo lo demás que ustedes quieran añadir.

Los progresos de la ciencia y la tecnología y los avances políticos permiten que muchos puedan gozar de oportunidades y beneficios que hace unas décadas constituían el privilegio de muy pocos, y, por este costado, apenas cabe hacer crítica alguna a los que esperan la vez en la alta montaña, porque imagino que pasará lo mismo con cumbres menos glamurosas. Cabe sospechar que entre quienes critican esas aglomeraciones se embosquen minorías que defienden privilegios disimulados, es lo que pasa, me parece, cuando se quiere impedir el paso a domingueros que pretenden pasearse por parajes que tales defensores de la naturaleza desearían preservar para sí solos, lo que no deja de recordar a los lamentos de los aristócratas molestos por los gañanes que les espantaban los zorros, o las perdices, en la jornada cinegética. En fin, que hay aquí una evidente colisión de intereses, por no llamarlos derechos, y alguna solución habrá que encontrar.

Otro aspecto de esta peculiar cola es el de la frustración personal que se puede relacionar con la extensión de modelos de vida escasamente convencionales, es decir con el hecho, que imagino lamentable, de que personas deseosas de cultivar cualquier exquisitez se vean rodeados de inesperados competidores y colegas. Es lo que supongo sentirá un partidario de bailar con tiburones en pleno océano cuando vea que la difusión de ese tipo de aficiones ha hecho que cada tiburón haya de danzar con media docena de atrevidos aventureros.

Vivimos en sociedades en las que está casi prohibida la originalidad, porque todo lo que se le pueda ocurrir a cualquiera puede alcanzar inmediatamente dimensiones de plaga. Bueno, todo no, pero ya me entienden. Es como en ese diálogo en una viñeta de Chumy Chúmez en el que un hombre, al enterarse de que su amigo también iba a la Feria del Libro, le preguntó, “¿cómo, es que tu también has escrito otro?”.

En esta época de sobreabundancia de datos, las fuerzas, culturales, políticas y mercantiles, que pugnan por etiquetarnos como meros miembros de colectivos de conveniencia para sus propósitos, lo tienen fácil, porque nuestras conductas se estandarizan, nuestros gustos convergen y son muchos los que se dejan conquistar por esa sensación de seguridad, identidad y pertenencia que proporciona la inclusión en grupos. Pero hay ahí una trampa peligrosa para la libertad, mucho más nociva que el mero hecho de que, con mayor frecuencia de lo idealmente deseable, las cumbres solitarias se conviertan en plazuelas. El riesgo no está en que cada vez más gocen, con las debidas cautelas, de bienes raros y excepcionales hasta hace nada, el peligro estará en que para evitar supuestos males nos dejemos encuadrar en innumerables sindicatos de privilegiados que, a cambio de preservar su minoritaria afición, otorguen a los poderes públicos cada vez mayor control sobre lo que hacemos desde la cuna a la sepultura. Cuando la aventura se convierte en parque temático son siempre Hacienda e Interior los que salen ganando.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web