La filosofía que considero importante ha sido obra de librepensadores, de individuos que trataron de pensar por sí mismos, y no como meros imitadores dentro de un colectivo. El ser humano tiende por lo general a la conducta borreguil, se asusta como un corderillo abandonado en el bosque si no se ve rodeado de otros congéneres. Muchos se hacen fuertes y bravucones en sus críticas cuando se ven arropados por otros con respecto a sus ideas, pero pocos son los que van por libre en solitario, y en estos últimos, precisamente, se hallan los faros del progreso intelectual en la humanidad; lo demás es eco o nada. Departamentos universitarios, partidos políticos, sectas religiosas, etc. no son sino mafias organizadas por unos intereses creados. Las ideas valiosas han nacido en unas pocas mentes inquietas y ensimismadas que observan al resto (quizá no sea la mía una de estas, lo admito). Lo demás es ruido de mercadillo, y es interés del lector despierto saber escoger sus lecturas separando el grano de la paja.

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En temas sociales, estamos invadidos por las opiniones de multitud de columnistas en diversos medios de comunicación, que tratan de arrimar el ascua a la sardina del partido político que defienden. Lo hemos visto estos últimos meses con el COVID-19, en el que los medios se han polarizado más de lo habitual entre los que sirven de propaganda al Gobierno y los que critican todo lo que este hace. Se hace crítica al estado actual de las cosas, sí, pero con un propósito de “quítate tú, que me pongo yo”. En verdad, poca altura de miras se ve entre aquellos que bajan al mercado a chillar como verduleras en una lucha por el poder de su partido.

Por definición, el librepensador no está adherido a las ideas de un determinado partido político. La filosofía, incluso cuando nos referimos a temas sociales, no es política, no al menos a ese nivel mundano de crispación (politiquería), está por encima de eso. Contempla desde lo alto a las sociedades humanas, las sitúa en su contexto histórico, plantea utopías, pero no se rebaja a discutir sobre cuestiones mundanas presentes en la verdulería. Ni siquiera Marx, que abogaba por hacer práctica la filosofía, se salió del plano teórico.

Cambiar el mundo no está en manos de quien ha de pensarlo, y tratar los problemas no quiere decir señalar con el dedo a unos políticos como responsables de los males. En el momento que alguien dice “este gobierno…”, está saltando de las abstracciones teóricas que forman parte del quehacer del filósofo a la politiquería

Partidos como Unidas [sic] Podemos, PSOE, Ciudadanos, PP, VOX, grupos nacionalistas (regionalistas, diría yo) y otros menores, son empresas competidoras por el voto del ciudadano, dedicadas a la caza de cargos y prebendas no-eclesiásticas, y un filósofo digno de tal denominación no debe mezclar su nombre con tales negocios. La lucha por el poder no cabe en el mismo saco que el anhelo de saber. Por otra parte, quien se tome el pensamiento en serio debe tener las manos libres, y cualquiera que se arrime a las propuestas vulgocráticas está restringido a hacer un populismo de masas, lo cual contraviene la búsqueda de las virtudes. Solo se puede pensar desde las alturas para unos pocos, al contrario que los pseudopensadores políticos, que tratan de llegar al mayor número posible de potenciales votantes.

Cualquier época tiene sus problemas sociales, de organización, de creación y distribución de bienes, de equilibrio entre lo social y lo individual, y necesitan pensarse sus soluciones. Cuando el sentir de la marcha de los sucesos en nuestra comunidad nos indica que nos desviamos del bello deber ser, es cometido de los espíritus nobles el tratar de cambiar las cosas a mejor.

“¿Es que hemos de prescindir de todo, de renunciar a todo espíritu, a todo afán, a toda humanidad, dejar que siga triunfando la ambición y el dinero y aguardar la próxima movilización tomando un vaso de cerveza?” (Hermann Hesse, El lobo estepario [novela])

No, naturalmente que no. Reconocemos que nuestra época ha padecido innumerables atentados contra la belleza de la humanidad. Se necesita hacer política, se necesita pensar y actuar contra la marea que arrastra el mundo hacia la fatalidad. Pero cambiar el mundo no está en manos de quien ha de pensarlo, y tratar los problemas no quiere decir señalar con el dedo a unos políticos como responsables de los males. En el momento que alguien dice “este gobierno…”, está saltando de las abstracciones teóricas que forman parte del quehacer del filósofo a la politiquería.

De la politiquería nacional, hay que decir lo mismo que cuando nos preguntan si somos del Madrid o del Barça o algún otro equipo nacional refiriéndose al fútbol: algunos no somos de nada porque no nos gusta ese deporte. Y aunque nos gustara el fútbol, ¿qué significa ser del Madrid o del Barça? Nada, tanto uno como otro equipo no son sino dos grandes empresas que se dedican a invertir comprando jugadores, y poco tiene que ver ello con la pertenencia a una ciudad o con el espíritu del deporte. Igual sucede en la politiquería nacional o de cualquier otro país democrático: los partidos no son más que empresas con una marca registrada, cazadoras de votos para conseguir cargos y prebendas, y si defienden una u otra idea es por asegurarse el beneplácito del sector de la población por el que apuestan en sus inversiones como empresa. Si defienden los intereses de la Iglesia es porque persiguen el voto de los católicos; si aprueban la ley del matrimonio homosexual es para ganar el voto de los homosexuales; si apoyan el trasvase del Ebro a Levante es porque andan tras el voto de los valencianos; si se promociona la lengua catalana, es para hacerse con los votos de los catalanes más catalanistas; si se defiende el feminismo es porque los partidos han estudiado que hay un sector muy amplio de mujeres —que son un 51,6% del censo de electores— a quienes les importa un bledo cómo vaya la sociedad y solo votan a quien defienda sus intereses personales, aunque sean injustos para otros; si se defiende la subida de las pensiones, llegando a la absurda situación de que en promedio los ancianos cobran más por no hacer nada que una buena parte de los jóvenes deslomándose todo el día, es por asegurarse el voto cautivo de los muchos millones de pensionistas; y así está todo.

Ideales de justicia y de hacer un gobierno guiado por grandes principios, muy pocos; con un grado de pasión ideológica comparable a la pasión amorosa de las prostitutas en su trabajo. Claro que ni las prostitutas ni los políticos sin ideales son culpables de su propia existencia como tales. Existen porque tienen clientes, la mayoría de la población, que carece de ideales y solo mira por quien le promete más beneficios a nivel particular. Si acaso, la tradición del partido es la que obliga a apostar por un sector de la población u otro, por dar una imagen que aparente cierta coherencia, pero si sale rentable cambiar de estrategia se cambia y donde dije “digo” digo “diego”. Aquí no hay dos Españas, la de derechas y la de izquierdas; aquí hay una sola: la del afán de medrar. Tan progresistas o reaccionarios pueden ser unos como otros según les convenga, tantos derechos sociales o liberalización de la economía pueden promover unos como otros. El posicionamiento de cada cual depende de un frío cálculo de intereses antes que de una apasionada ideología. Y, realmente, a pocos les interesa en sí el apoyo o no de la religión, o la idea de España o la justicia; el mayor interés del político es subir al poder; esa es la auténtica ideología de los partidos. El resto son tonterías para entretener a los votantes ansiosos de ver circo.

Me gustaría poder decir, como Goethe en su autobiografía Poesía y verdad: “Yo mismo y mi círculo más íntimo no dedicábamos nuestro tiempo a periódicos y noticias. Lo que a nosotros nos importaba era conocer al hombre. A los hombres en plural los dejábamos hacer a su antojo”. Entiendo también a Balzac cuando, en una ocasión, tras haber estado hablando de política y de aconteceres del mundo, dijo algo así como: “Y ahora volvamos a las cosas serias”, refiriéndose a sus novelas.

Son muchos los hombres de cultura que consideran mejor apartarse de la política, aunque bien conocido es también el hecho de que muchos intelectuales o artistas menores pretenden hacerse grandes medrando a la sombra de algún poderoso. En mi opinión, es condición del alma noble ser desinteresada y, aunque alejarse de la política no es condición suficiente para engrandecer el espíritu, sí es condición necesaria.

Este desinterés de los hombres valiosos por la política ha llevado a que los gobernantes sean más bien los mediocres, especialmente y más que nunca en los tiempos actuales. Los que tienen un alma noble no quieren tener nada que ver con la política democrática. “Quien busca la salvación de su alma y la de los demás que no la busque por el camino de la política, cuyas tareas, que son muy otras, solo pueden ser cumplidas por la fuerza” (Max Weber, La profesión de político).

Política. Lucha de intereses enmascarada como enfrentamiento de principios. Conducción de los asuntos públicos en busca de ventajas personales” (Ambrose Bierce, El diccionario del diablo).

La profesión de político, de quien ejerce en acto el gobierno de conjuntos humanos, pertenece a quienes han perdido sus ideales por el mundo, pertenece a los hombres pragmáticos. A la política llegan los decadentes, los hombres de espíritu podrido, los mercaderes de pueblos.

Hay otra forma de entender el mundo, que es al amparo de la sabiduría de la filosofía. A los filósofos, les interesa la expresión de la política que se relaciona con la voluntad de la humanidad. ¿Qué debe hacer la humanidad? Interesa el pensamiento político, la ideología detrás de los grandes sistemas. Ya no solo se trata de pensar lo que hace o debe hacer el gobernante de turno, sino también el resto de los individuos del colectivo. Esto es política en un contexto más amplio que el comúnmente entendido.

El problema es el mundo, sus miserias y sus desórdenes. Entender el mundo y pensar sobre su deber ser siempre ha sido labor noble. Vivir en el mundo de las ideas, pensar sobre las utopías que alimentarán e inspirarán futuras revoluciones es labor del pensador. La burocracia de la administración del Estado y la lucha por el poder no es asunto del filósofo, sino de oficinistas y mercaderes.

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Exposiciones más extensas del autor sobre el tema en el capítulo “Política” (cap. 15 [5 del vol. II]) de Voluntad. La fuerza heroica que arrastra la vida.

Foto: Giammarco Boscaro


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Martín López Corredoira
Martín López Corredoira (Lugo, 1970). Soy Dr. en Cc. Físicas (1997, Univ. La Laguna) y Dr. en Filosofía (2003, Univ. Sevilla) y actualmente investigador titular en el Instituto de Astrofísica de Canarias. En filosofía me intereso más bien por los pensadores clásicos, faros de la humanidad en una época oscura. Como científico profesional, me obstino en analizar las cuestiones con rigor metodológico y observar con objetividad. En mis reflexiones sociológicas, me considero un librepensador, sin adscripción alguna a ideología política de ningún color, intentando buscar la verdad sin restricciones, aunque ofenda.