Desde tiempos prehistóricos la llegada del solsticio de verano es el punto exacto del año que marca el fin de frío y la oscuridad, el momento ideal para la celebración de la vida. La luz, el fuego, el calor y los colores de la naturaleza son también símbolos poderosos que conmemoran la supervivencia, el renacimiento del hombre y el reinicio de un ciclo permanente que se manifiesta de diferentes formas en todas las culturas del planeta.
Sin embargo, en la actualidad durante estas fechas, todo se tiñe de múltiples colores que han remplazado el auténtico significado de la celebración estiva. En el mes de junio, un falso arcoíris es el fondo de todo emblema imaginable, ya sea público o privado, expuesto tanto en el Ministerio de la Presidencia de Gobierno, en los logotipos de empresas multinacionales, las cadenas de televisión, y hasta en los restaurantes de comida rápida. Todo se ha vuelto LGTB-friendly, todo se ha ido transformado en un mundo que, en la superficie, se parece más al de My Little Pony que al mundo real. Pero en su interior es muy distinto y bastante más oscuro. Primero fue un día, luego una semana y ahora durante todo un mes, la vida cotidiana se banaliza en la debilidad del ego más absoluto, en el placer de lo genital sin límite y en el ridículo más obsceno y promiscuo con expresiones a menudo de mal gusto.
No existe pueblo ni cultura humana que no vincule este fenómeno óptico en forma de un arco multicolor con lo divino, con lo sagrado y lo mágico. El arcoíris es un signo de la presencia de un reino sobrenatural y trascendente y que actúa como nexo entre dos planos existenciales divergentes
La celebración del orgullo LGTB+ (antes gay) poco tiene que ver ni con derechos, ni con libertades. Tampoco con lo “reivindicativo” de un “colectivo” perseguido ni mucho menos. Estas fiestas del “orgullo” solo son un negocio más, un carnaval ideológico de sustitución y cancelación del sentido común, cubierto con un manto totalitario policromático. Hoy en día cuando se ve un arcoíris se piensa inmediatamente en la homosexualidad, en orientaciones sexuales diversas, identidades de género y en sus innumerables variantes. Pero no siempre fue así respecto al arcoíris y el orgullo.
No existe pueblo ni cultura humana que no vincule este fenómeno óptico en forma de un arco multicolor -que es provocado por la descomposición de la luz por refracción cuando atraviesa gotas de agua- con lo divino, con lo sagrado y lo mágico. El arcoíris es un signo de la presencia de un reino sobrenatural y trascendente y que actúa como nexo entre dos planos existenciales divergentes. Podemos encontrar referencias de ello en los textos más antiguos de la Humanidad, como, por ejemplo, en la epopeya sumeria de Gilgamesh (2500 a.C,) donde el arcoíris es el collar de la gran madre Ishtar, que lo levanta hacia el cielo como una promesa de que nunca olvidará los días de la gran inundación que destruyó a sus hijos, en una curiosa relación con el bíblico Diluvio Universal.
Para los antiguos griegos, el arcoíris era un atributo de la diosa mensajera Iris, hija de Taumante y Electra, hermana Arce y de las Harpías. Homero la describe en la Ilíada como mensajera de los dioses. En la Antigua Roma, Virgilio presenta a Iris como la diosa que anuncia el pacto de unión entre el Olimpo y la tierra al final de la tormenta. Iris se cubría con un velo transparente que solo se podía ver cuando atravesaba las nubes y era iluminada por los rayos solares, dejando en su trayecto una estela de luz multicolor. Este velo es un vínculo inequívoco entre dos universos, un puente sagrado que une el mundo de los hombres con el de los dioses, dos planos conectados cósmicamente por esos brillantes y hermosos rayos que solo poseen los inmortales.
Resultan significativas las coincidencias entre distintas culturas y mitologías. Por ejemplo, para los pueblos nórdicos, el arcoíris es el puente, la mágica pasarela, el llamado Bifröst, que une Asgard, el hogar de los dioses con Midgard, la tierra de los hombres. Durante el Ragnarök, el combate final entre la luz y la oscuridad, el Bifröst es destruido marcando el fin de los tiempos. Hindúes, celtas, aztecas, incas, hopis, diversas culturas africanas, asiáticas, polinésicas y americanas, han tenido su conexión con el arcoíris de siete colores más allá del tiempo y la geografía. El arcoíris es un símbolo sagrado que no puede permitirse ser banalizado y deconstruido por necedad ideológica.
Para judíos y cristianos, el arcoíris simboliza la alianza de Jehová con Noé y su promesa de que no destruirá nuevamente la Tierra con otro diluvio. En el libro de Génesis 9: 12-17 puede leerse claramente: “Dios añadió: Este será el signo de la alianza que establezco con ustedes, y con todos los seres vivientes que los acompañan, para todos los tiempos futuros: yo pongo mi arco en las nubes, como un signo de mi alianza con la tierra. Cuando cubra de nubes la tierra y aparezca mi arco entre ellas, me acordaré de mi alianza con ustedes y con todos los seres vivientes, y no volverán a precipitarse las aguas del Diluvio para destruir a los mortales. Al aparecer mi arco en las nubes, yo lo veré y me acordaré de mi alianza eterna con todos los seres vivientes que hay sobre la tierra. Este, dijo Dios a Noé, es el signo de la alianza que establecí con todos los mortales”.
Como se puede apreciar, el arcoíris nada tiene que ver con la sexualidad, el hedonismo, el placer u otras opciones de vida relacionadas con el goce, el disfrute sexual o supuestas reivindicaciones de derechos negados. Es curioso también observar que la bandera LGTB, creada por el activista estadounidense Gilbert Baker en 1978, no tiene siete colores sino seis. Falta el celeste, color simbólico de la Virgen María, ausencia con la que se especula también que esto no es casual sino una negación de la Madre de Cristo. En definitiva, la bandera LGTB no deja de ser un falso arcoíris o un arcoíris de remplazo.
Esta sustitución semiótica y semántica también sucede con la palabra orgullo: “el día del orgullo”, “las fiestas del orgullo”, “la marcha del orgullo”, responden al mismo fenómeno de apropiación. Orgullo ya no significa lo que sostiene la RAE: sentimiento de satisfacción por los logros, capacidades o méritos propios o por algo en lo que una persona se siente concernida; arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que suele conllevar sentimiento de superioridad; amor propio, autoestima o persona o cosa que es motivo de orgullo… Orgullo hoy significa otra cosa, como también sucede con el arcoíris.
¿Por qué el arcoíris y el orgullo representan hoy algo que no es? ¿Por qué la palabra orgullo significa LGTB+ y no ese sentimiento de satisfacción del que habla el diccionario? Tal vez la pregunta clave sea ¿cuándo y cómo nos dejamos robar el símbolo sagrado y la palabra que define positivamente el sentir el amor por lo propio y la auténtica identidad? Preguntas hoy sin respuestas, hasta que los hombres y mujeres, herederos legítimos de una civilización milenaria como la nuestra, pierdan los complejos y recuperen el orgullo de pertenencia y el significado de sus símbolos ancestrales.
Foto: Steve Johnson.
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