Decía el historiador romano Suetonio que «en un Estado verdaderamente libre, el pensamiento y la palabra deben ser libres». Los clásicos, como siempre, vienen a decirnos que esa idea brillante de un sesudo pensador escuchada en una conferencia o leída en un libro ya la habían dicho ellos mucho antes y mejor. Tenía razón Suetonio: la medida de la democracia de un país, entendida como forma de gobierno de la mayoría que respeta a las minorías, la da el modo en el que se reacciona ante la libertad de pensamiento y de palabra.
Después de años hablando y discutiendo sobre la libertad de expresión, en esta era de los titulares y los pensamientos líquidos que exijan poca concentración en el lector, creo que ha llegado el momento de apartar al romano a un lado y decir que lo que verdaderamente mide nuestra democracia es el respeto al derecho a ser imbécil. Los “cuñaos”, imbéciles, necios, ignorantes y meleducados tienen un serio problema de autodeterminación personal, porque se les está obligando a pensar y a ser constructivos. Se les está impulsando a leer, comprender, sacar conclusiones fundadas y elaborar pensamientos. Una verdadera injusticia. Los imbéciles deben tener derecho a pasear su medianía, su mediocridad y su falta de capacidad. Y el resto debemos tener el aguante constitucional de permitir que lo hagan, si bien preservando o nuestro derecho a no escucharles o a rebatirles. Si conseguimos no convertirles en famosos, ya seríamos un país serio. Eso es mucho pedir.
La sociedad concibe el derecho penal como una forma de gobierno. No sé si los políticos nos han acostumbrado a que nos gobiernen con el Código Penal o la sociedad demanda que así se haga, pero lo cierto es que, en lugar de exigir políticas de fomento, constructivas, que mejoren las condiciones económicas y sociales de los ciudadanos, cada vez se pide más derecho penal
Me canso de repetir por activa y por pasiva que no toda conducta antisocial necesariamente tiene que ser delito. El derecho penal fue concebido por la sociedad como una forma de sancionar aquellas conductas que merecen el máximo reproche del Estado, atribuyendo a este último de forma monopolística la potestad punitiva. De hecho, el Código Penal es considerado por los filósofos del derecho como “la Constitución en negativo”, porque si bien esta reconoce los derechos de los ciudadanos y establece las pautas esenciales de convivencia, aquel define los atentados más graves a esta última y prevé sanciones para ellos. La cara y cruz, el Yin y el Yan, el positivo y el negativo.
Sin embargo, la sociedad concibe el derecho penal como una forma de gobierno. No sé si los políticos nos han acostumbrado a que nos gobiernen con el Código Penal o la sociedad demanda que así se haga, pero lo cierto es que, en lugar de exigir políticas de fomento, constructivas, que mejoren las condiciones económicas y sociales de los ciudadanos, cada vez se pide más derecho penal. Como un indigente sin hogar que, en lugar de reclamar techo, trabajo y salud pide más alcohol para nublar la mente y no pensar en que necesita techo, trabajo y salud. Una reclamación social bastante autodestructiva a la par que económicamente rentable para quienes nos gobiernan, que únicamente tienen que cambiar las letras de un libro para que, con el mismo dinero y medios, policía, jueces y fiscales hagan su trabajo. Un negocio ruinoso para los españoles.
En otras ocasiones he utilizado el símil del patio del colegio para definir a la sociedad infantilizada en la que nos encontramos. En el gran patio de la vida queremos poder tirar de la falda a la cuidadora para decirle “Seño, ese niño me ha dicho que soy un gafotas”. Queremos poder decirle al juez “Señoría, ese tuitero ha dicho que las rubias son todas tontas”. Si puede ser, que le cierren la cuenta, le enjuicien y que vaya a la cárcel por delito de odio contra las rubias. A este comportamiento debemos unir el de que si el niño llama gafotas a otro que nos cae mal, entonces quien tire de la falda a la Seño es un antidemócrata. Suetonio no imaginaba que las ideas y expresiones eran reversibles como los calcetines, en función de quien sea el titular de las mismas y qué ideología tenga.
Si no creemos en la libertad de expresión de quien dice idioteces, no creemos en ella. Por eso reivindico el derecho a ser imbécil, porque una cosa es que alguien merezca nuestro reproche moral y que le califiquemos como necio y otra muy distinta es que cometa un delito. No toda conducta ilegal es delito, al igual que no todo delito está castigado con pena de prisión. Esta frase, tan evidente para un jurista, parece no haber calado en quienes propugnan una hipertrofia del derecho penal para que castigue todo lo que no nos gusta.
No todo lo inmoral es ilícito. Aprovecharse del trabajo de otra persona para medrar en la empresa y atribuirse méritos injustos no es delito, aunque sí es inmoral.
Tampoco todo lo ilícito es delito. Saltarse un semáforo en rojo es ilícito (está prohibido por la normativa de tráfico) pero no es delito, salvo que se haga poniendo en riesgo real la vida de otros. Dicha conducta será castigada con multa administrativa y retirada de puntos, no con pena.
Y, finalmente, no todo delito está castigado con pena de prisión. Hay otras penas como la privación del derecho a conducir vehículos a motor, privación del derecho a la tenencia de armas, inhabilitación, privación del derecho a residir o a acudir a ciertos lugares, prohibición de aproximarse o comunicarse con la víctima o sus familiares, multa, localización permanente y trabajos en beneficio de la comunidad. Algunas conductas delictivas -como hurtarle a alguien 5 euros del monedero- están castigadas con penas distintas a la de prisión (en este caso multa).
Sin embargo, nuestra sociedad exige que todo sea delito y que esté castigado con pena de prisión, hasta el punto de que, cuando una sentencia condenatoria lo es a pena de multa, los ciudadanos exteriorizan una sensación de injusticia, como si los jueces hubieran caprichosamente querido no meter al delincuente en la cárcel. Si todas las conductas estuvieran castigadas con pena de prisión, se rompería la necesaria proporcionalidad de las penas, sancionando con igual dureza actos desiguales. Así, por ejemplo, todos comprendemos que no es lo mismo hurtar cinco euros del monedero de una señora que lleva el bolso abierto que arrinconarla contra una pared con una navaja al cuello y quitarle los cinco euros. Por tanto, es imprescindible regular un sistema de penas que sea acorde a la distinta reprochabilidad del hecho.
En otro orden de cosas, si todas las conductas ilegales fueran delictivas, la Justicia no podría asumir la instrucción de las causas y posterior condena, llenaríamos España de gente con antecedentes penales y destinaríamos recursos escasos a perseguir por igual conductas distintas, provocando a la larga impunidad de los actos más execrables. Recordemos el principio de intervención mínima y la necesidad de tratar de forma distinta los ilícitos penales, civiles, laborales y administrativos.
Finalmente -y aquí es donde quiero llegar a parar-, no toda conducta inmoral debe ser sancionada por el Estado; entre otras cosas porque dejamos al arbitrio de los particulares el desarrollo de la Libertad de Expresión. Este derecho puede ser definido como la facultad humana de expresar las propias ideas, aunque sean equivocadas, groseras u ofensivas. Es el derecho a ser imbécil…y a dejarlo claro. Pretender que únicamente se puedan emitir opiniones sesudas, cultas o, simplemente, políticamente correctas, es cercenar el derecho hasta el punto de desvirtuarlo. Sé que la respuesta inmediata es la manida frase de “tu libertad termina donde empieza el derecho de los demás”, y es cierto. Pero ese límite no tiene por qué ser penal ni administrativo. En primer lugar, las opiniones se combaten con otras opiniones mejores, ninguneo por nuestra parte o, en su caso, con la exigencia de responsabilidad civil ante los tribunales en reclamación de restitución de nuestro derecho al honor, la intimidad o la imagen. En segundo lugar, decir cuñadeces no puede ser delito porque ¿quién decide qué es una cuñadez y qué no? En tercer lugar, que alguien sea impresentable o inhumano queda en la esfera de la moral, pero no puede trascender a lo legal, porque entonces se desdibujarían los respectivos ámbitos, lo cual transcendería más allá de los delitos de expresión.
La actual regulación de los delitos de opinión en España es claramente inadecuada, a tenor de cómo están contemplados este tipo de delitos en otros países de nuestro entorno, lo que ha llevado a que España haya sido enmendada en varias ocasiones por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y, me temo, va a seguir sucediendo si no se cambia la ley. En Europa nadie va a la cárcel por injurias al jefe del Estado o a la bandera. Pero, ojo: la revisión de las conductas no puede cambiar unos tipos por otros y pretender despenalizar unos comportamientos para penalizar otros a tenor de la ideología del partido en el gobierno. En mi opinión, únicamente aquellas expresiones que persigan inducir a la comisión de delitos, deberían estar castigadas por el código penal. Tenemos delitos de odio por encima de nuestras posibilidades.
Aunque los distintos tipos penales contemplados en la actualidad merecen un examen mucho más sosegado y técnico, mi intención con este artículo es poner el acento en el hecho de que algo no está funcionando bien y que es necesario introducir el debate de la reforma de este tipo de delitos, paralelamente a aprender a respetar el derecho a ser imbécil, lo cual no implica que debamos aquietarnos a las imbecilidades y que no podamos defendernos de ellas. De esta forma no solo mejoraremos la calidad democrática de España en los términos a que se refería el bueno de Suetonio, sino que evitaríamos seguir convirtiendo en héroes a imbéciles con ausente catadura moral por mor de una condena judicial.
Foto: Anastasia Popova.