Reservo un estante en mi biblioteca para los libros que compré en un momento determinado pero que después, por diversas circunstancias, quedaron postergados. En estas Navidades tan especiales he tenido tiempo de rescatar algunos de ellos. En 2015 se publicó un libro de Milena Busquets titulado También esto pasará (Anagrama). Resumiré en dos palabras su contenido para que se entienda la reflexión posterior. Se trata de una novela en la onda que está de moda desde hace tiempo, narrativa del yo, relato sin apenas ficción o, si se prefiere, de tipo autobiográfico. La autora desgrana retazos de unos días de verano en Cadaqués con sus amistades más cercanas y sus dos hijos, inmediatamente después del fallecimiento de su madre. Aunque la narradora y protagonista lleva el nombre de Blanca, la autora no encubre que es ella misma, del mismo modo que la madre ausente es la suya propia, la editora Esther Tusquets.
En principio, se trata de un volumen que podría encuadrarse en la llamada literatura del duelo, que tiene una larga estela, algunos títulos brillantes y autores renombrados, tanto a escala nacional (Francisco Umbral, Sergio del Molino, Fernando Savater) como internacional (C. S. Lewis, Simone de Beauvoir, Joan Didion). Es verdad que la narración de Busquets tiene en común con la corriente aludida el tema del dolor de la pérdida, la superación de la ausencia y, en definitiva, el duelo como catarsis pero, aunque su principio y su final transcurren en un marco mortuorio –el cementerio donde está enterrada la madre-, todo lo demás es paradójicamente un canto a la vida. Una celebración vital tanto más consciente cuanto que opera como contraimagen o huida –hasta cuando se pueda- de la muerte inevitable.
La corrección política ha impuesto unos moldes asfixiantes que afectan no solo a los ortodoxos y militantes sino a quienes no comulgamos con los nuevos dogmas de una mal entendida y peor aplicada igualdad
Esa alegría de vivir, como un haz de luces que se abren paso entre las tinieblas funerarias, llena las páginas del libro de un optimismo tan turbador como incontenible, subyacente en el propio título: también esto pasará, o sea, todo pasa, incluso la muerte del ser querido, porque la vida termina imponiéndose con su fuerza desbordante. El sexo se configura desde el principio como epítome de ese impulso vital. Nada que pueda sorprendernos, desde Freud hasta nuestros días: solo Eros tiene la entidad suficiente para enfrentarse con éxito a Thánatos.
Como adelanté, la obra tiene un fortísimo componente vivencial, autobiográfico. En consonancia con ello, las incidencias –de tono menudo, casi costumbrista, podría decirse si el término no estuviera muy gastado- que se narran en estas páginas surgen de las experiencias de la autora, reflejadas con más o menos fidelidad (este matiz es accesorio). Lo que importa en definitiva es la configuración de esa pulsión de vida, hasta desembocar en un hedonismo cada vez más acentuado, que termina imponiéndose a la alargada sombra de la Parca o relativizando la gravitación del recuerdo funerario.
Y es aquí donde quiero llegar pues, según iba leyendo, me iba invadiendo –al principio, sin ser yo consciente- una sensación de vitalidad reconocible pero que había quedado sepultada en el recuerdo. Intentaré explicarme: enfrascado desde ya tanto tiempo en los discursos de la corrección política y de una pseudo-racionalidad castradora de las pulsiones más elementales, ese dejarse llevar por el deleite de los sentidos sin más afán que la maximización del goce, el aprovechamiento del instante –Carpe diem-, me resultaba tan emocionante como en el fondo subversivo.
Ya he dicho que la narradora es una mujer, la protagonista es una mujer. Añado ahora que es una mujer que tiene dos hijos de padres distintos, que sigue manteniendo con ellos relaciones sexuales esporádicas, que es amante de un hombre casado y flirtea y está a punto de irse a la cama con un atractivo desconocido. Expone con absoluta naturalidad lo que le atrae del sexo y de otros hombres, acaricia y se besa en los labios con amigos y amigas, se abandona a la sensualidad del ambiente, bebe el alcohol que le place y fuma los porros que le apetece, todo ello sin culpa ni coartada ni justificación, solo porque quiere o se le antoja, porque es libre, porque es joven, porque no tiene que rendir cuentas a un sacerdote, a un comisario político o la feminista de guardia.
Déjenme que dé una pequeña pincelada para que ejemplifique lo que quiero decir. La narradora se ha fijado en un hombre atractivo en un bar, cuando aparece una amiga suya: “¿Con quién estás coqueteando?”, le pregunta de sopetón. “¿Cómo sabes que estoy coqueteando?”, responde. “Tienes la postura erguida y sinuosa de cuando coqueteas. Y se te ven las bragas”, argumenta la amiga. “Me echo a reír”. No disimula. No niega. No se disculpa. Sí, estoy coqueteando con un desconocido. ¿Qué pasa? También coquetean los hombres, solo que la estrategia de seducción masculina es distinta a la femenina. Pero ello no implica que la mujer sea inferior o discriminada o sometida. Solo un asunto tan obvio como este: los hombres y las mujeres son diferentes.
La corrección política ha impuesto unos moldes asfixiantes que afectan no solo a los ortodoxos y militantes sino a quienes no comulgamos con los nuevos dogmas de una mal entendida y peor aplicada igualdad. Cuando estuve en el ámbito universitario estadounidense -hace ya más de una década; ahora supongo que será peor- mis colegas femeninos, profesoras universitarias de prestigio, rehusaban con dignidad ofendida que les invitase en la cafetería, les cediese el paso o me expresara en esos términos coloquiales o familiares –frases hechas, tacos o chistes incluidos- que tan comunes son entre nosotros. Obviamente, no era solo una cuestión de género. Con muchos colegas masculinos, sobre todo los más progres o los afroamericanos o cualquier otra minoría oprimida, era poco más o menos igual. Ni una broma, ni un guiño cómplice. Por supuesto, en cualquier caso, ni un roce físico.
Se ha dicho que el nuevo escenario de la corrección -que ya no es solo política, sino social, cultural y familiar-, ha asfixiado el erotismo. Solo quedan la mojigatería o la pornografía, que son las dos caras de una misma moneda. Yo me atrevo a añadir que no solo han terminado con el erotismo, sino con el hedonismo, con el placer sensual y hasta con la alegría de vivir. Se pretende que tanto los hombres como las mujeres estemos tan encorsetados en nuestros roles respectivos, cada vez más indistinguibles, dicho sea de paso, que es imposible abandonarse a la satisfacción inmediata, al puro goce de los sentidos, al simple ejercicio de la libertad personal.
De la misma manera que antes la pacata moral católica nos prohibía dejarnos llevar por nuestros bajos instintos –el diablo, al parecer, estaba también en estos detalles- el nuevo puritanismo, la rígida moral de la corrección, nos quiere poner de nuevo firmes. La seducción, sin ir más lejos, se ha convertido así, de la noche a la mañana, en una actividad de alto riesgo. Tan peligrosa que, si es el varón quien la ejerce, puede terminar con sus huesos en el calabozo, a poco que medie denuncia por supuesta ausencia de consentimiento explícito. Por este método de matar moscas a cañonazos, para terminar de una vez por todas con las violaciones o los abusos sexuales se puede exigir la castración de cualquier macho sospechoso. Total, muerto el perro, se acabó la rabia.
En fin, entenderán ahora por qué, con la lectura del libro mencionado, me encontré de pronto sumergido en un ambiente de puro recreo sensual como hacía tiempo no recordaba. Milena Busquets escribe desde una óptica deliberadamente femenina simplemente porque le da la gana. Señala lo que le apetece como mujer, en la amistad, el amor, el sexo, la cultura o el trabajo. No trata de parecerse a un hombre, no lo necesita. No es más que cualquier espécimen masculino que se encuentra en su camino, pero tampoco menos. Se reconoce heredera “del espíritu de los años sesenta, la libertad sexual, la libertad a secas”. Ese, dice, es su paraíso perdido. Me siento tan solidario con ese planteamiento que me permitirán una pequeña rectificación, que es en el fondo una ratificación: para todos los amantes de la libertad, ese es también nuestro paraíso perdido.
Foto: Alexander Krivitskiy.