Si no se tuerce algo a última hora, en menos de un mes se celebrará la cumbre más esperada del año: la que reunirá bajo el mismo techo por primera vez en la historia al presidente de Estados Unidos y al líder supremo de Corea del Norte. Reina el optimismo a pesar de que hay pocos regímenes menos fiables que el norcoreano. Los bienpensantes habituales están convencidos de que, esta vez sí, Pionyang se avendrá a razones, desnuclearizará el país, emprenderá reformas sino políticas -esas son impensables-, si al menos económicas y se convertirá en un pacífico socio comercial.

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Sin embargo, con los precedentes históricos y la información disponible, todo invita a pensar que sucederá lo contrario, que los norteamericanos saldrán trasquilados y que la burra -o, para el caso, el burro- volverá al trigo. A veces se nos olvida que Kim Jong-un no es un dirigente político cualquiera, es el tercero de una dinastía familiar cuyos miembros no se han ido pasando el relevo por casualidad, sino mediante el terror y unos cálculos de supervivencia muy precisos.

Pero de nada sirve tener enfrente lo obvio. Muchos se empeñan en creer que el joven y extravagante líder norcoreano es un ingenuo. Tal vez desde fuera cause esa impresión por sus formas estrambóticas, su sonrisa perpetua y la grotesca propaganda del régimen, pero de ingenuo no tiene absolutamente nada.

El último de los Kim es astuto y está bien informado. A diferencia de su padre y de su abuelo, conoce el exterior desde su infancia. Se maneja en alemán e inglés y no vive ajeno a lo que pasa en el mundo. Tampoco a lo que pasa en su propio país. Cuando llegó al poder a principios de 2012, con treinta años recién cumplidos y sin haber tenido tiempo de formarse como delfín, entendió la situación perfectamente, jubiló a la vieja guardia heredada de su padre y se atornilló al poder tras efectuar una purga interna digna del peor Stalin.

Se tiende a pensar que si sigue ahí es porque China se lo consiente. En parte es cierto, pero sólo en parte. A China le interesa la existencia de Corea del Norte en la medida de que es un Estado tapón entre su frontera oriental y las tropas estadounidenses acantonadas en el paralelo 38. Aparte de eso la relación de los jerarcas chinos con el régimen de los Kim nunca fue especialmente armoniosa.

No depender durante 50 años ni de Moscú ni de Pekín

Aunque Kim Il-sung, abuelo del líder actual, pudo conservar el poder gracias a la oportuna intervención china en la guerra de Corea (1950-53), jamás se lo agradeció. En la historia y la propaganda oficial -vienen a ser lo mismo- apenas hay mención a los chinos siendo como fueron los salvadores de la república popular, que, si Pekín no se interpone, habría desaparecido del mapa aplastada por el ejército del general Douglas MacArthur.

El líder norcoreano Kim Il-sung supo navegar entre Pekín y Moscú durante cincuenta años sin llegar a depender de ninguno de los dos

Sucedió, de hecho, todo lo contrario, Kim Il-sung supo navegar entre Pekín y Moscú durante cincuenta años sin llegar a depender de ninguno de los dos. En la ruptura chino-soviética de finales de los años 50 no se decantó por ninguno. Tenía lógica aquella maniobra evasiva, una lógica de tipo personal. Kim Il-sung sabía que tanto en el Kremlin moscovita como en el Zhongnanhai de la Ciudad Prohibida eran muy aficionados a cambiar a los mandamases de los países satélites para evitar que se formasen dinastías. Kim quería sobrevivir y para ello no podía casarse con nadie.

Mao Zedong no buscaba eso cuando decidió enfrentarse contra las tropas enviadas por la ONU a finales de los años 50. Buscaba crear un Estado cliente que se lo debiese todo, una China en miniatura entregada por completo a sus intereses. No lo consiguió a pesar de que puso sobre la mesa todo lo que tenía en aquel momento.

China en 1950 estaba muy tocada, acababa de salir de una prolongada guerra civil y en el país se pasaba hambre. El propio Mao envió a su primogénito, Mao Anying, a combatir a Corea. Allí moriría víctima de un ataque aéreo aliado y allí reposan sus restos. Pero todo ese sacrificio no le valió a Mao para poner al Gobierno de Corea del Norte a su servicio como hizo, por ejemplo, con el de Camboya.

Esa mala relación, traducida en una constante desconfianza mutua, ha pervivido hasta el momento presente. Más que gustarse se necesitan. Y ahí tenemos los hechos como implacable notario. En los últimos años Xi Jinping se ha reunido hasta seis veces con el presidente de Corea del Sur y sólo una con Kim Jong-un, hace no mucho y de tapadillo.

A los chinos les sobran los motivos para dispensar semejante frialdad a Pionyang, y no sólo los históricos. El interlocutor de Kim Jong-il con Pekín era su cuñado Jang Song-thaek, al que Kim Jong-un mandó ejecutar junto a todo su equipo hace cinco años. El sobrino liquidó de un plumazo al tío tras acusarle de traición y de montar orgías privadas. Hace poco más de un año al que se quitó de en medio fue a Kim Jong-nam, su hermano, que vivía en Macao, antigua colonia portuguesa devuelta a China en 1999.

Cuando, a raíz de las pruebas balísticas de los últimos años Estados Unidos promovió nuevas sanciones contra el régimen norcoreano, China no se opuso, muy al contrario, las aplicó en su integridad. Eso ha terminado por estrangular las siempre delicadas finanzas de Pionyang, muy dependientes de la exportación de carbón y de la zona especial de Raeson, en la que multitud de empresas chinas se establecieron en el pasado, incluyendo un casino al que los chinos acuden a apostar.

Un radical cambio de discurso

Y es ahí donde se ha producido el triple salto mortal. Kim aprovechó las Olimpiadas de invierno para ensayar un acercamiento a sus vecinos del sur y cambiar radicalmente su discurso: aparcó las arengas bélicas por suaves alegatos a favor de la paz y la hermandad entre las dos Coreas. Resumiendo, el nieto se la ha vuelto a jugar a los chinos como ya lo hizo el padre y, especialmente, el abuelo, a quien Kim Jong-un trata de imitar hasta en la sonrisa.

Por de pronto la jugada le está saliendo de perlas. En un mes se reunirá con Donald Trump y ya lo ha hecho con el presidente de Corea del Sur, Moon Jae-in, en un acto cargado de simbolismo y que recogieron los medios de todo el mundo en la misma caseta en la que se firmó el armisticio de Panmunjom. Todo a espaldas de Xi Jinping y sin que éste pueda hacer nada para impedirlo.

Ante alguien así, capaz de dar la vuelta a una situación complicadísima en menos de seis meses y quedarse con todos, lo prudente es desconfiar. Cabe esperar que al próximo le engañe también. El próximo es Trump, que pedirá la desnuclearización completa del país y que se someta a severas inspecciones internacionales en sus instalaciones militares. Eso mismo ya se lo pidió Bill Clinton a Kim Jong-il hace veinte años, despachó incluso a Madeleine Albright a Pionyang para gestionar el asunto, el tirano se dejó querer, dilató los tiempos y, una vez se hubo recuperado, volvió a la carga.

Kim Jong-un necesita torear a Estados Unidos y lo hará: si por algo se caracteriza la diplomacia estadounidense es por su ingenuidad

Los Kim no pueden pasar por ahí. Esas cabezas nucleares son lo único que tienen para seguir jugando con todos y permanecer amarrados al poder. En el momento en el que el arsenal norcoreano quede desmantelado Kim Jong-un pasará a ser un estrafalario dictador de un rincón perdido del noreste asiático. Un rincón especialmente mísero y, por lo tanto, incierto para la familia gobernante, de la que bien podrían prescindir los capitostes del partido.

Necesita torear a Estados Unidos y lo hará. Si por algo se caracteriza la diplomacia estadounidense es por su ingenuidad. Llevan los dictadores del mundo dándoles gato por liebre desde tiempo inmemorial. A fin de cuentas tampoco se juegan nada en Corea, nada vital quiero decir. Kim Jong-un se lo juega todo, la existencia de su régimen y hasta de sí mismo.


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