Estos días de gran encono político he recordado una amarga polémica con un amigo mío. Mi colega me acusaba de albergar odio ideológico; es decir, de sustentar sobre ese sentimiento mis ideas, y proferirlas empapadas en él. Dado que no conozco ese sentimiento, que jamás lo he vinculado a las discrepancias políticas, me costó entender cómo podía haber llegado a esa conclusión.
Mi amigo me echaba en cara que hubiera descalificado moralmente al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Es cierto que me parece una persona inmoral, dicho sea con pleno reconocimiento a las apabullantes ventajas que ello tiene para el ejercicio de la profesión de político. Liberado de las ataduras de la moral, Pedro Sánchez no sólo puede defender con aparente contundencia cualquier posición política que responda a los intereses del momento, aunque ello le lleve a defender lo contrario de lo que ha dicho antes, sino que puede actuar con una audacia propia de los grandes hombres de Estado.
El colectivista tiene una idea precisa de los males que le aquejan a la sociedad, de cuál es la forma que ésta debería adoptar si todos le hiciésemos caso, y de cómo amoldarla, ahormarla a como él desea. Casi puede tocar con las yemas de los dedos esa sociedad ideal, perfectamente justa. El plan está trazado y sólo falta llevarlo a cabo
Lo acaba de demostrar en Madrid. A la vuelta del verano el presidente se lavó las manos y dijo que no impondría un confinamiento, con el estado de alarma como cobertura legal, a no ser que se lo pidieran las regiones. Y ahora se lo impone a la Comunidad de Madrid, contra el criterio de su gobierno, basándose en datos antiguos según ha reconocido el ministro Illa, y con los cuales podría haber aplicado la misma medida a Navarra. Sí, Pedro Sánchez es un hombre audaz e inmoral, valiente y deshonesto, arrojado y mendaz. Sería ya un peligro público sin ser el presidente de un Gobierno que depende de Pablo Iglesias. Nunca pensé que diría algo así, pero Pedro Sánchez me da asco. Fue lo que dije, y fue lo que dio pie a la conversación con mi amigo.
Comenzamos entonces un intercambio en el que intenté sacarle de mi equívoco. Es verdad que moralmente me repugna esa actitud, y quizá debí ser más claro y precisar que es ésta, y no la persona, la que me causa rechazo. Pronto la discusión derivó a otros derroteros, los que yo mismo he creado con mi crítica a ciertas ideas que él comparte. Una crítica que, como digo, él interpretaba como odio
Mi colega no es liberal y quizás por ello no entiende por qué un liberal desconoce el odio ideológico. Y lo que para mí es evidente, a él le costó un mundo entenderlo, y no por falta de capacidad sino porque le llevé a terrenos que no está habituado a transitar.
Hay un principio fundamental dentro del liberalismo, y es el de que una persona puede cambiar de ideas. Casi cabría pensar que es una petición de principio. Eso quiere decir que no importa cuan odiosas puedan ser sus ideas, ni cuanta crítica crea uno que merecen, toda la crítica se queda en el espacio etéreo de las ideas, sin referirse en ningún momento a la persona.
Si el lector tiene la sensación de que este argumento está envuelto en algodón de azúcar, y que en realidad no es así como funcionan las cosas, tenga en cuenta dos cosas: la primera es que para el liberal no hay una vinculación necesaria entre la persona y sus ideas. Y aunque éstas, llevadas a la práctica, supongan una amenaza para él o ella, siempre queda la esperanza de que cambie de parecer. De modo que sí, se puede odiar al nacionalismo o al socialismo, sin por ello odiar a la persona que profiere esas ideas.
Pero la segunda es que no todo el mundo, seguramente ya lo habrá apreciado, es liberal. Ni siquiera en este sentido de aceptar que el otro piense de un modo distinto al suyo sin darle la oportunidad de cambiar de parecer… o darse a sí mismo esa misma opción. Es decir, que desde otras formas de ver al hombre en sociedad sí tiene más sentido el odio ideológico.
El colectivista tiene una idea precisa de los males que le aquejan a la sociedad, de cuál es la forma que ésta debería adoptar si todos le hiciésemos caso, y de cómo amoldarla, ahormarla a como él desea. Casi puede tocar con las yemas de los dedos esa sociedad ideal, perfectamente justa. El plan está trazado y sólo falta llevarlo a cabo. Y aún hay quien se opone. Y si se opone, cuando a la vista de todos está la injusticia de la actual sociedad, y los beneficios de lo que está por venir, será porque tiene intereses enraizados en esta sociedad. Será que no quiere que cambie porque a él, o a ella, le conviene.
Según esta forma de pensar, la relación entre las ideas y la persona es muy distinta. El reaccionario, el que quiere frenar el avance del progreso, entiende perfectamente que sus intereses están amenazados por los planes progresistas. Y desde ahí, desde sus intereses, crea un escudo ideológico. Pero es sólo eso. Como sus intereses no van a cambiar, tampoco lo harán sus ideas. Yo, como progresista, puedo despreciar sus ideas porque no son lo importante. Y, puesto que el otro antepone sus intereses espurios a los del conjunto de la sociedad, tengo el derecho, casi la obligación moral, de mostrarle como poco mi desprecio.
Es más, el reaccionario, ya se llame conservador o liberal, me tiene que odiar a mí, que al fin y al cabo estoy dispuesto a amenazar sus intereses para alcanzar un bien mayor. Lo que yo siento en aras de la justicia al oír sus opiniones, lo tendrá que sentir él o ella al escucharme a mí. Desde ese punto de vista es fácil de entender la intolerancia de los progresistas hacia las opiniones discrepantes.
Al final, mi amigo me reconoció que le parecían intolerables y censurables mis críticas a la izquierda, sentimiento que le reconocí plenamente, y me confesó que sentía odio hacia una formación política con la que, con evidente fracaso, quiso vincularme ideológicamente.
Reconozco que siempre he tenido poca paciencia con las palabras de Gregorio Marañón que definía el liberalismo como una conducta. Dice el médico: “Ser liberal es, precisamente, estas dos cosas: primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo; y segundo, no admitir jamás que el fin justifica los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin. El liberalismo es, pues, una conducta y, por lo tanto, es mucho más que una política. Y, como tal conducta, no requiere profesiones de fe sino ejercerla, de un modo natural, sin exhibirla ni ostentarla”.
Por supuesto que ser liberal es mucho más que tener esa actitud. Y por descontado que no es necesario serlo para adoptar esa actitud. O eso es lo que he pensado siempre. Pero quizás esté yo más equivocado que el intelectual madrileño.
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