La democracia apareció en España como una gran promesa, el atrevimiento a vivir en libertad y la esperanza de que eso nos haría mejores. No se trataba simplemente de abandonar un régimen que se había hecho imposible sino de acercarnos al modelo normal en los países de nuestro entorno. Nuestro intento fue seguido con interés y hasta admiración en todo el mundo y tuvo un éxito inmediato que nadie con buen juicio podría poner en duda.

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Desde hace unos años, parece que se nos ha olvidado la lección principal, acercarnos a los países con mejores resultados, y hemos empezado a deleitarnos con fórmulas propias que nos alejan a toda prisa del horizonte de esperanza en el que habíamos puesto nuestras miras.

Aún estamos a tiempo de corregir nuestra particular senda hacia el fracaso, pero, de momento, no hay demasiadas señales para sentirse confiado en que lo vayamos a hacer

Pondré algunos ejemplos para que el argumento no quede en una afirmación sin mayores concreciones. Advierto de antemano, que algunas de las deformidades que enumeraré tienen su equivalente en otras democracias, pues se viven momentos de crisis muy general, pero nuestra especificidad está en que cultivamos todas estas deformaciones con cierto esmero, mientras que los demás países se muestran capaces de limitarse a ciertas manifestaciones de crisis social y política, sin empeñarse en el cultivo de todas.

Nuestra política está bloqueada porque los dos grandes partidos apuestan por la eliminación del adversario (“No es no” o “derogación”) en lugar de buscar formas de competencia que no excluyan la colaboración en asuntos de interés común. Los partidos no se sirven sino a sí mismos y dan la sensación de que, más allá de sus afanes por el poder, en España no existen más que problemas imaginarios. La España real lleva tiempo importando un carajo a la política y a los políticos.

Se dice con frecuencia que la cuestión territorial, signifique eso lo que signifique, no quedó bien resuelta en la Constitución, pero es evidente el interés general en que siga siendo un motivo de división y de gresca, sin que se adivine el menor intento de solución razonable. De las nacionalidades y regiones hemos pasado a manejar nociones absurdas como el derecho a decidir o a la afirmación de que existen varias naciones sobre la parte española de la península ibérica y que España misma no es una nación sino un engendro.

Aunque pueda parecer increíble, la derecha se ha acomodado a esta atmósfera intelectual y el PP se ha convertido de hecho en una confederación informal de partidos regionales, sin ningún programa nacional capaz de superar la miopía moral y regional de sus barones. El señor Mazón, que preside la Generalidad de Valencia, se apresuró a protestar de que en el Congreso se pueda hablar en lenguas regionales, pero no porque se deje de hablar en la única lengua común, sino porque se agraviaba al valenciano.

No es nada difícil comprobar que no existe lugar en el mundo, no ya en Europa, en el que la investidura del presidente de gobierno pueda depender de los votos del quinto partido más votado en una única región, Cataluña, que, además, está dirigido desde Waterloo por un prófugo de la justicia y que el candidato se apreste a dedicarle todo tipo de atenciones y reverencias que deberían avergonzarle, a él y a todos nosotros.

Tampoco es imaginable un país civilizado en el que el candidato a presidente esté dispuesto a pergeñar una especie de amnistía que borrase los delitos cometidos por los separatistas en un ridículo intento insurreccional de proclamar una república catalana y que lo haga no por ninguna especie de generosidad o de altruismo que pudiera procurar alguna forma de bien común a los españoles, sino por el descarado interés egoísta de seguir en la poltrona presidencial.

No creo que exista ningún ejemplo de democracias plenas en las que los partidos se hayan propuesto controlar, y lo hayan conseguido en buena medida, los órganos encargados de garantizar la división de poderes tales como el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial. En esa misma línea se ha conseguido convertir al Congreso en una especie de apéndice de los servicios de la presidencia del gobierno y, como es lógico, sus diputados se aprestan a hacer todas las trampas que le convengan a Moncloa, sin la menor decencia y sin que les importe ni poco ni mucho el reglamento del Congreso. Lo que pasa ahora con el PSOE ya pasó antes con el PP, el descaro y la sumisión a los designios del líder es algo muy general y así no hay manera de que funcione ninguna democracia.

Muchos españoles han aceptado con mansedumbre que el poder del gobierno sea omnímodo y consideran inconcebible que pueda equivocarse. El caso de la malhadada ley del “sí es sí” es paradigmático: los partidarios de la izquierda gobernante han cerrado sañudamente los ojos para no ver el estropicio causado. No creo que exista ningún país civilizado en el que se perdone con tanta facilidad el dogmatismo y la histeria ideológica.

Da la sensación, en ocasiones, de que en lugar de un gobierno que se preocupe por arreglar problemas y sea respetuoso con los estados de opinión ciudadana, muchos españoles prefieren un gobierno que actúe como el Gran Inquisidor y castigue a quien no siga a la letra sus mandatos y a quien no considere indiscutibles y modélicos sus prejuicios. Un gobierno así solo tiene que preocuparse de mantener a los suyos en un estado de benevolente somnolencia para poder avanzar por el camino de la dictadura perfecta con el aplauso entusiasta de buena parte de la población.

Es digna de admiración la capacidad que ha tenido el gobierno de sugerir que la economía española iba como un tiro cuando cada cual sabe cómo le está apretando la situación, que los alimentos no paran de subir, que viajar se ha convertido en un lujo y que las vacaciones se han tenido que acortar, caso de poder tomarlas, porque el dinero no llega. Pero la propaganda se ha impuesto sin que nadie haya sabido advertir de cosas tan simples.

Por último, tal vez lo más preocupante: la oposición política se muestra incapaz de ganar las elecciones porque no se molesta en proponer metas atractivas y en explicar con la mejor pedagogía posible las ventajas de propuestas diferentes, que en la reciente ocasión han brillado por su ausencia. Produce desconcierto escuchar a alguno de sus portavoces afirmar que se necesita mayor agresividad, una oposición más aguerrida, porque ni se les ocurre pensar que tal vez les falte credibilidad, ejemplaridad y capacidad para ampliar el número de sus electores sabiendo ser persuasivos y convincentes, usando buenos argumentos.

Muchos españoles siguen creyendo en la izquierda con la fe del carbonero, y casi todos hemos aprendido a juzgar cualquier cosa a la luz confusa de una ideología de gutapercha lo que lleva a que, en realidad, en España no se castigue el disparate, la administración ineficiente, ni, por supuesto, la corrupción; basta que se disfrace ideológicamente para que todo el mundo tolere o incluso aplauda las mayores tropelías. La responsabilidad última de lo que pasa no está en nuestros líderes sino en nosotros y nada cambiará a mejor hasta que no nos acostumbremos a poner en cuarentena las palabras infladas de quienes nos quieren mantener dóciles y ciegos.

Volvamos la vista a las democracias europeas y veremos que allí no pasan estas cosas. Un ejemplo reciente, los liberales alemanes no están por la labor de apoyar las ambiciones de Calviño a presidir el BEI porque censuran los intentos que hizo para colocar a su marido en el Patrimonio Nacional: este es el tipo de exigencia que hace que las democracias puedan funcionar porque sin ejemplaridad se vuelven ineficaces. Aún estamos a tiempo de corregir nuestra particular senda hacia el fracaso, pero, de momento, no hay demasiadas señales para sentirse confiado en que lo vayamos a hacer.

Foto: Emilio J. Rodríguez Posada.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web