Días atrás estaba desayunando en una cafetería cuando pude fijarme en que unos trabajadores se entretenían en marcar unas rayas paralelas en el pavimento; enseguida comprendí que estaban reservando una zona de la calzada para el exclusivo beneficio de los supuestos ciclistas, y digo supuestos porque el lugar elegido era el final de un alto promontorio en el que se sitúa un Hospital y del que no cabe ir a ninguna otra parte, ni en bici ni en todoterreno. Me fijé en un par de clientes que también contemplaban el espectáculo y enseguida nos entendimos: “¡Vaya forma idiota de gastar el dinero!” dijo una mujer que acababa de salir del hospital apoyándose en unas muletas de las de siempre, y de ahí surgió el unánime acuerdo de los desayunantes sobre la estúpida manera de tirar el dinero que gusta a los políticos. La dueña del local se unió al coro de críticos para manifestar que lo único que iban a conseguir era que dejasen de venir clientes a su establecimiento pues, en efecto, la zona ocupada por el carril bici era una de las pocas en que resultaba posible aparcar. Era el mismo día en el que el Gobierno presentaba sus presupuestos para 2022, de manera que no resultaba difícil asociar la inútil y discriminatoria pintura de la calle con el gasto saleroso de las cuentas públicas.

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Las cifras del presupuesto son tan altas e incomprensibles para la mayoría que no es extraño que el escándalo por el velódromo urbano no se extienda a la infinita dadivosidad del ejecutivo. Puede que hasta resulte simpático, aunque no creo, eso de dar 400 pavos a chavales para que se lo gasten en cultura, una iniciativa electoralista y estúpida que tal vez se ofrezca como parapeto ante críticas más de fondo ante unos presupuestos ya expansivos y deficitarios en su exposición, pero que lo serán mucho más en su ejecución, porque el optimismo del gobierno respecto a las previsiones económicas que los enmarcan no es menor que el que tuvo Pedro Sánchez para proclamar en junio de 2020 que “habíamos vencido al virus”, se entiende que gracias a su infinita capacidad de acierto.

La situación podría hacerse insoportable cuando cualquier crisis haga que se dispare el precio del dinero o cuando, de una u otra manera, ocurra ese cataclismo, que todo el mundo trata de evitar pero ya veremos si se consigue, de que la burbuja de la deuda pública estalle, tal vez de manera nada pacífica

¿De dónde viene una tolerancia tan extendida ante el hecho de que los Gobiernos acostumbren a sacarnos más dinero cada año, aumenten el endeudamiento que nosotros, y no ellos, pagaremos, y se dediquen a gastar con tanta alegría y de manera tan tonta?  Fíjense en que las subidas de impuestos son las únicas que el Gobierno presenta como beneficiosas pues, aunque sea de mentirijillas, se encalabrina si sube el gas, la luz, o el pollo de supermercado, y también pueden reparar en el cuidado que pone en que la “subida” de las pensiones sea moderada. Los gobiernos pueden actuar con esa desenvoltura por dos razones, la primera el que mucha gente siga creyendo que el dinero se fabrica con máquinas de imprimir, como si la economía fuese en efecto una pesadilla lúgubre, de forma que todo consistiría en que los gobiernos sean generosos. La segunda razón tiene que ver con una ignorancia concomitante, con el hecho de que mucha gente crea que a ella no le afectan los impuestos (de nuevo la generosidad del gobierno con los más débiles) porque no tiene que hacer declaración de la renta, ignorando lo que se le quita de su sueldo o de su pensión, y lo que paga de manera oculta cada vez que compra una simple manzana.

Partiendo de esos dos supuestos, se comprende lo fácil que resulta gastar a lo tonto, porque nunca nadie va a pedir cuentas, y menos que nadie la oposición que no está jamás dispuesta a que sus políticas se consideren “menos sociales” que las del rival político. La consecuencia inmediata de toda esta magia es que jamás se cuestiona la utilidad del gasto y se deja que los responsables de su gestión pidan cada año más, por lo normal, sin que se necesite el menor motivo específico.  Cuando los gobiernos tratan de justificar estos excesos se refugian en lo necesarias que son la sanidad o la educación públicas, pero en los PGE de 2022 suponen en conjunto un 2% del gasto (6.600 millones para sanidad y 5000 millones para educación sobre un gasto de más de 600.000 millones) aunque haya que matizar estas cifras porque los 70.000 millones que se llevan las CCAA se dedican en buena parte a este tipo de gastos. En todo caso, la partida que mejor define nuestra situación es la deuda pública, es decir que 30.000 millones de euros se han de destinar a pagar a nuestros prestamistas, a los que en 2022 les acabaremos pidiendo otros 80.000 millones para que la deuda siga siendo lo que es, un maravilloso estandarte de nuestra eficaz gestión política.

No es necesario ser un malpensado para caer en la cuenta de que cuanto mayores son los rubros presupuestarios más oscura se vuelve la gestión, de forma que los políticos tienen oportunidades que no debieran tener, y que la honradez debiera rechazar, para sacar tajada con adjudicaciones, convenios, subvenciones y mil trapisondas más. Quienes manejan información privilegiada y tienen capacidades de decidir no es raro que acaben entrando luego en cualquier consejo, veraneando en exclusivos resorts o luciendo su silueta en yates caros o en coches exclusivos, y no hace falta señalar a nadie.

No cabe ninguna duda de que el Estado, como cualquier comunidad de vecinos, por poner un ejemplo de los más simples, tiene necesidades que cubrir y gastos que pagar. La diferencia está en que solemos vigilar con suspicacia los gastos de la comunidad y tenemos unas amplísimas tragaderas para pasar por alto los excesos de las cuentas públicas. La razón ya queda apuntada: en las comunidades de vecinos podemos establecer con claridad la relación entre los gastos y las necesidades que los originan y, sobre todo, entre lo que se gasta y nuestro bolsillo, de manera que no toleramos que un presidente de comunidad quiera pagarse un teléfono a nuestra costa, por ejemplo, pero sí admitimos que haya miles de millones destinados a fines tan etéreos como “transferencias y otros servicios” porque no somos capaces de ver qué relación puede establecerse entre tan enorme cantidad y nuestras modestas finanzas, pero bien haríamos en ir convenciéndonos de que existe. Como Gila en su famoso sketch de la factura del colegio al protestar por lo que se cobraba por “desgaste de patio”, podríamos preguntar si es que nuestro niño no se desgasta. El éxito de lo público y el entusiasmo de tantos por el gasto está en que no genera facturas, en que sus formas de financiación son muy opacas, parecen casi indoloras, pero se traducen de manera inmisericorde en la deuda que hemos de pagar nosotros, nuestros hijos y nuestros nietos.

Una gran paradoja de la sociedad española deriva de esos mecanismos de ocultación de los sistemas de ingresos y gastos públicos: la mayoría de las familias acepta enormes sacrificios por sus hijos, ahorra para procurarles herencia y bienestar, pero, sin embargo, no duda en aplaudir a los políticos cuando aumentan los presupuestos y con ellos la enorme deuda que hemos de pagar entre todos, más nuestros herederos que nosotros mismos, en especial porque la situación podría hacerse insoportable cuando cualquier crisis haga que se dispare el precio del dinero o cuando, de una u otra manera, ocurra ese cataclismo, que todo el mundo trata de evitar pero ya veremos si se consigue, de que la burbuja de la deuda pública estalle, tal vez de manera nada pacífica.

Volvamos a la cafetería del principio. Puede no estar mal que se favorezca el uso de la bicicleta, por las razones que fuere, pero no debiera hacerse gastando a lo tonto en instalaciones urbanas que ni un resucitado Bahamontes usaría a diario, ni perjudicando intereses legítimos como el del modesto industrial que se instaló en lo alto de esa carretera que lleva al Hospital y que se teme, con motivo, que esa gentileza con hipotéticos ciclistas impida que ciudadanos respetuosos con la señalización urbana aparquen en su alrededor para tomarse un cafelito.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web