“Si los hombres fueran ángeles, no haría falta gobierno. Si los gobernantes fueran ángeles, ningún control, externo o interno, sobre los gobiernos sería necesario. La gran dificultad para diseñar un gobierno de hombres sobre hombres estriba en que primero debe otorgarse a los dirigentes un poder sobre los ciudadanos y, en segundo lugar, obligar a este poder a controlarse a sí mismo. No cabe duda que depender del voto de la gente constituye un control primario sobre el gobierno; pero la experiencia enseña a la humanidad que son necesarias precauciones adicionales.”
La cita pertenece al que fue el cuarto presidente de los Estados Unidos, James Madison (171-1836), abogado y político que, por su decisiva contribución en la redacción de la Constitución de la joven nación norteamericana, fue el más destacado de los «Padres Fundadores de los Estados Unidos».
Han transcurrido más de 200 años desde que Madison expresara de forma clara las condiciones para que la democracia, como sistema de gobierno, no derive en un sistema controlado por grupos organizados: la implementación de controles y contrapesos.
Lamentablemente, seguimos sin entenderlo. Creemos que la democracia es votar cada cuatro años, cuando el voto es la liturgia, la guinda de un sistema mucho más exigente, cuya clave fundamental es el control del Poder. Pero es tan tentador que para alcanzar nuestros deseos baste con el voto, que damos por bueno ignorar las antipáticas recomendaciones de Madison.
También estamos a expensas de las facciones que desde dentro del propio Poder aspiran a subvertirlo para instaurar su propio régimen
Por culpa de esta escasa cultura democrática, no sólo nos resulta muy complicado controlar al Poder, también estamos a expensas de las facciones que desde dentro del propio Poder aspiran a subvertirlo para instaurar su propio régimen, bien sea segregando una parte del territorio y convirtiéndolo en su particular república, bien dando un golpe de mano y reemplazando a unos políticos por otros.
Esta falta de cultura democrática, además, hace que seamos muy dados a las manifestaciones masivas como expresión de fuerza cuando la ley nos disgusta, porque sólo la democracia es democracia cuando nos da la razón. Pero ninguna manifestación, por aparatosa que resulte, debe subvertir la ley. Porque sin ley, la democracia no es más que la imposición de la voluntad de los organizados sobre los desorganizados, de sus supuestos derechos colectivos sobre el Derecho que debe amparar a cada uno. Lo expresó espléndidamente Pitágoras: «La libertad dijo un día a la ley: «Tú me estorbas.» La ley respondió a la libertad: «Yo te guardo.»
En la estela del relativismo
Fue Albert Einstein quien puso en evidencia que el tiempo y el espacio son relativos. Y de ahí, tal y como explicaba Paul Johnson en Tiempos modernos, la relatividad desbordó el universo científico e impregnó todo el pensamiento moderno. Esto no sirvió para avanzar hacia nuevas ideas sino solo para cuestionar las existentes, sumiendo a la sociedad en el desconcierto. Cada concepto, cada definición hasta entonces inequívoca pasó a ser ambivalente, a significar una cosa y la contraria.
La mutación de la relatividad de Einstein en relativismo significó la ruptura del delicado hilo conductor del progreso gradualista de Occidente
La mutación de la relatividad de Einstein en relativismo significó la ruptura del delicado hilo conductor del progreso gradualista de Occidente, donde lo nuevo era aceptado de manera paulatina si en la práctica, y no solo en la teoría, demostraba ser mejor.
Hasta entonces, la ética de la responsabilidad había limitado las pulsiones egoístas. Y también impedido que el sentimentalismo se convirtiera en el motor de la voluntad, asegurando ese delicado equilibrio entre razón y emoción. Pero todo eso cambió. Quizá la Teoría de la relatividad fuera el detonante, como explica Johnson. Y este proceso sobrepasara el punto de no retorno a finales de los años 60 y principios de lo 70. O tal vez La Gran Guerra, con su conmoción, arruinó la confianza de los hombres y abrió la caja de los truenos. Después vinieron las grandes ideologías y la Segunda Guerra Mundial. Y la libertad nunca se recuperó.
La sociedad perdida
“Antes queríamos hacer muchas cosas. Hoy queremos ser demasiadas cosas”. La frase, atribuida a Margaret Thatcher, sintetiza el cambio que ha tenido lugar en Occidente. Hoy todo es relativo. Los sentimientos, los deseos se imponen a los hechos, alumbrando aspiraciones que rápidamente los políticos convierten en derechos. Las leyes se han vuelto subjetivas, la gravedad del delito se dirime en función de a qué grupo social pertenece quien lo comete.
Somos los hijos del relativismo y el colectivismo, las dos fuerzas que en el siglo pasado a punto estuvieron de destruir Occidente. Fuerzas que lejos de desaparecer se han hecho omnipresentes. Que amenazan la libertad travistiéndose en democracias donde la igualdad es una imposición.
Hemos asumido que es mejor ser iguales que libres, que el valor de la igualdad es superior al valor de la libertad
Hemos asumido que es mejor ser iguales que libres, que el valor de la igualdad es superior al valor de la libertad, pasando así de la ética de la responsabilidad a la de la compasión. Entendemos, además, que esa igualdad debe ser planificada por expertos y burócratas, porque estos, por su superioridad intelectual y medios disponibles, no solo son capaces de obtener una información perfecta, sino que se comportarán como ángeles.
La libertad no nos hace más iguales. Al contrario, permite que las diferencias, muchas veces innatas, se hagan evidentes. Resulta irritante porque nos hace desiguales y, desde luego, no evita que individuos con potencialidades similares partan en muchos casos desde situaciones distintas. Pero, pese a todos sus inconvenientes, la libertad es el único valor capaz de frenar al totalitarismo de rostro amable. Ese donde caben todos los deseos, todas las promesas, todas las repúblicas… todas las mentiras. Y donde, de un modo u otro, todas las personas terminan dependiendo del Poder.
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